Educación para la ciudadanía: entre la neutralidad estatal y la objeción de conciencia

AutorRuiz Miguel, Alfonso
CargoUniversidad Autónoma de Madrid
Páginas107-146

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Algunas precisiones previas

El debate sobre la enseñanza escolar de la «educación para la ciudadanía»1 entronca con problemas filosófico -jurídicos complejos y profundos. Este escrito tiene el objetivo principal de adoptar una posición razonada sobre el debatido contraste entre la mencionada enseñanza y el principio de neutralidad estatal2, pero, a la vez, también se propone distinguir entre ese principio y el derecho a la objeción de conciencia, cuya aplicabilidad a la educación para la ciudadanía se discute en el penúltimo apartado. Los filósofos del derecho podemos contribuir así a un rico y largo debate que no ha terminado en absoluto con las recientes sentencias del Tribunal supremo, ya que seguramente continuará tras las probables decisiones del Tribunal

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constitucional y, después, del Tribunal europeo de derechos Humanos3. Sin sujetarme a un análisis pormenorizado de unas y otras argumentaciones, trataré de contribuir al diálogo que la filosofía del derecho, según la concibo, debe mantener con la interpretación jurídica sobre principios y derechos básicos en los diversos puntos y planos en que una y otra se entrecruzan.

Los dos grandes temas jurídicos que la educación para la ciudadanía plantea son, primero, el de si y hasta qué punto el principio de neutralidad estatal legitima constitucionalmente la imposición de materias educativas de cierto alcance moral e ideológico y, segundo, suponiendo que la anterior pregunta reciba una respuesta positiva, si las personas discrepantes con dichas materias tienen un derecho jurídicamente reconocido a que ellas o sus hijos sean eximidos del deber general de cursarlas. Una y otra son cuestiones distintas y secuencialmente escalonadas, pues, con independencia de ciertas ambigüedades que asedian al concepto de objeción de conciencia, hay un claro criterio divisorio para distinguir entre ambas. Si nos situamos en el marco de una decisión judicial, mientras el argumento de la neutralidad supone que, como juicio propio y directo, el juez adopta una posición sobre la justificación o no justificación de la obligatoriedad general de la asignatura en razón de las competencias del estado y de sus límites, el argumento de la objeción de conciencia presupone que, si bien el juez acepta que el estado está legitimado para imponer la asignatura, a la vez considera que el ordenamiento jurídico contiene una regla que permite deferir a los afectados el juicio sobre si obedecen o no en concreto la obligación general establecida.

Así pues, en la medida en que la cuestión del reconocimiento jurídico o no de la objeción de conciencia sólo se puede plantear bajo el presupuesto de que se reconozca la validez de un deber jurídico general, aquí dedicaré el grueso de la argumentación a la primera cuestión dejando para el final, a modo de coda, una más sintética discusión a propósito de la segunda. Anticipo que ninguno de los dos tipos de argumentos contra la obligatoriedad de la educación para la ciudadanía me parecen de suficiente peso y consideración como para impugnar su diseño legal y reglamentario.

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La neutralidad, entre Republicanismo y Ultraliberalismo

En una ocasión anterior en que me ocupé de la enseñanza de la educación para la ciudadanía utilicé la ya clásica clasificación de Hirschman de los argumentos antirreformistas de perversidad, futilidad y riesgo4. Los dos primeros sugieren que los objetivos conseguidos por la materia son opuestos a los pretendidos (perversidad porque el tiro saldrá por la culata) o, en todo caso, que las pretensiones que animan su implantación no se alcanzarán (futilidad porque todo quedará en agua de borrajas). Poco importa que ambos argumentos sean incompatibles, o sólo muy limitadamente compatibles, con el tercer argumento, basado en el riesgo de adoctrinamiento ideológico de la asignatura. No sería la primera vez que los poderes públicos se proponen hacer algo inaceptable pero sin conseguir ser eficaces en su propósito. Sea como sea, aquí sólo me ocuparé de desarrollar la discusión sobre la tercera cuestión, de si la educación para la ciudadanía compromete el principio de neutralidad del estado, que resulta ser un punto de encuentro de algunos argumentos filosófico -políticos y jurídico -constitucionales que propongo comenzar por ordenar en tres posiciones diferentes.

En un extremo se encontraría la posición que puede denominarse republicana, para la que la educación para la ciudadanía debería comprometerse no sólo con los fundamentos básicos del sistema democrático sino también con alguna particular visión de tal sistema, sea patriótica, pro -socialista, pro-neoliberal o pro -conservadora, según el modelo ideológico que se prefiera. En el otro extremo estaría la posición diafórica o descriptiva, a primera vista eminentemente liberal e incluso ultraliberal pero a fin de cuentas comunitarista, que para salvaguardar los derechos de las familias admite todo lo más una materia de estudio de las instituciones y regulaciones jurídicas básicas del sistema democrático limitada a informar de ellas sin entrar a juzgarlas ni pretender favorecerlas. Entre las dos anteriores -y es fácil adivinar que en este punto medio encuentro yo la virtud- puede situarse una posición que propongo denominar liberal sin más y que, distinguiendo entre el ámbito de la moral privada y la moral pública, o entre concepciones del bien y concepciones de lo justo, defiende que es legítima y puede ser saludable una educación para la ciudadanía que pretenda formar cívicamente en los principios básicos del sistema democrático-liberal, que combinan de distintos modos la idea de tolerancia ante el pluralismo ideológico y político con la de firmeza ante los derechos humanos básicos y los procedimientos democráticos de deliberación y decisión colectiva.

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He dicho que en este punto medio encuentro la virtud porque permite evitar los riesgos particularistas de las dos opciones extremas: de la primera, cuyo ejemplo clásico es el republicanismo jacobino y su instauración de una religión civil, caracterizada por su compromiso limitado a una u otra doctrina política concreta; y de la tercera, cuyo aparente ultraliberalismo conduce en el límite al homeschooling y en todo caso a ceder por completo la educación infantil y juvenil a la familia o, derivadamente, a la comunidad religiosa, favoreciendo una especie de multiculturalismo de comunidades diferenciadas5.

A mi modo de ver, una posición intermedia como la anterior es coherente con la neutralidad liberal y no puede considerarse perfeccionista, puesto que su pretensión fundamental es difundir y alentar las reglas y conductas propias de la esfera de lo correcto, esto es, de ese ámbito del consenso por superposición relativo a la convivencia entre personas con distintas concepciones. Más allá de las distintas fundamentaciones parciales que esa esfera común pueda recibir según distintas concepciones del bien, la tesis presupuesta postula que existe un núcleo de fundamentación y de acuerdo común, los elementos esenciales del sistema democrático en un marco pluralista, que resulta perfectamente legítimo que el estado defienda ante posibles desafíos e incluso fomente en el área de la educación de los jóvenes6.

Ciertamente, no existe una varita mágica que divida la esfera de lo bueno y la de lo justo de manera perfecta, indiscutible y universal. En el ámbito público hay inevitables interacciones entre la esfera de lo bueno y la de lo justo cuya delimitación no puede hacerse más que a través del propio procedimiento democrático, y siempre de manera aproximada y seguramente imperfecta. Pero es precisamente el propio procedimiento democrático, siempre alimentado de sus valores sustantivos previos, el que puede garantizar la razonabilidad y, a la vez, la revisabilidad de esas inevitables y variables delimitaciones. En todo caso, el fomento mediante la educación del respeto al procedimiento y los valores esenciales del sistema democrático, que para ser verdaderamente tal ha de ser neutral entre las distintas y particulares ideologías que caracterizan a sociedades pluralistas como la nuestra, resulta una tarea perfectamente legítima para cualquier estado de derecho que quiera defenderse de eventuales amenazas antidemocráticas y mejorar la calidad de sus libertades.

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Por supuesto, las tres posiciones anteriores no dejan de ser una simplificación que intenta ordenar un continuo en el que caben diver-sos matices y varias posiciones intermedias. En particular, y aunque sea brevemente, es de interés comentar la peculiar posición de john rawls, que, además de introducir como nuevo factor la cuestión de la autonomía de los jóvenes, parece situarse en un ambiguo e inestable lugar entre la posición intermedia que he denominado liberal y la más extrema que confiere derechos prioritarios a las familias o comunitarista. En efecto, en un pasaje de Political Liberalism específicamente dedicado a la educación infantil, rawls revalida su distinción entre el liberalismo comprehensivo a lo Kant o Mill, cada uno con su particular visión del bien que exigiría fomentar los valores de autonomía e individualidad, y el más adelgazado «liberalismo político» por él defendido, que aceptaría sólo que

la educación de los niños incluyera cosas tales como el conocimiento de sus derechos constitucionales y civiles, de modo que, por ejemplo, lleguen a saber que existe en su sociedad la libertad de conciencia, y que la apostasía no es un delito [...]. Además, su educación debería prepararlos también para...

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