La ciudad desmerecida (Notas sobre el orden y el desorden social)

AutorMaría José González Ordovás
CargoUniversidad de Zaragoza
Páginas257-266

    «Gris, mi querido amigo, es toda teoría y verde el dorado árbol de la vida.»

Goethe

Page 257

Entiendo que la contemplación de la ciudad desde la Filosofía, y en particular desde la Filosofía del Derecho puede resultar fértil. Siquiera brevemente, intentaré justificar esa convicción y con ello mi presencia aquí1. En realidad, concebida la filosofía como una de las bellas artes no parece descabellada su inquieta mirada allí donde se preserve un cometido destacado a la cultura. Y la ciudad, vórtice humano, es la cultura hecha acto, un acto que no cesa. «Al filósofo le cabe un papel de esclarecimiento y orientación en el saludable caos de la cultura»2. Orientar no significa resolver dilemas, sino más bien marcar un camino que permita definir mejor los problemas que requieren un tratamiento cultural. Y ello porque «los diversos espa-Page 258cios de la cultura son autónomos, pero no autosuficientes» y «el filósofo es el guardián de la interdisciplinariedad»3. Tanto más en una época nada propicia para la reflexión.

El hombre, que se define y mueve por su deseo»4, hace de la ciudad pulsión, en ella la mirada filosófica no es ingenua ni intrusa porque Filosofía no es sólo razón. Ya dijo Pascal que había dos locuras, la de excluir la razón y la de admitirla sólo a ella. Hoy el pensamiento, sea o no postmoderno, hace del concepto de desorden como «infinidad de posibles» la clave especulativa para acceder a una sociedad que «se concibe a sí misma en cuanto que orden improbable»5. Estos, que no son buenos tiempos, son los mejores para, desde la atalaya, avistar naufragios.

Resulta más bien aventurado hacer pronósticos sobre los derroteros que van a marcar el futuro de nuestras ciudades, pues tan epítome del paisaje actual es «el cuadro de las altas, impresionantes colmenas que se erigen en el centro de las ciudades» como «la re-creación de lugares relativamente pequeños y sencillos»6 en busca del discreto encanto del campo en las nuevas urbanizaciones de la periferia urbana. Con todo, no parece demasiado arriesgado afirmar que, en el presente, la ciudad se halla en un laberinto. Sin el referente divino y roto el sentido unitario de la historia7, la fe en la razón y en su producto, el progreso, ha demostrado vivir de altas dosis de ilusión.

Lyotard, adalid de la postmodernidad, certifica el fin de los grandes relatos y así el término de la modernidad8. No obstante, quizá una aproximación idónea a la ciudad de hoy sea su contemplación como metarrelato, no ya tanto como «narración con función legitimadora»9 cuanto representación carente de un guión predeterminado. Sociedad interminable que sin reposo se hace acto a cada instante, situación continua.

La ciudad de nuestro tiempo, a fuerza de albergar discontinuidades, se ha hecho inestable, difusa, porque difusa es la sociedad que la crea. Este escenario del desorden y del miedo que el desorden provo-Page 259ca genera una paradoja, fértil como todas. Es, como si nuestro modo de vida que podríamos resumir como el «imperio de lo efímero»10 (consumo) y la instantaneidad (mercado bursátil o mass media) pretendiese seguir reflejándose, de forma simbólica en la ciudad burguesa, en la ciudad moderna. Pero tal sincronía es del todo imposible pues no es ésa nuestra sociedad por mucho que nos empeñemos en buscar identidad en las piedras, paseos y esculturas de nuestras viejas ciudades. Intentamos una vuelta a lo mismo y eso hoy, más que nunca es imposible.

La nuestra es cada vez más una sociedad sin red que da forma a una red de redes urbanas prescindiendo buen número de veces del concepto de necesidad como hilo conductor. Y hay algo de trágico en todo ello. Así, para la satisfacción de un derecho humano (nótese el pleonasmo)11como el de la vivienda resulta desastrosa la pérdida de la estrategia del valor de uso y el «triunfo de la mercancía absoluta»12. Con todo, este «espacio urbanizado sin orillas de ningún tipo»13 no es el causante de nuestros males sino su reflejo.

En nuestra búsqueda incesante de distinción y jerarquía, la vivienda ocupa un lugar privilegiado. Los bienes muebles acaban siendo accesibles a corto plazo para todas las capas sociales (incluidas las marcas más lujosas de automóviles, aunque se trate de transmisiones de «segunda mano»). Pero sólo los bendecidos con el éxito (que si lo es auténtico lo será económico), están en condiciones de poseer las zonas emblemáticas de nuestras ciudades o los espacios residenciales más cotizados. Esa preferencia por la propiedad de la residencia habitual observada durante largo tiempo en España, que hunde sus raíces en el afán de las políticas franquistas por componer propietarios, se ha ido desplegando por todo el marco europeo occidental hasta reducir notablemente las diferencias en este punto14.

De las distintas razones que han conducido a ello la lógica actual, esencialmente posesiva no parece una razón menor15. La aspiración a la propiedad va mucho más allá del apoderamiento y ocupación meramente material de la casa y, por extensión, de la ciudad hasta alcanzarPage 260 y comprender nuestro sentido de la identidad. Sabemos, desde Locke, que conceptos como verdad, lenguaje, justicia, valor o leyes no permanecen ajenos a esa idea de propium. Pues bien, herramienta para hacernos con la ciudad ordenada que deseamos crear y con su unidad residencial es el Derecho. Apropiarse de las cosas es, en cierta medida, poder darles normas.

En ese contexto, cabe entender el urbanismo como el empeño, de tintes cartesianos, tan caro a la cultura occidental de buscar mesura y poner orden adjudicando una forma a la vida urbana donde de suyo no la habría. Un envite a la reconciliación del orden y el cambio. Así, algunos autores hablan de la desactivación de lo urbano por el urbanismo cuyo prurito no es otro que neutralizar los factores que en constante agitación crean el collage urbano16. El diseño del ordenamiento jurídico administrativo, y en particular del planeamiento urbano, como vocación racional que pretende una sociedad urbana armonizada hasta lo inverosímil, casa mal con el desorden natural de la vida social y con las políticas desigualitarias en auge de corte neoliberal.

No es casual que la propagación del neoliberalismo coexista con un aumento de la conciencia de desorden que se traduce en términos de inseguridad. Que la incertidumbre se haga extensa e intensa en nuestros días no es una mera coincidencia. Las desregulaciones en todos los campos a que venimos asistiendo difuminan las señales y los valores hasta que dejan de ser claros. Y ello, aun cuando nos encontramos ante una institucionalización sin precedentes, incluido el ámbito más privado de la vida. Así, con una identidad en vías de globalizarse, el hombre, fragmentado, habita en aglomeraciones urbanas donde «orden y desorden actúan conjuntamente en un enfrentamiento cuyo desenlace es aún impreciso»17.

La dinámica actual de urbanización no es la extensión de las ciudades, es la de su extinción

, dice Alain Finkielkraut18. Y no tan actual, cabría matizar a Finkielkraut, al menos en lo que a España concierne. Pues si nuestro «porcentaje de viviendas anteriores a 1940, es menor incluso que el de Alemania, que quedó destruida por la 2.ª Guerra Mundial», es porque cierta forma de entender el desarrollo ha sido en proporción más destructiva del patrimonio inmobiliario de este país de lo que la 2.ª Guerra Mundial lo fue para Alemania...19. En cualquier caso, la arrogancia del derecho urbanístico no es, por sí misma, suficiente para determinar nuestro tipo de ciudad, que es casiPage 261 tanto como decir nuestro modelo social. El Derecho, todo él en realidad, es el autor indiscutible del código de normalidad en todo tipo de relación social. El Derecho actual y su principal seña de identidad, su perfecta disponibilidad para la praxis contractual y comercial han hecho un hueco en el centro del sistema para la autonomía de lo económico20. A resultas de ello, el Estado de Bienestar ha sido, como mínimo, cuestionado, de forma que los cálculos de rentabilidad dominan sobre la calidad y cantidad de los servicios públicos21.

Desde luego, la ciudad, aunque escenario y museo fosilizado del pasado no es extraña a los flujos y reflujos propios del momento postmoderno. El apilamiento urbano, por ejemplo, en un país donde se ha urbanizado menos de lo que se ha construido (y destruido) ha favorecido una violencia urbana menos coyuntural, más visible que, como en la banlieue de París corre el riesgo de hacerse contagiosa. En la práctica y con el móvil de preservar la ciudad como organismo vivo, libre de los «señores de la regulación» no han faltado abogados de la liberación urbanística en este país22. En este caso, la respuesta oficial no se hizo esperar demasiado y con cierta presunción el 7 de junio de 1996 se aprobaba el Real Decreto-ley de medidas liberalizadoras en materia se suelo y colegios profesionales por el que desaparecía la distinción entre suelo urbanizable...

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