La ciencia y la esfera pública

AutorDimitris Kyriakou
CargoIPTs

Parece haber un acuerdo generalizado sobre la importancia que la ciencia y la tecnología han adquirido en el mundo actual, y sobre la importancia de facilitar la articulación de la ciencia y la política, aproximándolas mediante un proceso en el que ambas tienen algo que ganar. La política recibirá una mejor información, obtenida a partir del mejor conocimiento disponible y (lo que no debe subestimarse desde un punto de vista político) se apoyará en argumentos sólidos que la harán menos vulnerable frente a los ataques. Por su parte, la ciencia podrá superar la imagen de 'torre de marfil', de espléndido aislamiento, reforzada, con frecuencia, por una sensación de irrelevancia, de incapacidad para influir sobre las decisiones, de estar apartada, incluso en áreas de su competencia directa.

Este acuerdo se refleja a menudo en declaraciones políticas y estudios, que generalmente propugnan una mejor interacción entre ciencia y política. Es prácticamente imposible no estar de acuerdo pero, a veces, falta un debate sobre cómo se puede producir realmente esta interacción, los pasos (a veces difíciles) que hay que dar, etc.

Así pues, sólo cabe dar la bienvenida a artículos1 que abarquen estos temas controvertidos y vayan más allá de declaraciones elogiosas más o menos generales. Estos temas incluyen una revisión del contrato social implícito que ha permitido a la ciencia salvaguardar su autonomía y sus mecanismos de autoevaluación, así como perseguir metas independientes de los objetivos y valores de otras instituciones. La ciencia ha podido seguir siendo una de las pocas áreas de la actividad humana no sometida enteramente a las actitudes pragmáticas, a corto plazo y subordinadas a la obtención de beneficios, que prevalecen en la sociedad. Esta autonomía, que es la base del éxito de la ciencia, ha llevado también a que exista una mayor distancia entre los científicos y el público en general, incluyendo a los políticos. Aunque, inevitablemente, casi todo el mundo rinde tributo al pensamiento científico, a menudo se actúa desde formas diversas de contemplar el mundo. Un ejemplo típico es la forma en que la ciencia necesita y utiliza las probabilidades para afrontar el riesgo: el público en general se siente incómodo con las probabilidades, especialmente cuando se relacionan con la evaluación del riesgo.

Otra manifestación de esta divergencia es la incomprensión del término 'teoría': para el público, significa generalmente una proposición no apoyada en hechos, mientras que para la ciencia es una explicación bien fundada y comprobable de ciertos grupos de fenómenos.

Otro factor que complica la situación es la tendencia (a veces loable) de los medios de comunicación a presentar ambas caras del debate, tendencia que, a menudo, se extiende a los debates que confrontan los resultados científicos con las opiniones de quienes desconocen la materia. Ambas caras aparecen con tintes similares frente al hombre de la calle, que puede optar por creer que la verdad se encuentra en un término medio.

La otra cara de la moneda puede ser la tendencia que tienen los científicos de acusar a todo el mundo de analfabetismo científico. Subrayar la necesidad de aumentar los conocimientos científicos puede ocultar la necesidad de que los científicos revisen sus propias formas de actuar, que pueden perpetuar la brecha. Baste mencionar aquí la práctica, consagrada por el tiempo, en virtud de la cual una de las tareas clave de todas las disciplinas científicas consiste en crear su propio argot, diferenciándolo de otras disciplinas afines, haciéndolo impenetrable (aunque quizás inadvertidamente) para los que son ajenos a dichas disciplinas, incluidos los demás científicos.

Además, el público, y por extensión los políticos, anhela certidumbre, respuestas que sean definitivas, no condicionadas por otros parámetros, especialmente cuando el tema en cuestión implica riesgos o amenazas para la salud, la seguridad o el bienestar. Es revelador que con frecuencia los científicos se ven caricaturizados o vilipendiados porque comienzan sus respuestas con la frase: 'Depende...' (que a menudo es del todo adecuada). El lenguaje de las probabilidades, como ya se ha dicho, no es fácilmente inteligible ni reconfortante, ni incluso realmente informativo para buena parte del público. Podríamos decir que, mientras la ciencia se mueve y opera cómodamente en un universo cuántico, el público no desea abandonar la relativa certidumbre de un mundo newtoniano.

Todo lo anterior se superpone a las evidentes diferencias en las prioridades científicas y políticas, tales como los plazos divergentes para proporcionar soluciones o respuestas a las cuestiones, que dificultan la interacción entre la ciencia y la política. Hay formas de abordar este problema, pero merecen su espacio propio y serán tratadas en un futuro editorial.

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