Carmelo Lisón Tolosana visto desde una generación de antropólogos

AutorPaz Gatell
Páginas191-197

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Octubre 1997, lunes a las 8,30 h, comencé la licenciatura de segundo grado en la Universidad Complutense de Madrid, Antropología Social y Cultural, no recuerdo el día exacto del mes, sí, que era una fría mañana de otoño, brumosa y gris, posiblemente tenía sueño y estaba destemplada por haber trabajado durante la noche en el hospital, en una unidad de oncología donde trabajaba como Enfermera, lo que me hacía llevar con más dureza el frío del aula, pues la calefacción de la universidad la apagaban los fines de semana y justo comenzaba a funcionar de nuevo en ese momento. A esta hora y hasta las 10,30 h teníamos la asignatura «Teoría y métodos de investigación en Antropología Social», el profesor encargado de la asignatura era D. Carmelo Lisón Tolosana. De este modo, a esta hora, y en este momento, conocería a una persona que ocuparía en mí vida un espacio y un tiempo lleno de amor a la Antropología.

Hacer la prosopografía de la persona que entró por la puerta me resulta fácil, pues aun cuando nunca más después de aquel cuatrimestre nos hubiéramos vuelto a ver, la estampa de su presencia podría describirla como si de nuevo fuera aquella mañana, porque dejaba impronta, por lo singular y particular. Una mezcla de gentleman inglés y Don Quijote de la Mancha: alto, delgado, el pelo blanco con entradas, frente despejada, envuelto en una gabardina gris, un ligero portapapeles de piel bajo el brazo donde llevaba sus apuntes, vestía traje chaqueta, corbata, camisa y...deportivas, esto le daba un aire de neoyorkino, una forma de usar este calzado poco habitual en nuestra sociedad y en la gente de su edad. Las gafas de sol de lentes verdes, no se las quitó durante la clase, aunque en algún momento nos dejó ver sus ojos oscuros mien-tras limpiaba los cristales en un gesto rutinario. Su uso le daba un aire extraño, distante. Años después supe que se debía a un problema oftalmológico. Con voz clara potente y acompañada de una ligera carraspera, que siempre le acompañó en sus dicciones, inició su clase.

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Serio, con una corrección «muy british» -como decía una buena colega de promoción- nos dio las reglas del juego. A las ocho y treinta minutos se iniciaba la clase y la puntualidad era un pilar fundamental, una vez que se cerrara la puerta del aula no pasaría nadie, sin excusas, sin excepciones. Si alguna vez alguien rompió la regla y entró en el aula con la clase iniciada, callaba su discurso, esperaba a que aquella persona, que al entrar hacia ruido, llegara hasta su silla y dejara otra vez paso al silencio, entonces retomaba la palabra.

Nada de reproches, nada de preguntas, pero en el aire se cortaba la tensión. La clase quedaba suspendida hasta que aquel estudiante tomara asiento. Todos los ojos de sus compañeros estaban mirándole. De forma voluntaria, la gente decidía que si llegaba tarde era mejor quedarse en el pasillo hasta que la clase acabará, porque no era fácil sufrir tanto protagonismo.

Si las 8,30 h ya era una hora difícil, nos comunicó que sus tutorías serían de ocho menos cuarto a ocho y cuarto. Yo pensé que llegar a esa hora desde Madrid a Somosaguas me acabaría produciendo alguna enfermedad. Nunca conocí a otro profesor que estuviera a esa hora en su despacho.

Desgranaba su lección y el lenguaje antropológico resonaba en mis oídos: los endemoniados en Galicia, la Santa Compaña... sobre todo y ante todo aprendí, que en el trabajo de campo «los datos» que recogemos y trascribimos a nuestro cuaderno de campo, tienen que ser ordenados buscando categorías, que ordenen y nos den comprensión de la realidad, para aprehenderla, porque estos no hablan por sí solos, necesitan ser interpretados con la HERMENÉUTICA.

El antropólogo es, por la naturaleza de su profesión, un intérprete del significado, de la diferencia, un hermeneuta.1Y no solo un semiólogo. La semiología es, desde luego, necesaria y consubstancial a nuestra disciplina, pero como los puntos anteriores insinúan, el arte de entender significados distantes y complejos requiere, además, una experiencia hermenéutica de aproximación y participación [C. Lisón].2En sus clases siempre nos alentó a escribir, fue una de sus máximas: «escriban, cojan un tema y escriban, hagan ensayos. Solo llegarán a ser buenos antropólogos si dominan el arte de la escritura. Es fundamental para nuestro campo de conocimiento saber escribir. La antropología es narrativa».

En ambos casos partimos -aunque no exclusivamente- de la narración para alcanzar la estructura social en el primero y la del espíritu en el segundo; vertemos sus palabras en textos cuyos elementos y partes seleccionamos, subrayamos y disponemos en perspectiva retórica convincente -como ellos-, que presentamos en una gran narrativa, en una monografía. [...]

De esta forma pretendemos integrar narración, sociedad y cultura, socializar la narración y narrativizar la cultura. Y no termina aquí nuestra lectura interpretativa: desde la verdad narrativa pretendemos alcanzar la verdad hermenéutica [C. Lisón].3

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Mis primeros ensayos, escritos desde la timidez más absoluta, nacieron de un valor que hoy todavía desconozco, solo entrar en su despacho y ver que tenía en sus manos el ensayo corregido me hacía morir de vergüenza. Sin embargo, sus correcciones siempre fueron como si realmente hubiese escrito algo digno de publicar, cuidadoso en las formas, respetuoso para señalar las lagunas debidas a mi procedencia académica. Con cada corrección introducía un libro para leer y me pedía hacer una recensión, una lectura crítica, de modo que conseguía que mi interés y conocimiento fuera en aumento.

En una de las primeras tutorías, lamenté la dificultad que encontraba al enfrentarme a un folio en blanco tratando de encontrar un tema para desarrollar, entonces lo que parecía ser un lastre en mi nueva carrera, él lo convirtió en una ventaja, me dijo: «por sus años y su profesión tiene usted muchas experiencias de vida», y utilizó la siguiente metáfora: «tiene usted una mesilla de noche, tiré de su cajón y verá cuantas experiencias tiene...

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