Carl Schmitt y las ideas penales de la Escuela de Kiel

AutorCarmelo Jiménez Segado
CargoJuez sustituto. Doctor y Profesor en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad Complutense
Páginas451-482

Page 451

I Carl Schmitt en las «historias» del derecho penal
I

El nombre de Carl Schmitt proyecta una larga sombra desde que le llegó la fama a finales de los años 1920. A partir de entonces, se reparten por igual las condenas y hagiografías sobre este motejado «LeninPage 452de la burguesía», «enterrador de la República de Weimar», «Kronjurist del Tercer Reich», «Epimeteo cristiano» o «último representante del jus publicum Europaeum».

Dejando de lado las disputas entre güelfos y gibelinos, el caso es que el «Viejo de Plettenberg» es sin duda uno de los juristas más importantes e influyentes del siglo xx, cuya solidez e inquietud intelectuales le permiten abarcar las distintas disciplinas de las hoy llamadas «técnicamente» áreas de Humanidades, Ciencias Sociales y Jurídicas. Por ello, como consecuencia del carácter poliédrico y sugerente de su obra, contrario a la «barbarie del especialismo» del técnico-masa, «sabio-ignorante que se comporta en las cuestiones que ignora, no como un ignorante, sino con toda la petulancia de quien en su cuestión especial es un sabio» 1, no es raro que sus concepciones sean referencia obligada en el Derecho constitucional, el administrativo, la Filosofía jurídica, el Derecho internacional, la Ciencia política, la Teología política, y también en el Derecho penal.

Ahora bien, el alcance de esta influencia debe matizarse, pues sucede que la visita al jurista suele hacerse deprisa y corriendo, repitiendo una serie de tópicos sobre su pensamiento que se suceden de manual en manual para cumplir el trámite de la cita. Así ocurre, por ejemplo, cuando en el discurso aparece, a cuento de lo que sea, el término «enemigo», y como reflejo condicionado, el narrador segrega de inmediato la referencia al opúsculo de 1927, El concepto de lo político, en el que se contiene la distinción «amigo-enemigo»2, convertida en elemento decorativo, al no hacerse la más mínima alusión a la situación de capitidisminución de Alemania tras la Primera Guerra Mundial o a la Rusia comunista, realidades presentes a lo largo de todo el texto, sin cuyo entendimiento la dicotomía pasa a ser objeto de entretenimiento de salón.

En el mismo sentido, el impacto de las categorías schmittianas en el Derecho positivo actual es relativo, ya que aquéllas sólo conservan el esqueleto de su formulación primigenia. Si acudimos, por ejemplo, a la doctrina de nuestro Tribunal Constitucional, encontraremos la huella del jurista en la teoría de las «garantías institucionales», utilizada como argumento por el Alto Tribunal cuando tuvo que abordar elPage 453alcance de la autonomía local en el nuevo Estado de Derecho que inauguraba la Constitución de 1978 3.

Bastaría con guardar silencio sobre cuál era el sentido originario de la teoría de las «garantías institucionales» para ofrecer la falsa impresión de un Schmitt entusiasmado con la soberanía de la Norma Fundamental y con su defensor jurídico, cuando dicha teoría, en realidad, la elaboró ante la necesidad de buscar un tertium genus para combatir la incipiente teoría de los derechos fundamentales que amenazaban, en su opinión, con limitar en exceso el poder del Estado, debilitándolo y entregándolo a las potencias vencedoras de la guerra, como ya había sucedido, y a la captura comunista que se avecinaba. ése es el sentido real y primario del concepto 4, y más teniendo en cuenta que, para Schmitt, los conceptos políticos poseen un sentido polémico, ya que se formulan con vistas a un antagonismo concreto, convirtiéndose en abstracciones vacías y fantasmales en cuanto pierde vigencia esa situación: «Palabras como estado, república, sociedad, clase, o también soberanía, estado de derecho, absolutismo, dictadura, plan, estado neutral, estado total, etc., resultan incomprensibles si no se sabe a quién en concreto se trata en cada caso de afectar, de combatir, negar y refutar con tales términos.» 5.

II

Las citas a Carl Schmitt se cogen todavía más por los pelos en el ámbito del Derecho penal. Que la referencia al jurista no tenga aquí sustancia alguna no debe causar extrañeza: obedece a la forma rituaria con la que la mayoría de los tratados prefiere abordar la evolución histórica de la disciplina, que suele despacharse a base de «-ismos» que viven en sí y para sí, y que tienen existencia independiente de las circunstancias políticas, económicas y sociales que los rodean.

Para ilustrar este tipo de análisis poco atentos al contexto, frecuentes en las «historias» del Derecho penal, nada mejor que acudir a la conocida exposición sobre el origen del principio nullum crimen, nulla poena sine lege, tomando en este caso la versión que realiza el cono-Page 454cido penalista de la «teoría final de la acción», quien, como tantos otros, sostiene que «en la época de Las Luces se impuso dicho principio en la lucha contra la arbitrariedad judicial y de la autoridad», recordando que Feuerbach, en 1801, dio con la fórmula latina, y que en el siglo xix se incorporó a los Códigos penales de los Estados civilizados. Como inspiradores «literarios» –afirma– influyeron «sobre todo Montesquieu, Voltaire y Beccaria; legislativamente Josef II (Josefina de 1787) y en forma más vigorosa Federico el Grande (ALR de 1794)»6.

La anterior lectura sobre la historia del principio de legalidad de los delitos y de las penas, como decimos, presta escasa atención al contexto y responde a unas premisas metodológicas débiles y muy habituales, que descansan en un determinado entendimiento de la auctoritas científica y en una visión lineal de la Historia.

La apelación a la autoridad de los antiguos es un recurso científico adecuado cuando no tiene como objetivo cubrir el expediente, pues los autores de otros tiempos son testigos de las preocupaciones y acontecimientos de su época, y en esa medida su testimonio puede ser útil para su conocimiento. Entender de otra forma las citas de autoridad puede inducir a falsas conclusiones y a sacralizar o a condenar al autor citado sine studio.

En efecto, esta debilidad de las premisas de las que parte la común historia del nullum crimen se comprueba con el simple repaso de alguno de los fragmentos de la obra más conocida de Montesquieu. El capítulo que éste dedica a la constitución de Inglaterra es suficiente para descubrir que el modelo del francés no tiene nada que ver con la política de Federico II de Prusia, por muy amigo de Voltaire que éste fuese, ya que si el «Rey filósofo» pretendió y logró la consolidación de Prusia como gran potencia europea, sin cortapisas externas ni internas, reforzando su poder, unificando leyes, dotando un ejército permanente y numeroso, organizando la hacienda y patrocinando la cultura, El espíritu de las leyes buscó frenar el creciente poder legislativo, ejecutivo y jurisdiccional de las Monarquías absolutas (legibus solutus), triunfantes en la lucha contra los estamentos intermedios –a uno de los cuales pertenecía el Barón– y el Imperio y el Papado en el desarrollo de los Estados europeos durante la Modernidad7.

No obstante, debe reconocerse que pese a que Welzel se adscribió al guión «Montesquieu-Beccaria-Federico II-Feuerbach-nullum», éste síPage 455que contempló, en cierto modo, la utilidad del pensamiento ilustrado a los intereses de los monarcas europeos del siglo xviii, al apuntar que «las condiciones que se habían tornado insostenibles en la administración de justicia penal, mejoraron decisivamente en la Ilustración y el Absolutismo Ilustrado. Por motivos de distinta índole, en parte contradictorios, la Ilustración condujo a una sujeción estricta del juez a la ley: trajo consigo un tratamiento laico racional del Derecho Penal, una morigeración de las penas de acuerdo al punto de vista de la necesidad estatal y con ello una restricción de la pena de muerte, una ampliación de las penas privativas de libertad, la eliminación del tormento, etc.»8.

La función utilitaria del principio de legalidad, que el propio Welzel admite con realismo, guarda nula relación con el relato fantástico que aquél realiza a las pocas páginas acerca de la historia progresiva del mencionado principio, el cual, según nuestro «finalista», y muchos más, Les Lumières habrían puesto en marcha en la lucha contra la «arbitrariedad judicial y de la autoridad». El relato se desmonta por sí solo: si la finalidad del principio hubiera sido «luchar contra la arbitrariedad de la autoridad», difícilmente el nullum crimen habría encontrado expresión en el Allgemeines Landrecht für die preußsichen Staaten (Derecho territorial general para los estados de Prusia) de 1794, como se dice.

Establecer linealidades históricas desde la Ilustración hasta las garantías penales de los modernos Estados democráticos de Derecho que es, en definitiva, lo que implica este relato machacón, responde a un afán por buscar precedentes, a veces tranquilizantes de conciencia, donde no los hay, puesto que el precedente, en cualquier rama de la ciencia, ha de contemplar identidad de razón y, como hemos visto, esto no sucede en este salto mortal de dos siglos, que podría ser de muchos más, toda vez que, ya puestos a descontextualizar, por qué no situar, para variar y por un poner, su origen en Hobbes.

Al fin y al cabo, el filósofo de Malmesbury es más preciso en este punto que Secondat. Tras dejar bien claro que «todas las leyes, estén o no escritas, reciben su autoridad y vigor de la voluntad del Estado, es decir, de la voluntad del representante (que en una monarquía es el monarca, y en otros Estados la asamblea soberana)», y señalar que toda ley debe poseer las notas de publicidad y generalidad para fortalecer al soberano, defiende que «ninguna ley promulgada después de realizado un acto puede hacer de éste un delito»9.

Page 456

...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR