Cárcel y exclusión.

AutorPedro José Cabrera Cabrera
Páginas83-120

1. DE QUÉ HABLAMOS CUANDO

HABLAMOS DE EXCLUSIÓN

El uso creciente del término exclusión

en detrimento del más tradicional de

pobreza, no ha conseguido aún eliminar

las ambigüedades e inconsistencias

con las que a menudo es empleado. Probablemente

el empeño por clarificar hasta el extremo

el alcance de ambos conceptos sea de

todo punto imposible e innecesario en estos

momentos, sin embargo, conviene establecer

algunos límites mínimos a su utilización. En

general, se acepta que podemos reservar la

palabra «pobreza» para referirnos preferentemente

a las situaciones de carencia económica

y material, mientras que al optar por el

uso de la expresión «exclusión social», estamos

designando más bien un proceso de carácter

estructural, que en el seno de las sociedades

de abundancia termina por limitar

sensiblemente el acceso de un considerable

número de personas a una serie de bienes y

oportunidades vitales fundamentales, hasta

el punto de poner seriamente en entredicho

su condición misma de ciudadanos.

De la misma forma en que pobreza remite,

por oposición, a riqueza, y, en la medida en

que ambas se generan a partir de la desigual

distribución de la renta y el patrimonio, conllevan

implícitamente la referencia contraria

a la igualdad económica como aspiración y

consecuencia lógica, así tenemos también

que, en cambio, la exclusión social, encuentra

su negación en el privilegio, y puesto que

ambos se originan en una desigual asignación

de derechos y prerrogativas, resulta inevitable

que la fractura social que conllevan,

encuentre su superación en la afirmación de

la ciudadanía, en tanto que expansión universalista

de los derechos civiles, políticos y

sociales entre todos y cada uno de los integrantes

de una misma sociedad.

Tras un largo período de crecimiento económico

y avances sociales, las últimas dos

décadas han visto emerger en muchos países

europeos una «doble condición ciudadana»

(Tezanos, 2001) que sin estar sancionada por

las leyes, sin embargo, separa de forma muy

efectiva y real, a quienes tienen un trabajo

estable, a tiempo completo, bien remunerado

y prestigioso, que les permite mantener un

mundo de vínculos y relaciones sociales sólidas,

significativas y gratificantes («los integrados

»), de aquellos otros ciudadanos de segunda

clase que carecen de empleo, o bien

deben conformarse con subempleos, subremunerados

y precarios, lo que, con frecuencia,

se acompaña de un debilitamiento e incluso

de una pérdida completa de su entorno

relacional y afectivo («los excluidos»).

La crisis general del empleo ha puesto de

relieve los débiles fundamentos en los que se

asentaba la garantía del acceso a bienes y

servicios básicos como la vivienda, la sani-

83 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

Cárcel y exclusión

PEDRO JOSÉ CABRERA CABRERA *

* Departamento de SociologÌa y Trabajo Social. Facultad

de Ciencias Humanas y Sociales. Universidad

Pontificia Comillas de Madrid.

dad, o la educación. En una sociedad masivamente

salarizada y de consumo, cuando se

pierde la condición de asalariado-consumidor

al carecer de ingresos regulares y suficientes,

vía salario, nos encontramos con que la

condición misma de ciudadano se ve gravemente

puesta en entredicho (Castel, 1997).

1.1. Origen del concepto

De hecho, cuando se empieza a hablar de

exclusión social, en Francia allá por los años

70 (Lenoir, 1974), está en sus comienzos la

llamada crisis del petróleo, cuyos efectos sobre

el mercado de trabajo, acabarán arrojando

un saldo millonario de personas que, desde

un punto de vista económico, social y

político, resultan perfectamente prescindibles.

Los excluidos pasan a ser no sólo los

que están «debajo» en la escala económica,

sino sobre todo, cuantos se quedan «fuera»

del bienestar general. A la crisis del mercado

de trabajo, se le vienen a sumar los recortes

en políticas sociales que hacen más difícil poder

compensar a lo largo de la vida los desequilibrios

ya existentes en el origen biográfico.

Por doquier se instala una cierta conciencia

de escasez, que al grito de «no hay para

todos» acabará por rediseñar los espacios de

integración-exclusión de nuestras sociedades

occidentales, y andando el tiempo permitirá

que vuelvan a tomar nuevos bríos los viejos

mecanismos que habían sido severamente

criticados durante los años sesenta. Mecanismos

e instituciones que a lo largo de la

historia habían permitido gestionar políticamente

el «exceso inútil» de población, la

gente que sobra

de la que ya habló Malthus

hace siglos, la gente que podía ser puesta

aparte y afuera, mediante la pura eliminación

física (pena de muerte), su transporte a

tierras lejanas (colonias) 1 o su simple reclusión:

dentro del manicomio, el hospicio, y/o la

cárcel. La desinstitucionalización psiquiátrica,

el trabajo social comunitario, las medidas

alternativas a la prisión, que habían sido el

fruto más palpable de la crítica sociológica a

las instituciones totales inaugurada por

Goffman (1970) son puestos en solfa una y

otra vez desde mediados de los setenta por

los críticos más conservadores, y sus eventuales

excesos y defectos se magnifican hasta

el abuso en los medios de comunicación para

intentar desacreditarlas ante la opinión pública.

1.2. Factores de exclusión

En cuanto a los factores que influyen más

directamente en la aparición, crecimiento y

también, eventualmente, en el descenso de

los niveles de exclusión social en las sociedades

más ricas, hay que señalar en primer lugar

las modificaciones experimentadas por el

mercado de trabajo. Hablar de exclusión social

en los países desarrollados es hablar del

proceso creciente de degradación de la «ciudadanía

social» al que asistimos a partir de

la crisis de empleo que se abre con la crisis

económica de mediados de los setenta. En la

sociedad de la información, en la sociedad

red, la mano de obra genérica pierde importancia

al ser fácilmente sustituible por la

máquina, lo que trae como consecuencia «la

exclusión social de un segmento significativo

de la sociedad compuesto por individuos desechados,

cuyo valor como productores/consumidores

se ha agotado y de cuya importancia

como personas se prescinde» (Castells,

1998:380).

La llamada crisis del empleo ha significado

para muchas personas encontrarse en paro

durante largos períodos de su vida activa;

ESTUDIOS

84 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

abogaba por una soluciÛn final al problema de los gitanos

y nÛmadas que vivÌan sin trabajar ni ocuparse en

nada ˙til: su idea consistÌa en enviarlos al Orinoco a

ocuparse en factorÌas piscÌcolas.

1 En EspaÒa contamos con el ejemplo curioso de

Bernardo Ward que en su Proyecto econÛmico (1782)

para otras, en especial para las más jóvenes,

ha supuesto tener que acceder a empleos

precarios, a tiempo parcial o estacionales, en

régimen de contratación temporal; empleos

mal remunerados, con escasas posibilidades

de promoción, e incapaces de sustentar un

recorrido laboral y profesional de largo alcance

sobre el que edificar un proyecto de vida

autónomo; subempleos que, si bien pueden

proteger de la exclusión extrema, acaban

por generar una biografía «estabilizada en la

precariedad» 2.

En una sociedad que había edificado sobre

la condición de trabajador asalariado la mayor

parte de las credenciales de acceso al resto

de bienes, servicios y titularidades de los

que es posible disfrutar hoy en día, la crisis

del salariado ha venido acompañada de severos

ataques al sistema de bienestar que se

venía construyendo en Europa al menos desde

finales de la segunda guerra mundial. La

reducción de los niveles de protección social

allí donde éstos habían alcanzado sus

cotas más elevadas, y la ralentización de su

implantación en países como España en los

que el welfare seguía siendo a principios de

los años ochenta un sueño más que una realidad,

se convirtió también en un factor generador

directo de exclusión. La supresión de

los subsidios por desempleo, una vez agotado

el período de recepción de los mismos, la

práctica desaparición de las ayudas a la vivienda

social, la privatización de ciertas

prestaciones sanitarias, la parquedad en los

incrementos de las pensiones, etc, se vieron

acompañadas por la implantación de unos

ingresos mínimos encaminados a hacer posible

la pura y simple subsistencia de amplias

capas de población, que se hallaban excluidas

tanto del empleo tradicional, como de la

buena y amplia protección social que había

venido siendo habitual hasta entonces.

La reducción de ingresos, cuando no la

carencia absoluta de ellos, así como su inestabilidad

e inseguridad, o en otros casos, las

condiciones sociales, culturales y simbólicas

que entraña su recepción, según se trate de

un salario en sentido estricto o de un ingreso

social «para excluidos» con toda la carga de

estigma que éste último conlleva, se convierte

así en un tercer factor excluyente de inusitada

fuerza en una sociedad en la que la inclusión

social plena pasa por la posibilidad

de poder hacer un uso efectivo y cotidiano del

status de consumidor solvente.

Naturalmente, las dificultades relativas

al empleo, los agujeros en la protección social,

y la insuficiencia de los ingresos, no se

distribuyen aleatoriamente entre toda la población

sino que tienen una incidencia muy

diferente en razón de variables como la clase,

el género, el grupo étnico de pertenencia, o la

edad. En general, se puede afirmar que los

miembros de la clase trabajadora, las mujeres,

las minorías étnicas y los jóvenes constituyen

grupos negativamente privilegiados

entre los que crecen los casos de exclusión

social. Finalmente, para acabar de cerrar el

ciclo que permite seleccionar a los candidatos

a la exclusión, nos encontramos con que,

a los aspectos estructurales, se añaden las

biografías de los propios excluidos, que con

frecuencia han quedado marcadas por elementos

marginalizadores que incrementan

y amplifican la exclusión social que ya

padecían. Así, por ejemplo, es mayor la incidencia

y el destrozo que causan en sus vidas

las minusvalías y enfermedades incapacitantes,

la presencia de abusos y malos tratos, el

alcoholismo y las toxicomanías, el decaimiento

psicológico y las actitudes negativas

de apatía, resignación, pesimismo, e incluso

violencia, que proveen de un equipaje psicológico

menos apropiado para competir en la

sociedad actual. Finalmente, el encuentro

con el sistema penal viene a añadir una definitiva

nota identitaria para la construcción

PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

85 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

2 Resulta muy ilustrativo el reciente cuaderno de

Cristianisme i Justicia titulado Trabajo Basura (2001:nº

107), en Èl se recogen abundantes testimonios personales

en los que se cuenta en primera persona las condiciones

de explotaciÛn y precariedad en las que han

de trabajar muchas personas en la actualidad.

social de los colectivos excluidos, al marcarlos

para el resto de sus días con el estigma

que representan los «antecedentes penales».

1.3. Los espacios de la exclusión

Es bien sabido que en todas las sociedades,

los que difieren de la condición modal y

mayoritaria están a un paso de convertirse

en excluidos, eso sí, siempre que carezcan de

los recursos o del poder necesario para evitarlo,

ya que en tal caso, ese mismo poder les

permitirá mantener su hecho diferencial y

convertirlo incluso en un signo de distinción

y exclusividad frente a la mayoría. Sin embargo,

en muchos otros supuestos, la inevitable

organización social de las diferencias se

concreta a menudo en la rechazable segregación

espacial y simbólica de los excluidos.

Los espacios de la exclusión se concretan

por ejemplo, en los llamados barrios desfavorecidos,

que en la trama urbana son el lugar

específico en el que han de habitar y confinarse

los grupos marginados. Del mismo modo,

existen multitud de espacios institucionales

diseñados específicamente para segregar y

excluir. César Manzanos (1991:88) ha tratado

de sistematizar lógicamente lo que llama

la «red de espacios segregativos», teniendo

en cuenta que «cada ámbito de la vida social

desarrolla sus propios espacios segregativos

encargados de retirar de la circulación y de

aparcar a los sujetos que, por diversas circunstancias,

han de ser apartados temporal o

definitivamente: aquellos que necesitan un refuerzo

reeducativo de tipo disciplinar; los que

han de ser aislados por razones de salud pública

y peligrosidad social; o quienes simplemente

estorban debido a que no cumplen función

social alguna y su conducta es anormal e incómoda

». Así, se pueden identificar diferentes

lugares de segregación (exclusión) en todos y

cada uno de los principales campos de la administración

social, y todos ellos en conjunto

constituirían lo que denomina el «subsistema

institucional de control formalizado»:

De entre todos los espacios segregados

(manicomio, hospicio, hospital, etc), la cárcel

es sin duda el lugar privilegiado en el que la

exclusión social se quintaesencia y condensa

hasta sus últimas consecuencias. Por su misma

naturaleza, el encarcelamiento consiste

en una exclusión. Como señala Rostaing

(1996:355): «la prisión es un lugar de exclusión

temporal que imprime sobre los detenidos

la marca de un estigma». La persona encarcelada

es puesta aparte, segregada del

contacto social, y confinada en los estrechos

límites de una celda, al interior de una institución

que, a partir de entonces, tasará cada

minuto, cada objeto, cada intercambio que

establezca con el mundo exterior. Recordemos

que el concepto de exclusión no se puede

entender sin una referencia a «aquello de lo

que se es excluido, es decir, del nivel de vida

y del modo de inserción laboral y social propio

de un sistema de vida civilizado y avanzado

» (Tezanos, 2001:146).

La persona encarcelada, queda pues excluida

de la relación y la vida social que ha

conocido hasta entonces, y pasa a convertirse

en el habitante de un mundo aparte en el que

su vida y su tiempo le han sido arrebatados.

La paradoja se completa con el hecho empírico

de que la exclusión, como tratamiento y

profilaxis, se aplica esencialmente a los integrantes

de las categorías más excluidas de la

población. En una muestra salvaje y brutal

del llamado «efecto Mateo», según el cual, al

que más tiene se le da todavía más, y al que

ESTUDIOS

86 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

(Manzanos Bilbao, 1991:85)

menos posee se le arrebata incluso lo poco

que aún conserva, nos encontramos con que,

a los ya excluidos socialmente, se les excluye

aún más, encerrándoles en prisión.

El complejo proceso por el cual un procedimiento

aparentemente objetivo e imparcial,

como es el que pretende llevar a cabo el sistema

judicial, termina por reclutar a los clientes

de nuestras cárceles entre los grupos más

marginados de la sociedad, y algunas de las

consecuencias que todo esto acarrea, ha sido

constatado una y otra vez por los diferentes

autores que se han ocupado de estos temas

(Valverde Molina, 1993; Álvarez Uría, 1992;

Torrente, 2001). Nuestro objetivo en este artículo

consistirá únicamente en proporcionar

algunos datos que abunden aún más si cabe

en el sinsentido que supone pretender administrar

y combatir la exclusión social mediante

el fomento y la expansión de instituciones

y dispositivos excluyentes, como son

las cárceles.

2. LA CÁRCEL COMO DISPOSITIVO

SANCIONADOR EXCLUYENTE

Obviamente, «la prisión es la forma más

categórica de exclusión que permite la ley»

(Smith y Stewart, 1996:106), y aunque el

artículo 25.2 de la Constitución dice claramente

que «las penas privativas de libertad

y las medidas de seguridad estarán orientadas

hacia la reeducación y reinserción social

», sin embargo, el hecho cierto es que en

la cárcel coexisten y entran en contradicción

dos principios difícilmente conciliables:

el punitivo, con su énfasis en la seguridad

y el control, y el rehabilitativo, que

aboga por la reeducación social del preso.

En función de este último han de programarse

actividades formativas y laborales

que, siquiera formalmente, permitan dar

legitimidad moral e ideológica al encierro

institucional, puesto que por lo general, el

ingreso en las instituciones totales tal y como

fueron descritas por Goffman, se justifica

siempre apelando al posterior retorno a

la sociedad; supuestamente en mejores condiciones

que cuando se entró. Se ingresa en

ellas para poder ser reajustado, reparado,

reeducado, etc. Todo sugiere la vuelta de

nuevo al ámbito social de donde se fue extirpado;

sin embargo, lo cierto es que el ingreso

en estas instituciones segregativas

conlleva un proceso inevitable de desidentificación

y desocialización, que acaba haciendo

mucho más difícil el retorno a una

vida socialmente integrada.

Podemos comprender las implicaciones

exclusógenas de la estancia en prisión desde

el modelo que presenta César Manzanos, en

el que se resumen y sistematizan las aportaciones

de otros muchos autores (Valverde,

Clemente, Munne) que han hablado de los

grandes momentos del proceso de reeducación

desocializadora que se pone en marcha

con el ingreso en la cárcel. Según Manzanos

(1991:106-124), se podrían distinguir hasta

cinco etapas:

  1. Ruptura con el mundo exterior: que conlleva

    la separación física, con la consiguiente

    privación de estímulos físicos, visuales, auditivos,

    olfativos. El preso se interna en un

    mundo pequeño, de colores planos y uniformes,

    olores omnipresentes, en donde no es posible

    lanzar lejos la mirada por la interposición

    constante de un muro o una pared. Y no

    sólo el mundo exterior se aleja físicamente,

    también se distancian las referencias personales,

    los medios de comunicación, los mensajes

    y valores presentes en el exterior, todo lo

    cual genera un fuerte sentimiento de debilidad

    y desamparo.

  2. Desadaptación social y desidentificación

    personal: mediante una compleja y variada

    sucesión de momentos y situaciones rituales

    de despojo y expoliación, la persona

    presa experimenta una verdadera «mutilación

    del yo», que le hace perder su identidad

    de partida y experimentar un proceso de despersonalización

    y desindividualización que

    le conduce a integrarse como un elemento

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    87 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    más (un número) dentro de un colectivo masificado,

    amorfo y sin perfiles particulares.

    Entre las técnicas más frecuentes de mortificación

    y despersonalización se encuentran:

    el aislamiento, que hace de la soledad

    física la condición de partida para lograr la

    sumisión más absoluta; o la contaminación

    física que implica la vida en condiciones de

    hacinamiento: la pérdida de intimidad, el

    contacto inevitable y forzado como paso previo

    y obligado para la contaminación moral,

    etc. Las ceremonias degradantes, como los

    cacheos totalmente desnudos, las formaciones

    para pasar lista, los registros nocturnos;

    la reglamentación de las más nimias actividades

    cotidianas, la comida, el sueño, el ocio.

    Se trata de técnicas programadas que tienen

    como consecuencia la infantilización de la

    persona presa y una sensible merma de la

    responsabilidad personal del preso, por lo

    que no es raro que aparezcan alteraciones de

    la personalidad junto a cuadros depresivos,

    apatía, ansiedad, stress, trastornos digestivos,

    etc.

  3. Adaptación al medio carcelario: como

    mecanismo de defensa para intentar salvar

    los restos del naufragio personal se produce

    una readaptación al nuevo contexto físico y

    relacional, que algunos han llamado proceso

    de prisionización. Se redefinen actitudes y

    valores, se produce una incorporación a la

    subcultura carcelaria, que, no lo olvidemos,

    está atravesada completamente por las relaciones

    de dominación, opresión y autoritarismo,

    tanto en relación al personal funcionario,

    como entre los propios internos, en los

    que la violencia física y la coacción de unos

    pocos sobre el resto reproducen y amplifican

    las condiciones brutales de su encierro. En

    estas condiciones, la desconfianza, el recelo,

    la sospecha, no son tanto patologías psicológicas,

    como meros requisitos básicos e indispensables

    para la supervivencia.

  4. Desvinculación familiar: a la dificultad

    para el contacto y el encuentro interpersonal

    que supone estar encarcelado suele añadirse

    la lejanía del lugar de internamiento, los

    traslados frecuentes, el aislamiento geográfico

    de las cárceles, que suelen construirse en

    lugares apartados y con malas comunicaciones,

    etc. Todo ello, sumado a los aspectos psicológicos

    y sociales, acarrea una serie de repercusiones

    sobre la malla de relaciones

    familiares que van desde las más leves y coyunturales

    (como puedan ser la preocupación,

    la falta de apoyo, la intranquilidad), a

    otras mucho más graves (rechazo social, problemas

    económicos, tensiones, riñas) o incluso

    irreparables (abandono o pérdida de los

    hijos, divorcio, ruptura de relaciones con los

    padres, problemas psiquiátricos, etc).

  5. Desarraigo social: la salida de la cárcel

    se ve envuelta en una pérdida de posibilidades

    de cara al empleo por efecto del estigma

    que implica la condición de ex presidiario, y

    también como consecuencia de la descualificación

    que acarrea el período de internamiento.

    Junto a ello suelen aparecer trastornos

    psicológicos de insomnio, sentimientos

    de ser perseguido, o una fuerte inseguridad.

    También es cierto que el mayor acoso policial

    a quienes ya tienen antecedentes, la presión

    del ambiente y el contacto con antiguos compañeros

    de cárcel hacen que con frecuencia el

    desarraigo social y posteriormente el encapsulamiento

    dentro de un submundo delincuencial

    sean casi efectos obligatorios tras la

    estancia en prisión. De la cárcel no se sale

    siendo un hombre libre, sino convertido en

    un ex presidiario, con todo lo que esto implica.

    2.1. La selección de la clientela:

    el proceso de criminalización

    Por lo general, las cárceles seleccionan su

    clientela entre personas que han cometido

    algún delito, o que al menos se sospecha que

    lo han cometido. Por supuesto, la comisión de

    un delito no le convierte a uno sin más en delincuente,

    y mucho menos se puede sostener

    el presupuesto de que todos cuantos se en-

    ESTUDIOS

    88 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    cuentran encarcelados son delincuentes.

    También está claro, para quien conozca siquiera

    levemente el funcionamiento real del

    sistema judicial y penal, que no todos los que

    cometen delitos van a la cárcel. Tal y como

    dice D. Torrente (2001:74 y 75), «la delincuencia

    como fenómeno y el delito como manifestación,

    son el resultado de una construcción

    social» en la que intervienen múltiples

    actores. De manera que un suceso llega a

    percibirse o no como desviado (o como delito),

    en función «de variables tan dispares como el

    contexto de la situación, la clase social del

    desviado, su relación con la víctima (si la

    hay), los valores de la persona que juzga, la

    biografía del sujeto», etc.

    Si repasamos brevemente las estadísticas

    sobre delitos cometidos en nuestro país,

    conviene recordar, que cuando se manejan

    datos oficiales hay que tener en cuenta

    que «las estadísticas son informaciones oficiales

    elaboradas a través de canales burocráticos

    y orientadas por objetivos políticos.

    » ... «responden a las necesidades y

    estructura de la institución y no necesariamente

    a criterios de investigación científica

    »... y únicamente...«reflejan el comportamiento

    desviado reconocido oficialmente por

    las agencias de control social» (Torrente,

    2001:171). A pesar de todo, y con todas estas

    reservas, resulta ilustrativo echar un vistazo

    a la clasificación de los delitos que llegan a

    ser conocidos por los cuerpos de seguridad

    del Estado.

    Las estadísticas de la policía y la guardia

    civil (ver gráfico sig.), nos muestran que durante

    1999 (último año para el que se dispone

    de datos) de un total de 918.053 delitos, el

    85% fueron delitos contra el patrimonio

    (779.740), mientras que los delitos contra las

    personas (18.200) representaron el 1,98%, y

    los delitos contra la libertad sexual (7.198)

    supusieron únicamente el 0,8% del total. Es

    decir, que, como no deja de ser lógico en una

    sociedad marcada por la desigualdad económica,

    los delitos contra el patrimonio constituyen

    la inmensa mayoría de los delitos que

    se cometen, o al menos de los que llegan a conocimiento

    de la policía. Esto no es obstáculo

    para que, entretanto, las páginas de los diarios

    y las imágenes de la televisión provean

    de abundante información relativa a asesinatos

    y violaciones, con la que se alimenta

    un sentimiento de inseguridad entre los ciudadanos

    que posteriormente podrá canalizarse

    hacia una demanda de mayores medidas

    de control y rigor por parte de jueces y

    policías.

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    89 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    CLASIFICACIÓN DE LOS DELITOS

    (C.N. Policía y Guardia Civil. Año 1999)

    Fuente: Ministerio del Interior.

    Patrimonio

    Seguridad colectiva

    Libertad

    Personas

    Orden público

    Falsedades

    Relaciones familiares

    Libertad sexual

    Administración jurídica

    Resto

    Pero es más, si analizamos los delitos contra

    el patrimonio (ver gráfico sig.), podremos

    comprobar lo que supone el complejo proceso

    de invisibilización de los llamados delitos de

    guante blanco. Así, nos encontramos con que

    se tuvo noticia de 405.772 robos con fuerza

    en las cosas, 129.317 sustracciones de vehículos,

    98.689 robos con violencia o intimidación,

    y 86.124 hurtos. En total 719.902 delitos

    entre estas cuatro categorías, que por lo

    general engloban la totalidad de la actividad

    de los pequeños delincuentes. Frente a estas

    cifras abultadas, la policía nacional y la

    guardia civil dan cuenta únicamente de 73

    delitos de blanqueo de capitales, 61 delitos

    societarios, y 50 insolvencias punibles durante

    el mismo período de tiempo.

    Es evidente por tanto que, para empezar,

    no todos los delitos llegan a conocerse, (especialmente

    los delitos cometidos por los miembros

    de las capas más altas de la sociedad), y

    que muchos actos delictivos permanecen

    ocultos incluso para las propias víctimas. Es

    el caso de los llamados delitos sin víctima, en

    los que se ponen claramente de relieve las conexiones

    entre la ley y la moral, la realidad

    penal y la política. Pensemos por ejemplo en

    los delitos contra la salud pública por manipulación

    fraudulenta de alimentos, que son

    consumidos por todas las víctimas sin conciencia

    alguna de que se trata de alimentos

    adulterados; en los juegos de apuestas no legalizados,

    en ciertos comportamientos sexuales,

    o en las infracciones de tráfico.

    Otros delitos, a pesar de ser conocidos, no

    llegan a denunciarse, ni se comunican a la policía.

    Con frecuencia, es el caso de la violencia

    doméstica, o de muchos delitos económicos,

    cuya simple denuncia podría acarrear quebrantos

    aún mayores a las propias víctimas.

    En el caso de ser denunciados ante la policía,

    ésta no siempre se moviliza con la misma

    celeridad y diligencia, sino que, con mucha

    frecuencia, la actuación policial no pasa de

    ser una tramitación burocrática y rutinaria.

    ESTUDIOS

    90 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    DELITOS CONTRA EL PATRIMONIO (1999)

    Si la policía llega a actuar e investiga, sólo

    una ínfima proporción de los delitos denunciados

    son finalmente esclarecidos. Y en

    una proporción aún menor es posible llegar a

    conocer la identidad del delincuente y se consigue

    detenerlo.

    A partir del momento en que el autor de

    un delito es puesto a disposición judicial, el

    ingreso en prisión con carácter preventivo no

    sólo depende de la naturaleza del delito, sino

    que la prisión preventiva se aplicará con mucha

    mayor frecuencia en los casos en los que

    no se disponga de un buen abogado defensor,

    y, además, en la decisión del juez de enviarle

    a prisión preventivamente, intervendrán variables

    como la categoría social del detenido,

    sus relaciones sociales y económicas, su condición

    o no de reincidente, etc.

    Finalmente, en el caso de llegar a ser juzgado,

    la probabilidad de recibir una condena

    será mucho más habitual en el caso de que el

    abogado sea de oficio, no haya llegado a estudiar

    detenidamente el sumario, o no conozca

    ni de lejos a su defendido como ocurre con

    muchos presos comunes. En este punto, el

    momento dramático del juicio juega un papel

    crucial, para Garfinkel los juicios son «ceremonias

    de degradación» merced a las cuales

    se transforma a una persona en un condenado.

    Esa persona suele ser alguien socialmente

    ya excluido.

    Por último, estas mismas variables intervendrán

    para marcar nuevas diferencias entre

    unas personas y otras, de manera que incluso

    en el supuesto de delitos idénticos, la

    pena de prisión será mayoritariamente utilizada

    con ciertas personas, mientras que

    otras obtendrán con más facilidad una condena

    no carcelaria, en forma de arrestos de

    fin de semana, multas, indemnizaciones, etc.

    Así pues, este complejo y laborioso proceso

    de criminalización se encuentra condicionado

    en cada una de sus etapas, por variables

    sociales, culturales y económicas, que serán

    las responsables del enorme sesgo final. Un

    largo proceso cuyo resultado último será que

    la inmensa mayoría de las personas que se

    encuentran actualmente en prisión se acaban

    reclutando entre unos cuantos miles de

    familias que arrastran una larga historia de

    pobreza y exclusión social.

    Esto no quiere decir que el delito sea una

    nota característica y exclusiva de las clases

    bajas. Es más, tal y como se ha demostrado a

    partir del desarrollo de las encuestas de victimización,

    lo que se puede concluir es que

    son precisamente las clases menos pudientes,

    pobres y desempleadas, las que sufren,

    como víctimas, la mayoría de los delitos que

    se cometen (A. Platt cit. por Torrente,

    2001:66). Por otro lado, los estudios en los

    que se indaga por la autoinculpación, muestran

    que son precisamente los más ricos

    quienes cometen sus delitos más impunemente.

    Es decir, aunque hay delitos característicos

    de las distintas clases sociales, el delito

    se encuentra presente y repartido entre

    todas ellas, siendo precisamente el sistema

    penal el que, tal y como ha explicado Jeffrey

    Reiman, se encarga de discriminar entre

    unos y otros impidiendo que los delitos de las

    diferentes clases se mezclen al interior del

    sistema penal, y en última instancia es el

    responsable último de que la mayoría de la

    gente comparta el prejuicio según el cual las

    personas que cometen delitos son negros (gitanos

    en nuestro país), jóvenes, varones y pobres.

    2.1.1. La cárcel como etapa final del

    proceso de construcción social del

    delito y del delincuente

    La cárcel es el dispositivo último en el que

    fragua definitivamente el proceso de construcción

    social de la identidad delincuente.

    Pasar por la cárcel significa ser, para siempre

    y de forma definitiva, un «delincuente».

    Una sociedad que encarcela a muchos de sus

    miembros será también, por tanto, una sociedad

    capaz de estigmatizar y apartar de la re-

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    91 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    lación social «normal» a un gran número de

    personas, encerrándolas en el estrecho e incómodo

    calificativo de ex presidiario. Por lo

    general, esta masa sobrante e incómoda estará

    masivamente integrada por los miembros

    más empobrecidos de la sociedad.

  6. El auge de la cárcel en

    Norteamérica

    El proceso de criminalización de la miseria

    y la pobreza que según Wacquant está expandiéndose

    internacionalmente desde sus

    orígenes en EE.UU acaba por deglutir el trabajo

    asalariado precario al interior de un archipiélago

    penitenciario en continuo crecimiento

    desde mediados de los años setenta.

    En este gran proyecto de carácter conservador

    confluyen a un tiempo tres propuestas:

    difuminación del Estado económico, debilitamiento

    del Estado social, fortalecimiento y

    glorificación del Estado penal

    (2000:12), de

    manera que son los mismos representantes

    del pensamiento ultraliberal que claman

    contra el exceso de intervención estatal en el

    terreno del welfare y la política social, los

    que paradójicamente demandan un crecimiento

    cada vez mayor de las instituciones

    de control social y penitenciarias.

    De acuerdo con esta visión penalizadora,

    la actuación de la policía pasa a ser guiada

    por la que se ha dado en llamar «política de

    tolerancia cero» frente a los pequeños delitos

    e infracciones, política que se traduce en una

    multiplicación de los arrestos y detenciones

    de pequeños traficantes, prostitutas y delincuentes

    menores, es decir, aquella parte de

    la delincuencia que se muestra más visiblemente,

    en plena calle, y resulta por lo tanto

    especialmente incómoda a los ojos de la clase

    media. En EE. UU. el resultado ha sido un

    incremento constante de la población pobre

    encarcelada, que, a la vez que ha visto cómo

    se recortaban las ayudas sociales, ha pasado

    a verse entre rejas en una altísima proporción.

    La población norteamericana encarcelada

    se redujo al mínimo en 1975, cuando

    triunfaban las ideas sobre las alternativas a

    la prisión, las penas sustitutorias, etc, hasta

    el punto de que incluso se llegó a hablar de

    alcanzar el objetivo de una «nación sin prisiones

    », ya que por aquella época los detenidos

    eran «sólo» 380.000. Diez años más tarde,

    en cambio, eran ya 740.000; superaron el

    millón y medio en 1995, y llegaron a rozar los

    dos millones en 1998. El caso de California

    es especialmente significativo de esta moderna

    tendencia a encarcelar en Norteamérica.

    En las prisiones estatales californianas, la

    evolución fue la siguiente: 1975: 17.300 detenidos;

    1985: 48.300; 1998: más de 160.000; si

    se le suman los internos en centros de detención

    de las ciudades y condados californianos,

    se alcanzan las 200.000 personas detenidas

    sobre una población total de 33

    millones de habitantes. Cuatro veces más

    presos que en España, para una población

    con siete millones de habitantes menos. Esto

    se explica únicamente por el encierro de los

    pequeños delincuentes, y muy particularmente

    de los toxicómanos.

    Según esta perspectiva conservadora que

    alienta la penalización de la miseria, el crimen

    y la pobreza no son fruto de las condiciones

    sociales y económicas, sino del comportamiento

    irresponsable, poco inteligente,

    inmoral o vicioso de los propios pobres. Por

    eso mismo, el trabajo social, lejos de perseguir

    reformas estructurales que están fuera

    de su alcance y que probablemente sean irrelevantes

    como estrategia para reducir el crimen,

    debe empeñarse en corregir las conductas

    mal adaptadas. En lógica consecuencia,

    las explicaciones estructurales de la pobreza

    pierden credibilidad, y se las tacha de mero

    sociologismo

    . Si la pobreza está generada

    por el comportamiento poco eficiente de los

    propios pobres, claro está, que es ése comportamiento

    lo que hay que cambiar, y no la sociedad.

    Para los conservadores norteamericanos,

    igual que para sus epígonos europeos,

    los empeños en explorar las raíces sociales

    del delito, no son otra cosa que «excusas so-

    ESTUDIOS

    92 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    ciológicas» que se esgrimen para debilitar la

    llamada a la responsabilidad individual del

    delincuente. Así lo formulaba el presidente

    Bush (padre) cuando en una alocución a estudiantes

    argumentaba diciendo: «tenemos

    que alzar la voz y corregir una tendencia insidiosa,

    consistente en atribuir el delito a la

    sociedad más que al individuo [...] En lo que

    me toca, creo, como la mayoría de los norteamericanos,

    que podremos empezar a construir

    una sociedad más segura si nos ponemos

    ante todo de acuerdo en cuanto a que la

    sociedad en sí misma no es responsable del

    crimen: los criminales son responsables del

    crimen» (cit por Wacquant, 2000:61). Por lo

    tanto, lo que corresponde es encerrar y encarcelar

    a cuantos más «delincuentes» mejor.

    Los argumentos sociales y económicos los

    intentan rebatir los conservadores, arguyendo

    que la comisión de un delito implica

    siempre una decisión individual que es la

    que permite atribuir la responsabilidad moral

    y penal a los individuos, mientras que,

    por el contrario, los contextos, las estructuras,

    no son susceptibles de ser inculpadas,

    ni, por supuesto, castigadas. Las asociaciones

    evidentes entre pobreza, aparición de

    conflictos familiares serios, penetración del

    consumo de drogas ilegales, residencia en

    espacios segregados, importancia de los encuentros

    con la policía y los agentes de control

    social, etc, no parecen hacer mella entre

    los partidarios de la responsabilidad individual

    del delito.

    Entre otras ventajas adicionales de esta

    política de tolerancia cero, que multiplica las

    detenciones e ingresos en prisión, nos encontramos

    con que, de paso, esta inflexión represiva

    ha permitido hacer crecer la industria

    penitenciaria hasta convertirla en uno de los

    negocios más florecientes en estos momentos

    en Norteamérica. Tras el nacimiento de las

    cárceles privadas en 1983, la industria penitenciaria

    se había hecho en 1997 con el 7%

    de toda la población encarcelada, disponiendo

    de 137.000 plazas repartidas en unos

    ciento cuarenta establecimientos que gestionaban

    o eran propiedad de 17 empresas privadas.

    En última instancia nos encontramos

    con que, tal y como afirma Wacquant, actualmente

    en Estados Unidos la desregulación

    económica camina a la par que la sobrerregulación

    penal, con lo cual, al mismo tiempo

    que se deja de invertir en acción social, se

    han de multiplicar las inversiones en cárceles

    y centros de internamiento.

    En España, el proceso de privatización de

    la prisión está en sus comienzos, pero curiosamente

    las grandes empresas multinacionales

    de seguridad van haciendo su entrada

    en el sector siguiendo un camino bastante

    similar al recorrido en EE. UU, y posteriormente,

    en Inglaterra. Se comienza con la

    privatización de algunos servicios de mantenimiento

    (comedor, limpieza de oficinas, lavandería,

    talleres, etc), se continúa subcontratando

    la gestión de algunos centros de

    detención de menores con empresas privadas.

    Más recientemente se ha fallado el concurso

    3 que ha puesto en marcha el control

    remoto mediante pulseras telemáticas, para

    lo cual se pedía a la empresa que ganara el

    concurso que tuviera capacidad para implantarlo

    en 80 cárceles diferentes y que su

    sistema hubiera sido implantado con éxito

    en tres países, uno de los cuales debía ser

    de la Unión Europea. Finalmente, ya comienza

    a hablarse de entregar ciertos servicios

    de vigilancia en las cárceles a empresas

    privadas, sustituyendo a la guardia civil por

    los guardias de seguridad privados. El paso

    siguiente dentro de esta lógica será implan-

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    93 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    3 En el BOE de 4 de julio de 2001 se publicÛ la resoluciÛn

    de la DGIP por la que se anunciaba la apertura

    de un concurso p˙blico abierto para la adjudicaciÛn

    de un ´servicio de monitorizaciÛn (vigilancia remota) de

    internos ingresados en centros penitenciarios dependientes

    de la DirecciÛn General de Instituciones Penitenciarias

    ª. En el BOE de 11 de julio de 2001 se abre el

    concurso para adjudicar el ´servicio de alimentaciÛn de

    los internos del centro penitenciario de Valencia cumplimiento

    ª sobre un presupuesto base de licitaciÛn de

    700 pts por interno/dÌa, etc.

    tar en nuestro país la cárcel totalmente privada

    4.

    Según Wacquant (2000:96 y ss.), la lógica

    profunda que subyace en este vuelco que va

    de lo social a lo penal, se puede resumir en

    tres componentes principales:

    1. En primer lugar, el sistema penal colabora

    de manera directa en la regulación

    de los segmentos inferiores del

    mercado de trabajo: hace bajar la tasa

    de paro y además genera empleo en el

    subsector de bienes y servicios carcelarios.

    Además, contribuye al crecimiento

    de los empleos más precarios y desprotegidos,

    al hacer crecer la mano de

    obra integrada por ex detenidos que no

    pueden sino aspirar a trabajos degradados

    y mal pagados.

    2. Contribuye al mantenimiento del orden

    racial, sustituyendo al gueto como

    instrumento de encierro y exclusión de

    una población considerada peligrosa y

    supérflua tanto en términos económicos

    como políticos, puesto que apenas

    votan.

    3. Por último, hay una íntima relación

    entre prisión y asistencia social. Por un

    lado, la visión panóptica y punitiva que

    caracteriza a la cárcel tiende a impregnar

    los objetivos e instituciones encargadas

    de la asistencia social. Por otro

    lado, «las cárceles, quiéranlo o no, deben

    hacer frente, urgentemente y con

    los medios disponibles, a las dificultades

    sociales y médicas que su `clientela¿

    no pudo resolver en otra parte: actualmente,

    en las metrópolis norteamericanas,

    la principal vivienda social y la

    institución en que se brindan cuidados

    y atención sanitaria accesibles a los

    más indigentes es la prisión del condado

    ». Considerándolo desde un punto de

    vista cínico, todas estas circunstancias

    vuelven «rentables» a los presos, tanto

    en términos económicos como ideológicos,

    lo que lleva a Wacquant a hablar

    de un «complejo comercial carcelarioasistencial

    », cuya «misión consiste en

    vigilar y sojuzgar, y en caso de necesidad

    castigar y neutralizar, a las poblaciones

    insumisas al nuevo orden económico

    según una división sexuada del

    trabajo, en que su componente carcelaria

    se ocupa principalmente de los

    hombres, en tanto que la componente

    asistencial ejerce su tutela sobre (sus)

    mujeres e hijos»

  7. Las cárceles europeas y

    españolas

    El caso de España presenta bastantes paralelismos,

    aunque desde luego cuenta con

    elementos específicos que convierten en peculiar

    la evolución seguida por nuestro «archipiélago

    carcelario» en los últimos 25 años.

    De entrada, conviene tener presente que en

    este momento, somos el tercer país de la

    Unión Europea con más personas encarceladas

    por habitante, siendo superados tan sólo

    por Portugal e Inglaterra, país que se ha convertido

    en el impulsor europeo de las corrientes

    norteamericanas que abogan por el abandono

    del Estado providencia en aras del

    Estado penitencia 5.

    ESTUDIOS

    94 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    4 Resulta muy ilustrativa la visita a la p·gina web de

    Corrections Corporation of America, una de las grandes

    empresas privadas del sector en NorteamÈrica

    (http://www.correctionscorp.com/), por la calidad de la

    misma y por los contenidos que se presentan en ella,

    destinados a un p˙blico heterogÈneo para el que se han

    dispuesto hasta cinco secciones: visitantes, profesionales

    del sector, medios de comunicaciÛn, solicitantes de

    empleo (a comienzos de septiembre se anunciaban 470

    ofertas de trabajo) y posibles inversores. Para estos ˙ltimos,

    se ofrecen las memorias y la evoluciÛn burs·til de

    la compaÒÌa, con resultados francamente espectaculares.

    5 Esta es la fÛrmula con la que se refiere Wacquant

    al reemplazo del Estado social y benefactor por un Estado

    punitivo y encarcelador.

    En todo caso, aunque estamos a bastante

    distancia de los 648 presos por cada 100.000

    habitantes que existen en EE.UU., también

    entre nosotros se está produciendo desde hace

    años una expansión de la cárcel. Este incremento

    de la población encarcelada, se alimenta

    cada vez en mayor medida con

    trabajadores precarios y desempleados, extranjeros

    inmigrantes, y personas con adicción

    a drogas. Pensemos que a comienzos de

    los años ochenta no llegaban a diecinueve

    mil las personas presas en España (ver gráf.

    sig.), y que una vez salvado el descenso provocado

    en 1983 con ocasión de la reforma de

    la Ley de Enjuiciamiento Criminal (siendo

    ministro Ledesma) 6, el número de presos no

    cesó de crecer hasta rozar los cincuenta mil

    en 1994, y en este momento, tras un leve descenso,

    fruto de las últimas reformas penales,

    volvemos a estar en torno a las cuarenta y

    ocho mil personas presas.

    También a nivel europeo, los trabajos de

    Pierre Tournier para el Consejo de Europa

    permiten hablar de una importante inflación

    y superpoblación carcelaria en la mayor parte

    de los países europeos, que en mayor o menor

    grado viven parecidas situaciones de hacinamiento

    en sus cárceles. El alargamiento

    de las penas y el crecimiento del número de

    inmigrantes que se encuentran en prisión,

    están en el origen de este crecimiento de la

    población reclusa, ante el cual sólo caben dos

    alternativas: aumentar el número de plazas

    en las cárceles, o bien desarrollar las alternativas

    a la prisión (Béthoux, 2000). De hecho,

    si consideramos la evolución seguida por

    los países de la Unión Europea durante los

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    95 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    6 Esta reforma consistÌa en limitar los perÌodos m·-

    ximos de estancia en prisiÛn preventiva, lo que se tradujo

    en un importante descenso del n˙mero de presos

    preventivos.

    EVOLUCIÓN MEDIA DE LA POBLACIÓN RECLUSA

    Fuente: DGIP. Datos a 31-8-2001

    años 90 (ver tabla sig.), es claro que salvo en

    tres países (Luxemburgo, Noruega y Suecia)

    en los que la tasa de encarcelamiento permanece

    estable, y otros tres en los que desciende

    ligeramente (Austria, Dinamarca y Francia,

    este último tan sólo desde los dos últimos

    años), en los nueve países restantes la tasa

    ha crecido entre 12 y 38 puntos desde 1992

    hasta ahora.

    Como ya hemos dicho, España es el tercer

    país de la UE que más gente tiene entre rejas,

    en proporción a su población, y uno de los

    cinco en los que la tendencia a encarcelar ha

    experimentado un mayor crecimiento durante

    los años noventa. Sin que hasta el momento

    la tendencia parezca haber tocado techo

    en nuestro país, como en cambio sí parece estar

    ocurriendo ya en Reino Unido y en Portugal.

    Este último país, a pesar de continuar

    ostentando el liderazgo en porcentaje de población

    encarcelada, ha visto reducir su tasa

    muy sensiblemente en los últimos tres años.

    ESTUDIOS

    96 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    Este crecimiento de la población encarcelada

    en Europa no se ha acompañado siempre

    de un incremento del número de plazas,

    lo que se acaba traduciendo en un importante

    grado de hacinamiento (ver Tabla sig.). Si

    nos atenemos exclusivamente a las cifras oficiales

    respecto del total de personas presas y

    del número de plazas oficiales con que cuenta

    el sistema penitenciario, España es el

    quinto país de la UE en cuanto al grado de

    hacinamiento oficialmente reconocido. Esto

    no quiere decir que el hacinamiento no sea

    mayor en la realidad, puesto que, como es sabido,

    al menos en nuestro país, el número de

    plazas oficiales aumenta de facto por el expeditivo

    método de incluir una nueva cama en

    una celda que ha sido construida para albergar

    a un solo individuo, lo que constituye un

    incumplimiento flagrante de lo establecido

    por la legislación penitenciaria, pero incluso

    así, estamos en los puestos de cabeza en lo

    que a hacinamiento se refiere. En este punto

    los países mediterráneos (Grecia, Italia, Portugal

    y España, junto con el caso excepcional

    de Bélgica) muestran una pauta claramente

    regresiva.

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    97 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    Por otro lado, en lo que respecta al número

    total de plazas que se necesitarían, esto

    es, considerando los datos anteriores en cifras

    absolutas, ocupamos la tercera posición,

    con un déficit oficialmente reconocido de

    ¿3.238 plazas, tras Italia (-10.863) y Alemania

    (-3.262). Y no sólo eso, sino que ocupamos

    el primer puesto en el ránking del tamaño

    medio de las cárceles, nuestras prisiones son

    las más grandes de Europa: mientras que la

    media de plazas por prisión en el conjunto de

    la Unión Europea es de 275, el promedio de

    presos por cárcel en España, alcanza la cifra

    de 537 (ver anexo).

    Llegados a este punto caben sólo dos posibilidades,

    o bien seguir construyendo macrocárceles

    en descampado y lejos de los núcleos

    de población, tal y como se ha venido

    haciendo desde la puesta en marcha del

    Plan de Amortización y Creación de Centros

    Penitenciarios, o por el contrario, utilizar

    menos la pena de prisión. Esto último puede

    lograrse con un mayor desarrollo de las penas

    alternativas, paro lo cual podría ser

    muy pedagógico, adoptar un numerus clausus

    que forzara a los jueces a ser más imaginativos

    a la hora de dictar sentencia. Esta

    propuesta, aunque pueda sonar algo descabellada,

    no lo es tanto si pensamos en las terribles

    consecuencias, tanto sociales como en

    términos de sufrimiento humano, que acarrea

    la actual superpoblación carcelaria. Por

    lo demás, tampoco es novedosa; esta política

    de intolerancia absoluta a la sobresaturación

    ya se practica en Holanda y Finlandia,

    y, entre otras ventajas, fuerza a una mayor

    colaboración entre los jueces y la administración

    penitenciaria (Observatoire Internationale

    des Prisons, 2000:13). En cuanto a

    las ventajas presupuestarias de tal política

    reduccionista son evidentes: encarcelar

    cuesta caro (según nuestras estimaciones,

    actualmente en España el coste por persona

    y año ronda los 3,2 millones de pesetas) y a

    la larga no es un buen negocio, salvo para

    las compañías constructoras que edifican las

    nuevas cárceles, pero que, en cualquier caso,

    podrían construir centros sociales, escuelas,

    hospitales...

    2.2. ¿Quiénes están presos?

    Es de sobra conocida la relación existente

    entre pobreza y delincuencia. Utilizando datos

    franceses de mediados de los años 90, podemos

    afirmar que la probabilidad de llegar

    a ser encarcelado en el país vecino es mucho

    mayor si se trata de un varón (90% de los

    presos), joven (80% menos de 40 años) y que

    apenas cuenta con un nivel estudios primarios

    (60%), todo lo cual, en la mayoría de los

    casos, significa estar desempleado, lo que les

    lleva a la comisión de pequeños delitos contra

    la propiedad, que en gran parte están

    vinculados al consumo de drogas ilegales.

    Hay que tener en cuenta que, en la práctica,

    la cárcel no tiene por función principal detener

    a los criminales, sino más bien gestionar

    los delincuentes: sanciona esencialmente

    las infracciones contra la propiedad (40%

    de los detenidos condenados), y las infracciones

    de la legislación sobre estupefacientes

    (20% de los penados), mientras que las ofensas

    a las personas (asesinatos, disparos o heridas

    voluntarias) no afectan sino al 15% de

    los condenados. Administra sobre todo penas

    cortas: el 40% de los condenados debe

    purgar una pena inferior a un año

    (Rostaing,

    1996:355). En general, se puede constatar

    en todos los países occidentales la relación

    existente entre desempleo y delito. Pero

    además, resulta que, a igualdad de comportamiento

    delictivo, el peculiar funcionamiento

    del sistema (policía, jueces, funcionarios

    de prisiones) hace que una misma

    conducta se traduzca en la práctica en una

    sobrecondena mayor para aquellos individuos

    que se encuentran marginados del

    mercado laboral convencional. Esto afecta

    particularmente a ciertas categorías de población

    como por ejemplo: la población joven

    sin oficio ni beneficio, los inmigrantes pobres,

    y ciertas minorías étnicas.

    ESTUDIOS

    98 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    Si nos atenemos a los datos que se presentan

    en el gráfico anterior, hemos de reconocer

    que en una abrumadora proporción, el

    sistema penal encarcela a los jóvenes: casi

    la mitad de las personas que se encuentran

    encarceladas en España (el 47%) tienen

    treinta años o menos. Sin embargo, tal y como

    sabemos a través de los resultados que

    arrojan las encuestas de autoinculpación y

    victimización, es sabido que, en comparación

    con los adultos, los jóvenes: a) cometen delitos

    menos serios; b) hieren menos gravemente;

    c) actúan más en grupo; d) sus delitos están

    menos planeados; e) conjugan más la

    emoción; f) dejan menos beneficio económico,

    y g) eligen sobre todo víctimas de su edad

    (Torrente, 2001:121).

    No obstante, tal y como vemos por los

    datos anteriores, el sistema acaba castigando

    con la cárcel, fundamentalmente a

    los más jóvenes. Entre otras cosas, esto está

    originado por la estrecha correlación

    existente entre cárcel y drogadicción, que

    se muestra especialmente importante en el

    caso de los más jóvenes. Baste con el dato

    ofrecido por Instituciones Penitenciarias

    en informes recientes según el cual, algo

    más del 50% de las personas que ingresan

    en prisión admite ser drogodependiente: el

    60% a la heroína y la cocaína, un 25% sólo

    a la heroína y un 6% únicamente a la coca

    (La Verdad, 15-05-2000). En nuestro estudio

    (Ríos y Cabrera, 1998: 85 y ss.) encontramos

    que el 56% de los presos encuestados

    eran drogodependientes, existiendo

    además una relación estrechísima entre

    droga y reincidencia.

    En segundo lugar, cada vez se encarcela

    más a los extranjeros e inmigrantes pobres.

    En toda Europa, los extranjeros y las

    personas de color se encuentran sobrerrepresentadas

    entre la población encarcelada. En

    el conjunto de la Unión Europea, los extranjeros

    suponen el 22,45% de toda la población

    encarcelada. En Inglaterra, los negros procedentes

    de las colonias caribeñas van siete veces

    más a prisión que los blancos. En Alemania

    ocurre algo parecido con los gitanos

    rumanos (20 veces más), los marroquíes (8

    veces) y los turcos (3-4 veces). Ante una misma

    infracción, se recurre más a la condena

    de cárcel cuando se trata de extranjeros, y

    además el ingreso en prisión se hace efectivo

    en mayor medida.

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    99 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    POBLACIÓN RECLUSA EN LAS CÁRCELES ESPAÑOLAS

    POR GRUPOS DE EDAD Y SEXO

    Fuente: DGIP. Datos actualizados a 30-06-2001

    Dejando a un lado el caso atípico de Luxemburgo

    por la peculiar configuración demográfica

    y espacial de este pequeñísimo

    país, es evidente el importante peso que representan

    los extranjeros dentro de los países

    de la UE, donde en promedio, vienen a

    representar un 22% de la población encarcelada,

    siendo así que su peso entre la población

    se puede estimar en torno a un 2,6%

    (ver Lora-Tamayo, 2001) . España, ocupa de

    momento una posición intermedia, aunque

    la tendencia al alza está creciendo muy rápidamente.

    Muchos ingresan en prisión simplemente

    por infringir las leyes de permanencia en el

    país. Hay una especie de decisión deliberada

    que busca reprimir la inmigración ilegal

    mediante la cárcel, o en todo caso, mediante

    la reclusión forzada. En todos los países de

    ESTUDIOS

    100 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    la Unión Europea se multiplican, las «zonas

    de espera

    , los lugares de internamiento y

    de retención, que tal y como se recoge en los

    informes de Amnistía Internacional, al no

    ser cárceles, no cuentan ni siquiera con el

    marco jurídico regulador que proporciona la

    Ley Orgánica General Penitenciaria. Los informes

    de Amnistía Internacional han denunciado

    los «frecuentes informes de brutalidad

    policial y el aumento de denuncias de

    malos tratos a inmigrantes

    en nuestro país.

    En Francia funcionan alrededor de treinta

    centros, que «son otras tantas prisiones que

    no se atreven a pronunciar su nombre

    (Wacquant, 2000:112), en España, los letrados

    Ignacio Alarcón Mohedano y Luis Vidal

    de Martín Sanz realizaron un trabajo que

    fue premiado por el Colegio de Abogados de

    Madrid y publicado como separata de la revista

    Otrosí en febrero de 1999, en el que se

    ponían de relieve los fallos y excesos que se

    producían en los Centros de Internamiento

    de Extranjeros (CIE), de manera que el nivel

    de garantía de derechos en que se encontraban

    los allí internados era incluso

    inferior al establecido por el régimen penitenciario

    en cuanto a «instalaciones, servicio

    médico y de asistencia social, visitas y

    comunicaciones, asistencia letrada, régimen

    disciplinario y derecho de alegaciones,

    discrecionalidad, y ausencia de control jurisdiccional

    » (pág 38) Todo ello permite hablar

    de una verdadera «criminalización de

    los inmigrantes» mediante la cual, el extranjero

    se convierte en el enemigo incómodo,

    que resume, simboliza y se convierte en

    blanco de todos los miedos y ansiedades de

    la sociedad.

    En el caso español, estas nuevas poblaciones

    que contribuyen a «colorear» la población

    carcelaria vienen a añadirse a la que tradicionalmente

    ha sido nuestra minoría étnica

    marginada por excelencia: el pueblo gitano.

    Aunque no existen cifras que permitan dar

    porcentajes sobre su presencia dentro de las

    cárceles, por tratarse de datos inexistentes

    desde el punto de vista oficial, es ampliamente

    conocido por todos cuantos frecuentan

    el universo penitenciario su presencia masiva

    en las cárceles españolas. Lo que confirma

    la tendencia general que habla de un proceso

    de selección penal que tiende a castigar con

    la cárcel de forma desproporcionada a los

    miembros de ciertos grupos étnicos minoritarios.

    A pesar de que en los datos oficiales no se

    recoge el grupo étnico de pertenencia de las

    personas presas en España, algunos estudios

    nos permiten ofrecer algunos datos empíricos.

    Así por ejemplo, en el informe Barañí

    sobre «criminalización y reclusión de

    mujeres gitanas», se estima que «la representación

    de este colectivo tras los muros de

    la cárcel llega a ser 20 veces mayor a su representación

    entre la población general», de

    manera que aproximadamente la cuarta

    parte de las reclusas en España son gitanas.

    En general, la pauta de conducta que subyace

    a su ingreso en prisión habla de una fuerte

    marginalidad social que se expresa en

    una importante interrelación entre la drogadicción

    (la mitad de las mujeres gitanas entrevistadas

    son o han sido consumidoras de

    drogas y el 60% están presas por delitos contra

    la salud pública), y los delitos contra la

    propiedad (hasta un 40% de la muestra), lo

    que se traduce en una importante reincidencia

    que hace de la estancia en prisión algo

    habitual en sus vidas: el 61% de las mujeres

    encuestadas en el proyecto Barañí eran

    reincidentes.

    En cuanto a los varones, un estudio realizado

    por el Secretariado General Gitano a

    mediados de los años 90, estimaba en un

    10% su presencia en las cárceles madrileñas,

    siendo así que «el numero de españoles y españolas

    gitanos/as puede estar entre 500.000

    y 650.000 personas, según datos recientes

    del Secretariado General Gitano, lo que representa

    el 1,4% del total de la población española

    » (cit. en Barañí), esto significa que se

    les encarcela en una proporción que es más

    de 7 veces la que les correspondería según su

    peso demográfico.

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    101 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    2.2.1. Origen social y familiar

    Pueden multiplicarse los datos procedentes

    de diferentes países que muestran cómo

    las personas que llegan a ser identificadas

    por las agencias de control como autores de

    algún delito, y acaban etiquetadas por tanto

    como «delincuentes», tienden a ser personas

    que previamente se encuentran ya viviendo

    en situación de exclusión, entendida ésta no

    sólo en términos económicos o de desempleo,

    sino también culturales, educativos y relacionales.

    Así por ejemplo, Smith y Stewart

    (1997) con datos del Reino Unido procedentes

    de quienes se encuentran en libertad vigilada

    (probation service), ponen de relieve

    que por lo común se trata de personas cuya

    fuente de ingresos es especialmente irregular

    y atípica (trabajos esporádicos, desempleo,

    garantías sociales, etc). Con lo cual, su

    nivel de ingresos es muy bajo, lo que permite

    hablar estrictamente de pobreza (económica)

    en una altísima proporción. Además el empobrecimiento

    ha ido en aumento desde los

    años 60 para acá, entre otras causas, como

    consecuencia del aumento de la tasa de desempleo

    (el 64% de los usuarios del probation

    service en 1993 estaban en paro). Lo mismo

    cabe decir de la desproporcionada presencia

    de fracaso escolar. El nivel de estudios alcanzado

    es muy bajo: el 80% dejaron el sistema

    educativo sin conseguir obtener ningún título,

    y el 16% dejó la escuela antes de la edad

    mínima legalmente establecida. En el caso

    de Francia, Anne-Marie Marchetti, profesora

    de sociología en la universidad de Amiens,

    autora entre otros libros de la obra titulada

    Pauvreté en prison, durante el transcurso de

    una encuesta realizada por el Senado afirmó

    con rotundidad que «la prisión es la pena del

    pobre. La mayor parte de la población encarcelada

    es de origen socialmente desfavorecido

    »... «En Francia, la prisión está prevista

    sobre todo para la delincuencia del pobre», y

    terminó su testimonio diciendo: «cada vez

    que realizo una encuesta en una prisión de

    Francia, personalmente, siento vergüenza de

    ser francesa».

    Con frecuencia son personas que han vivido

    situaciones familiares problemáticas: conflictos

    de pareja, malos tratos, abandonos; lo

    que en una buena parte de los casos ha supuesto

    haber tenido que pasar a depender de

    los servicios sociales: el 26% de los usuarios

    del servicio británico de probation han tenido

    la experiencia de vivir en algún momento

    de su infancia bajo la tutela de los servicios

    sociales (local authority care), frente a solamente

    un 2% entre la población general. A

    menudo, todo esto suele haber estado ligado

    a problemas de alojamiento y vivienda. Por

    último, también es desproporcionadamente

    alto entre ellos el porcentaje de discapacidades,

    enfermedades o adicciones, con todos los

    efectos exclusógenos que conllevan.

    En nuestro país, es difícil encontrar estudios

    que analicen el origen social de las personas

    presas y dispongan de datos empíricos

    fiables sobre el mismo. El estudio de C. Manzanos

    (1991), aunque es de hace unos años y

    se centra en las personas internas en cárceles

    del País Vasco y sus familias, tiene la

    ventaja de proporcionar una visión global e

    integrada de la sociodemografía carcelaria

    en conexión con una sociología de la marginación.

    Según los datos obtenidos en una encuesta

    que llevó a cabo entre 435 familias de

    personas que estaban o habían estado presas

    entre 1982 y 1989, el 46,7% de las personas

    presas referenciadas en la muestra no habían

    llegado a superar los estudios primarios,

    y sólo el 1.8% llegaron a la Universidad.

    El 61% carecía de experiencia laboral alguna.

    Y más de la mitad de los presos (51,2%)

    unía a esta falta de experiencia laboral, una

    desescolarización temprana que les impidió

    completar los estudios primarios. Es decir,

    las personas presas se reclutan masivamente

    entre la población joven desempleada y sin

    estudios.

    Otro dato adicional que da idea de las dificultades

    de integración social padecidas por

    las personas encarceladas es el que se refiere

    a la institucionalización infantil. Si bien únicamente

    el 0,4% de los menores de 14 años se

    ESTUDIOS

    102 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    encuentran en instituciones de acogida, en

    cambio, hasta un 25,4% de los presos de la

    muestra habían vivido durante su infancia la

    experiencia de haber sido institucionalizados.

    En cuanto a la condición socioeconómica

    de las familias afectadas por la cárcel en la

    Comunidad Autónoma Vasca, Manzanos encontró

    que:

    ¿ El 63% eran familias emigrantes -de

    fuera de la CAV-, cuando para el total

    de la población residente en el País

    Vasco, sólo el 15,6% es emigrante. Ello

    quiere decir que se encuentran sobrerrepresentados

    hasta cuatro veces su

    peso real.

    ¿ Se trataba de familias de gran tamaño:

    el 64% eran familias de seis miembros

    o más.

    ¿ Con muy bajo nivel educativo: el 60%

    de las personas principales de la familia

    carecían de estudios.

    Por lo que se refiere al nivel de ingresos

    del hogar, Manzanos encontró que un 49,5%

    vivían en situación de pobreza (el 29,5% de

    sus hogares contaban con unos ingresos

    mensuales comprendidos entre 40 y 79.000

    pts) o miseria (menos de 40.000 pts). Aunque

    cuando se utilizaban las líneas de pobreza

    que se habían empleado en los estudios generales

    sobre pobreza económica realizados en

    el País Vasco más o menos por aquellas fechas

    por el Dpto. de Trabajo del Gobierno

    Vasco, entonces la práctica totalidad de las

    familias afectadas por la pena de prisión (el

    98,6%) caían por debajo del umbral de pobreza,

    entendida ésta como «los ingresos mínimos

    necesarios para llegar a fin de mes». De

    ellas, el 64% estaban en situación de estricta

    miseria económica, cuando esta situación

    afectaba únicamente al 5% de los hogares de

    la CAV.

    Según estos datos (ver tabla ant.), los hogares

    de las familias de los presos representaban

    el 36,4% de todos los hogares del País

    Vasco en situación de miseria económica, y el

    3,5% de los hogares en situación de pobreza

    económica. Mientras que la proporción de

    hogares no pobres (es decir, los que se sitúan

    por encima del umbral o línea de pobreza)

    entre las familias de presos es prácticamente

    irrelevante, ya que suponen únicamente el

    0,06% del total de hogares no pobres del País

    Vasco. La cárcel se nutre esencialmente de

    los miembros de las familias más pobres. La

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    103 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    penalización de la miseria adquiere así todo

    su significado. Más aún si tenemos en cuenta

    que una de cada cuatro de estas familias de

    presos (25%) tenía más de un familiar preso

    o arrastrando problemas penales.

    Naturalmente esto no significa afirmar

    que la criminalidad sea un patrimonio de las

    clases desfavorecidas, sino reconocer el filtro

    que las instituciones de control, persecución

    y sanción carcelaria del delito ejercen. Hasta

    el punto de que, sencillamente, para la policía

    y los jueces, pasan desapercibidas (no se

    ven

    ), otras formas de delincuencia que son

    más frecuentes entre las clases sociales más

    altas (los llamados delitos de cuello blanco), o

    bien no las persiguen con el mismo ardor, o,

    finalmente, no las llegan a castigar con penas

    de prisión. El resultado de todo ello es

    que la cárcel acaba siendo un destino que

    abre sus puertas casi en exclusiva para atrapar

    a los miembros de los hogares pobres y

    excluidos.

  8. Laboral

    La condición de excluidos de gran parte de

    los presos se refleja fielmente en su posición

    subordinada dentro del mercado laboral. Los

    datos que arrojaba la encuesta Mil voces presas

    del 98, reflejaban que, al menos un 14%

    de los presos carecían por completo de cualquier

    experiencia laboral previa, circunstancia

    que afectaba al menos al 30% de los presos

    menores de treinta años. Por lo demás

    aquellos que sí habían desempeñado algún

    trabajo antes de entrar en prisión, lo habían

    hecho mayoritariamente en empleos manuales

    y poco cualificados (55%). Traducidos estos

    antecedentes laborales a una estratificación

    en clases ocupacionales, tenemos que

    las 4/5 partes de los presos proceden de la

    clase trabajadora manual con baja o nula

    cualificación. Esto significa, que si comparamos

    la estructura de clases de procedencia

    de las personas presas, con la estructura de

    clases española, se puede decir que en nuestro

    país la posibilidad de ir a la cárcel es 10

    veces mayor entre la clase trabajadora que

    entre la clase media 7.

    Abundando en la baja cualificación laboral

    de las personas presas, tenemos que entre

    las mujeres gitanas encuestadas dentro

    del proyecto Barañí, únicamente el 13% se

    podía considerar que tenían un oficio reglado

    dentro de los estándares generales de la

    sociedad actual, el resto se dedicaba a la venta

    ambulante (38%), o a tareas tradicionales

    de muy baja condición, como cestería, feriantes,

    etc. (10%), se declaraban amas de casa

    (21%) o bien dijeron no tener oficio alguno

    (14%).

    ESTUDIOS

    104 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    7 Ver el Cap 2.3 del V Informe Foessa pp. 231-271.

    No obstante, podría pensarse que, dada

    esta situación de partida, el tiempo que pasan

    en la cárcel podría estar siendo aprovechado

    para adquirir una experiencia laboral

    de la que muchos han carecido hasta ese instante.

    De hecho, el Gobierno aprobó el pasado

    6 de julio un Real Decreto que reconoce a

    los reclusos que trabajen, el derecho a la protección

    de la Seguridad Social, lo que les permitirá

    gozar de sus prestaciones en caso de

    maternidad, de accidentes de trabajo o de jubilación,

    así como acceder a los subsidios de

    paro a su salida de la cárcel. Hasta el momento

    esto no ha sido así y hay serias dudas

    de que pueda convertirse en algo general. En

    prisión, los salarios suelen ser muy bajos, entre

    26.000 y 50.000 ptas, en el caso de los talleres

    que gestiona la propia cárcel, y de

    unas 70.000 ptas cuando se trata de talleres

    que trabajan para empresas de fuera 8. Por

    todo ello, el trabajo remunerado dentro de la

    cárcel, dado el escaso número de plazas disponibles

    y la situación de indigencia que padecen

    muchos presos, puede ser utilizado como

    un medio para recompensar la docilidad

    frente a la dirección; y esto cuando no se usa

    como un puro elemento de chantaje, para

    conseguir la sumisión de los presos. Así quedaba

    reflejado de forma pavorosamente cándida

    en la información de prensa que publicó

    el diario Ideal (19-08-2001) el mismo día en

    que se hizo eco de la noticia anterior. Tras

    las declaraciones de la subdirectora de la prisión

    madrileña de Soto del Real, que explicaba

    que en su centro había colas para acceder

    a una plaza, por lo que se habían visto obligados

    a «motivar a los reclusos para que realicen

    actividades de carácter no laboral ante

    la imposibilidad de colocar a todos», se continuaba

    diciendo que: «para convertirse en uno

    de los afortunados asalariados, los internos

    deben primero promocionarse y demostrar

    su voluntad de colaborar con las labores del

    centro. Así, sólo quienes comienzan desde

    abajo, con tareas de limpieza en los módulos,

    sirviendo la comida a sus compañeros o en

    labores de mantenimiento, consiguen que la

    dirección de la cárcel se fije en su comportamiento

    y les asigne una plaza en talleres» 9.

    De hecho, con el Real Decreto de julio se

    incorporaron al régimen general de la Seguridad

    Social 8.200 presos, que sobre un total

    de 46.883 a finales de junio, representan escasamente

    un 17,5%. Esencialmente se trata

    de actividades de manipulado, muy básicas y

    elementales que no cualifican laboralmente.

    Es muy difícil, por no decir imposible acceder

    a las nuevas herramientas y tecnologías. Según

    los datos de nuestra encuesta (Ríos y Cabrera

    1998), el 81% de las personas presas

    dicen no tener posibilidad de realizar actividades.

    El tiempo de la cárcel es un tiempo

    clausurado e inútil presidido por el aburrimiento

    y la inactividad. Solamente una minoría

    puede acceder a actividades de formación

    profesional y laboral.

  9. Económico

    Claro que, aun siendo malas y faltas de

    transparencia las condiciones de trabajo en

    prisión, esto no quita para que sea peor aún

    la inactividad forzada a la que se ven condenados

    la mayor parte de los detenidos. En

    Francia, A.M. Marchetti habla de que un

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    105 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    9 Por el contrario, unos meses antes, el periÛdico

    electrÛnico La corriente alterna (29-01-2001) publicaba

    lo siguiente:ìLas irregularidades en el trabajo de los penados

    son ´el pan de cada dÌaª, asegura rotundamente

    Sor Carmen, coordinadora de la asociaciÛn de ayuda a

    los presos Marillac. SÛlo el 20 por ciento de las 44.000

    personas que componen la poblaciÛn reclusa realiza

    una actividad laboral, tanto remunerada como formativa.

    Y la falta de transparencia sobre la gestiÛn de los

    puestos de trabajo, salarios y compensaciones a las empresas

    privadas que colaboran con los centros penitenciarios

    es la normaî, y continuaba m·s adelante quej

    ·ndose de los bajos salarios, la imposibilidad de

    reclamar o denunciar abusos por parte del empleador,

    etc.

    8 En estos casos se trata de empresas que, adem·s

    de pagar sueldos por debajo del salario mÌnimo, se encuentran

    con las instalaciones y la electricidad gratis.

    60% de la población carcelaria está desocupada

    por completo, lo que teniendo en cuenta

    que no pueden acceder al RMI (Ingreso mínimo

    de inserción) hace que se multipliquen

    las situaciones de indigencia y pobreza extrema

    dentro de las cárceles, con la consiguiente

    secuela de violencia y delincuencia intracarcelaria

    que esto genera. Más aún, si

    tenemos en cuenta que el régimen arcaico y

    obsoleto del economato hace que todo pueda

    y deba ser comprado, desde productos alimenticios,

    hasta tabaco, y a unos precios que

    muchas veces están fijados de forma artificial,

    cuando no claramente abusiva. En la

    cárcel todo cuesta dinero, por ejemplo, en un

    informe elaborado por el Senado francés el

    pasado año con el expresivo título de «Prisons:

    une humiliation pour la République»,

    se denunciaba que el alquiler de una televisión

    en la cárcel de La Santé costaba 65 francos

    por semana, esto es, 270 francos al mes

    (más de cinco mil pesetas), siendo así que la

    empresa proveedora cobraba únicamente 70

    francos por mes. En nuestro país, la Audiencia

    Provincial de Madrid condenó en marzo

    del año 2000 al gerente, al tesorero y a un directivo

    de Trabajos Penitenciarios por urdir

    un plan para enriquecerse con las transacciones

    comerciales que efectuó este organismo

    en los primeros años de la década de los

    90

    (El País, 29-03-2000) mediante la constitución

    de empresas ficticias para canalizar

    las compras y las ventas que se realizaron

    durante aquellos años.

    La cárcel no sólo atrapa sobre todo a los

    más pobres, sino que además les supone un

    empobrecimiento económico adicional, al hacerles

    perder ingresos y obligarles a incurrir

    en gastos adicionales. En el estudio de Manzanos

    (1991), que ya hemos citado anteriormente,

    se analizaban los gastos que suponía

    para las familias tener a alguien en prisión.

    A comienzos de los años noventa, siendo los

    ingresos medios mensuales de las familias de

    los presos en la CAV, de unas 50-55.000 pts.,

    el gasto ordinario que les suponía por término

    medio tener que atender al familiar preso

    venía a ser de unas 12.000 pts mensuales. Es

    decir, que la rémora económica que implicaba

    tener un familiar en prisión se llevaba alrededor

    del 22% de los ingresos de estas familias,

    que siendo por lo general familias por

    debajo del umbral de pobreza, se veían así

    doblemente empobrecidas. A esto habría que

    añadir los gastos extraordinarios que representaban

    los viajes para realizar las visitas a

    presos en cárceles situadas fuera de la Comunidad

    Autónoma, circunstancia que venía

    a afectar a la tercera parte de las familias de

    presos durante un período de tiempo medio

    de unos nueve meses. Estos gastos extraordinarios

    para viajes y desplazamientos venían

    a ser de unas 28.000 pts al mes, lo que significaba

    una verdadera ruina para unas economías

    domésticas ya muy precarias. Y sólo

    hay que pensar que, de acuerdo con los datos

    obtenidos en la encuesta a presos que realizamos

    hace un par de años (Ríos y Cabrera,

    1998), alrededor del 50 % de las personas en

    prisión encuestadas declaraban estar en cárceles

    situadas en otra provincia diferente a

    la de su domicilio familiar.

  10. Educativo

    Desde el punto de vista educativo, la exclusión

    originaria se refleja en el bajísimo nivel

    de estudios completados por las personas

    presas. Según datos de Instituciones Penitenciarias,

    aproximadamente el 10% de las

    personas presas son analfabetos totales, y el

    19% analfabetos funcionales, siendo así que

    entre la población española con edades comprendidas

    entre 16 y 65 años el analfabetismo

    ha sido prácticamente erradicado. En el

    informe Mil voces presas (1998), incluso tratándose

    de una muestra sesgada al alza desde

    el punto de vista educativo, ya que había

    que cumplimentar un cuestionario por escrito

    - lo que dejaba fuera a quienes no supieran

    escribir salvo que algún compañero les ayudara

    a responder-, nos encontramos con que

    más de la mitad (51%) apenas si contaban

    con estudios primarios o de FP de primer

    ESTUDIOS

    106 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    grado (14%), y un 8% carecía por completo de

    estudios.

    Entre las mujeres gitanas de la encuesta

    Barañí, la situación es especialmente dramática:

    el 32% no sabían leer ni escribir, el

    28% sabían leer aunque no escribir, y el 25%

    tenían incompletos los estudios primarios; lo

    que hace un total de un 85% sin ningún certificado

    escolar mínimo.

    Sobre esta base de partida, el tiempo de

    estancia en la cárcel no supone ninguna mejora

    sustantiva. Bien es verdad que resulta

    difícil valorar lo que representa la oferta formativa

    disponible en las prisiones españolas

    como vía para elevar el déficit educativo del

    que parten las personas presas al ingresar,

    ya que no resulta fácil disponer de datos oficiales,

    puesto que los que se publican son

    muy escasos e incompletos. Sin embargo, todo

    sugiere un tremendo fracaso de los programas

    educativos que se imparten al interior

    de las cárceles. Por ejemplo, las cifras

    que proporciona la Dirección General de Instituciones

    Penitenciarias en su última memoria

    recogen la cifra del número total de

    alumnos que o bien asisten a clase o simplemente

    están matriculados, pero no se ofrece

    ninguna información sobre el porcentaje de

    ellos que logra terminar sus estudios. En todo

    caso, las cifras de matriculados tampoco

    representan gran cosa. En general, se trata

    de personas matriculadas en los niveles de

    enseñanza más básica: aproximadamente

    la mitad de todos los 14.324 presos «estudiantes

    » a lo largo del curso 98/99, cursaban

    estudios por debajo del nivel de certificado

    escolar (alfabetización, neolectores,

    etc); únicamente 526 presos cursaban el bachillerato

    o el COU; y en estudios universitarios

    se hallaban matriculadas 694 personas,

    de las cuales más de 300 estudiaban en la

    Universidad del País Vasco, correspondiendo

    por tanto casi en su totalidad a presos de

    ETA, que claramente disponen de un perfil

    muy diferente al del resto de los presos comunes.

    Por lo tanto, el preso estudiante, que

    aprovecha el tiempo en prisión para estudiar

    una carrera, es sencillamente un mito que

    apenas si recoge la situación de menos del

    1% de los presos españoles. En cuanto a los

    datos relativos a la Formación Profesional -

    que podría pensarse que se trata de un tipo

    de estudios más accesibles e interesantes de

    cara a la reinserción social, dado el penoso

    recorrido escolar seguido por las personas

    presas-, nos encontramos con una realidad

    aún más dramática: tan sólo 169 personas se

    encontraban matriculadas en algún módulo

    de Formación Profesional en las cárceles españoles,

    sobre un promedio anual de casi

    40.000 personas encarceladas 10.

  11. Salud

    Instituciones penitenciarias admite que

    un 19% de los presos son portadores del virus

    del sida. Porcentaje que probablemente es

    mayor, ya que un 10% del total de internos

    no se ha podido realizar las pruebas.

    En general, las condiciones higiénicas de

    las cárceles no siempre son las adecuadas.

    Además de las quejas contínuas de los propios

    presos, tenemos el testimonio de los propios

    funcionarios que, de tarde en tarde, para

    dar más fuerza a sus reclamaciones en los

    momentos de conflicto, acompañan sus quejas

    laborales con las denuncias sobre las deficientes

    condiciones sanitarias de las prisiones.

    Así por ejemplo, a finales de febrero de

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    107 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    10 La cifra total de personas que estuvieron ingresadas

    en alg˙n momento del aÒo no est· publicada, pero

    incluso asÌ, si referimos las cifras de matriculaciÛn al

    promedio anual, nos encontramos con que apenas un

    tercio se matriculÛ de alguna cosa. A pesar de todo, el

    dato m·s interesante serÌa el que nos indicara el fracaso

    escolar, es decir, el porcentaje de presos que no consiguen

    superar el curso, pero Èsta es una cifra que tampoco

    se hace p˙blica. Del mismo modo, en la memoria

    citada, se ofrece la cifra de alumnos que inician los cursos

    de preparaciÛn para la inserciÛn laboral en el aÒo

    1999 (en total, 12.502, repartidos en 724 cursos), pero

    no se ofrece el dato de cu·ntos de ellos consiguieron

    terminarlos.

    este mismo año, el personal de la cárcel de

    Villabona (El Comercio 27-2-2001), para forzar

    a una mesa de diálogo con la dirección

    del centro, denunciaba la existencia de una

    plaga de ratas y mosquitos que atribuían a la

    insalubridad de la cárcel, y se extendía en

    argumentos alarmistas acerca de los peligros

    que esto entrañaba al tratarse de un lugar

    en el que abundaban las enfermedades contagiosas

    como el sida o la tuberculosis

    .

    Por lo que se refiere a la salud mental, nos

    encontramos con que, por ejemplo, el Defensor

    del Pueblo Andaluz ha denunciado la

    existencia de unos 400 enfermos mentales en

    las cárceles andaluzas ¿lo que representa alrededor

    de un 4% del total de la población

    encarcelada¿, que prácticamente carecen de

    atención especializada: mientras en Jaén y

    Almería, 80 enfermos recibían la visita de un

    psiquiatra cada quince días, en Almería, 50

    enfermos recibían una visita al mes, y los

    otros 240 enfermos mentales, repartidos por

    las demás cárceles andaluzas, sencillamente

    no contaban con ningún psiquiatra.

    Particularmente doloroso es el caso de los

    disminuidos psíquicos, que en una gran mayoría

    ni siquiera han sido detectados como

    tales, debido a la situación de marginación y

    pobreza que normalmente acompaña sus vidas,

    lo que les ha impedido contar con una

    defensa legal apropiada que hubiera permitido

    su diagnóstico y una exploración reposada.

    De hecho, en el informe elaborado por el

    Defensor del Pueblo Andaluz (2000:65), de

    un total de 82 disminuidos psíquicos, sólo 17

    (el 21%) habían sido evaluados como tales.

    3. LA VIDA EN LA CÁRCEL Y SUS

    CONSECUENCIAS

    Vivir en prisión no implica únicamente la

    falta de libertad, también conlleva la pérdida

    de relaciones y contactos sociales, la abstinencia

    total, o casi, de relaciones heterosexuales,

    la falta de seguridad personal, la imposibilidad

    de acceder a muchos servicios y

    recursos de todo tipo (culturales, educativos,

    de ocio y tiempo libre), la exposición a riesgos

    importantes para la salud física y mental,

    etc. Ahora bien, «tal como señala la Constitución,

    al preso no se le debe privar de aquellos

    otros derechos que no vengan ya limitados

    en la propia condena, el sentido de la pena y

    la ley penitenciaria. Por tanto, el derecho a

    la vida, a la integridad física, y a la dignidad

    supone un derecho que en modo alguno debe

    ser mermado por su estancia en un establecimiento

    penitenciario» (Casas, 1991:258-259).

    Sin embargo, en la práctica, las personas

    presas han de cumplir su condena en tales

    condiciones, que el ejercicio efectivo de estos

    otros derechos se ve considerablemente mermado.

    Para empezar, la persona que ingresa en

    prisión es sometida a una serie de rituales de

    desposesión que tienden a poner de relieve la

    suspensión de su identidad por un tiempo indefinido.

    A este abandono de la identidad anterior

    colabora muy eficazmente la insegura

    perspectiva que se abre ante ella. Cuando se

    entra en la cárcel no puede saberse cuándo

    llegará el momento de salir de ella; en muchos

    casos aún se está pendiente de juicio -

    por ejemplo, en estos momentos, el 27% de

    las personas encarceladas en España, lo están

    como preventivos-, e incluso después de

    haber sido juzgado y condenado, la pena

    efectiva puede depender de imponderables

    que escapan por completo al preso; circunstancias

    como la eventualidad de una sanción,

    la refundición o no de penas, etc, pueden

    alargar hasta el infinito el período de encarcelamiento.

    En la práctica carcelaria real, el

    tratamiento disciplinario de las personas

    presas termina por «convertir una condena

    determinada, establecida por el poder judicial,

    en condena indeterminada» cuyo final

    previsible es imposible conocer de antemano

    de forma precisa (Manzanos, 1991:70).

    En prisión la exclusión y separación física

    continúa hasta traducirse en un verdadero

    despojo de sí mismo que se consuma día a

    día. El detenido no puede preservar su inti-

    ESTUDIOS

    108 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    midad, ya que continuamente es observado,

    mirado, vigilado (expuesto a una permanente

    contaminación física

    en expresión de

    Goffman), y obligado a compartir espacios

    con otros, en un régimen de promiscuidad

    permanente, en el trabajo, el patio, la celda

    («contaminación moral»), de manera que todo

    es conocido por todos. No hay un lugar al

    que poder retirarse solo para cambiar la

    máscara

    y gestionar la propia identidad.

    Las consecuencias terribles de la vida carcelaria

    han sido expuestas en muchas ocasiones

    (Valverde, 1993), fijémonos ahora brevemente

    en algunos aspectos que tienden a

    traducirse en un agravamiento de la exclusión

    inicial.

    3.1. Consecuencias para la salud

    Es conocida la alta incidencia de enfermedades

    contagiosas entre la población encarcelada

    (hepatitis, tuberculosis, VIH), y en

    nada puede beneficiar el hacinamiento, la

    masificación y las deficientes condiciones higiénicas,

    alimentarias y sanitarias de las

    cárceles para lograr contener su propagación.

    En la cárcel, hay muchos enfermos y

    existe una alta probabilidad de enfermar. En

    ese sentido conviene recordar que en nuestra

    sociedad «el sistema sanitario es el entramado

    institucional responsable de satisfacer las

    necesidades sociales básicas relacionadas

    con la salud en todos sus aspectos. Por ello,

    las personas enfermas física o psíquicamente

    a las que se les imputa la responsabilidad de

    haber cometido un hecho delictivo no son

    una excepción a la regla. Tienen un problema

    de salud y por tanto han de ser atendidas

    por las instituciones sanitarias correspondientes,

    ya que en el origen de su comportamiento

    existen problemas de enfermedad,

    problemas que motivan, en ocasiones, la propia

    comisión de delitos» (Casas, 1991: 267),

    como es el caso de muchas adicciones o de

    determinadas patologías mentales. Sin embargo,

    actualmente la atención sanitaria

    que se presta a los presos se encuentra segregada

    del régimen general y depende directamente

    del Ministerio de Interior. Por

    eso mismo se multiplican las demandas del

    personal sanitario, ¿375 médicos, 384 diplomados

    en enfermería y 331 auxiliares¿, que

    trabaja en las cárceles dependientes del Ministerio

    de Interior (todas salvo las catalanas)

    pidiendo ser incorporados al Sistema

    Nacional de Salud.

    La falta de medios e instalaciones de que

    dispone esta especie de sanidad paralela a la

    del resto de los ciudadanos se traduce en un

    empeoramiento de la atención sanitaria que

    reciben los reclusos. En un reciente informe

    de la Subdirección General de Sanidad Penitenciaria

    se admiten las deficiencias «de este

    servicio asistencial, tanto en eficiencia como

    en equidad» a pesar de los 13.000 millones de

    coste anual que le supone a Interior de los que

    prácticamente la mitad corresponden a gastos

    de personal (Diario médico, 29-6-2001 11).

    Claro que las demandas de los médicos de

    prisiones en las que se ponen de relieve las

    deficientes condiciones sanitarias de la población

    encarcelada no están motivadas sólo

    por la preocupación que les suscita la salud

    de los presos, sino que sus quejas también

    expresan su aislamiento respecto del resto

    de profesionales del Sistema Nacional de Salud,

    lo que crea dificultades de coordinación

    con otros servicios asistenciales, así como

    una limitación de la carrera profesional

    . En

    cierta forma, la cárcel no sólo excluye a los

    que apresa, sino también a quienes trabajan

    en ella.

    En definitiva, acogiendo a una población

    en gran medida enferma, las cárceles son a

    su vez «generadoras de enfermedades tanto

    físicas como psíquicas que no debieran recaer

    sobre una población ya castigada a la privación

    de libertad y doblemente castigada a soportar

    las condiciones en que se encuentran

    los centros penitenciarios» (Casas, 1991:269).

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    109 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    11 http://www.diariomedico.com/sanidad/informepenitenciaria290601.

    pdf.

    3.2. Consecuencias para la relación

    social

    Estar en prisión supone antes que nada

    estar excluido de la comunicación. Los intercambios

    con el exterior, con la familia, los

    amigos, la pareja, se vuelven difíciles y escasos,

    cuando no imposibles, debido a la distancia,

    al coste económico que acarrean, a la

    frustración que les acompaña, etc. La comunicación

    con el exterior, si bien se acepta en

    la legislación penitenciaria como algo necesario

    y conveniente de cara a la posterior

    vuelta a la sociedad, sin embargo, en la práctica,

    ha de realizarse en tales condiciones y

    envuelta en tal cúmulo de restricciones, que

    se pervierte hasta el extremo: horarios limitados,

    periodicidad escasísima, ruido ambiental

    que obliga a hablar a gritos, ambiente

    frío e inhóspito en el caso de las

    comunicaciones íntimas, urgencia y limitación

    de tiempo asignado... El pasado mes de

    julio, el Colegio de Abogados de Zaragoza denunciaba

    que en la ultramoderna macrocárcel

    recién inaugurada y destinada a albergar

    hasta unos 1.500 presos, únicamente disponían

    de tres locutorios para comunicar con

    sus clientes (El periódico, 03-07-2001).

    En la práctica cotidiana, las posibilidades

    de la administración penitenciaria para sancionar

    mediante una reducción o supresión

    temporal de las comunicaciones, someterlas

    a controles adicionales, o a censura, son tan

    amplias, que el derecho a comunicar se

    transforma en un privilegio graciable y sujeto

    a mil posibles arbitrariedades con el que

    juega la Administración para recompensar,

    castigar, regular, modular y, en definitiva,

    someter el comportamiento de las personas

    presas.

    Naturalmente, las consecuencias de estas

    posibilidades limitadas de contacto y comunicación

    las padece en primer lugar el preso,

    pero también su familia ya que, por ejemplo,

    tan insuficiente y escaso resulta para el preso

    como para su pareja tener que limitar el

    contacto sexual a una visita al mes, sometida

    a un tiempo tasado y desarrollada en un medio

    artificial, extraño y completamente despersonalizado.

    Aunque en el artículo 12.1 de la LOGP se

    señala que «se procurará» que «cada área

    territorial» cuente con el número suficiente

    de prisiones como para «satisfacer las necesidades

    penitenciarias y evitar el desarraigo

    social de los penados», lo cierto es que sólo

    una pequeña parte de las personas presas se

    encuentran cumpliendo condena cerca de su

    domicilio, con las negativas consecuencias

    que esto entraña, al debilitar el arraigo social,

    entorpecer la comunicación con el exterior

    y la vinculación familiar, y por tanto dificultar

    la reinserción posterior. Cumplir

    condena lejos del domicilio familiar supone

    gastos considerables para la familia (viaje,

    alojamiento, alimentación) que se añaden a

    la pérdida de ingresos que normalmente ha

    experimentado el grupo familiar con el ingreso

    en la cárcel de uno de sus miembros. Esto

    se traduce en una reducción del número de

    visitas y contactos.

    Igualmente, la labor de mediación y enlace

    con la red relacional que se debería hacer

    desde el servicio de trabajo social penitenciario

    se hace mucho más difícil por no decir

    imposible. Los permisos a los que se tiene

    derecho, muchas veces no pueden disfrutarse

    por no tener medios para desplazarse o

    lugar en donde alojarse. Lo mismo cabe decir

    de la posibilidad de conseguir un empleo

    cuando se está en tercer grado. Naturalmente,

    todos estos inconvenientes inciden particularmente

    entre aquellos reclusos que provienen

    de medios sociales con menos

    recursos. Con lo que se añade exclusión a los

    más excluidos.

    Así pues, la cárcel no sólo reduce el capital

    económico, la cualificación laboral y la salud

    física, sino que corta y debilita las relaciones

    sociales, de parentesco y amistad del preso.

    Con frecuencia este capital relacional constituye

    el recurso más importante, cuando no el

    único, de que dispone la persona encarcela-

    ESTUDIOS

    110 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    da, y su desaparición dificulta al máximo la

    integración social a la salida de la cárcel:

    La prisión constituye una vida artificial,

    una `vida fuera de la vida social¿. El hecho

    de someter a un individuo a una segregación

    prolongada tiene necesariamente sobre

    él un efecto despersonalizador y desocializante.

    No habría que olvidar que esta

    exclusión es temporal. Pero sea cual

    sea su duración, el encarcelamiento crea

    un agujero en la historia social. Es frecuente

    que las personas liberadas no reencuentren

    intactas sus familias, sus parejas,

    su medio ambiente, su trabajo. Los

    antecedentes penales representan siempre

    un obstáculo para encontrar un empleo

    o un alojamiento, incluso aunque la

    pena haya sido purgada. La prisión estigmatiza,

    tanto más cuanto que las poblaciones

    afectadas son excluidas socialmente

    o vivían ya en la marginalidad antes de

    su encarcelamiento

    (Rostaing, 1996:361)

    4. LA SALIDA DE LA CÁRCEL: LA

    EXCLUSIÓN INTENSIFICADA

    Según Manzanos, a la salida de la cárcel

    son tres las necesidades más básicas y urgentes

    a cubrir: a) tener alguien que te espere;

  12. disponer de una vivienda o lugar en el

    que residir, y c) contar con un trabajo que te

    permita ganarte la vida.

    Frente a estas tres demandas esenciales y

    según los datos que él maneja, el resultado

    obtenido al final del encarcelamiento es el siguiente:

    ¿ el 80% de los presos salen desempleados,

    es decir, no han podido obtener o

    conservar un trabajo durante su estancia

    en prisión;

    ¿ aunque la mayoría tiene a alguien que

    aguarda su salida, hay casi un 12%

    que no tiene a nadie esperándoles;

    ¿ finalmente, un 10% de las personas excarceladas

    se encontrará literalmente

    sin domicilio.

    El núcleo más abandonado y vulnerable lo

    constituirá el 3% de personas presas que se

    encuentran en estado de total abandono, ya

    que al salir de la cárcel no tienen ni trabajo, ni

    relaciones afectivas, ni domicilio al que dirigirse.

    Por lo demás, tampoco esto es original y

    privativo de nuestro país; en Francia, el 60%

    de las personas que salen de la cárcel carecen

    de empleo, el 12% no cuenta con una vivienda

    y a casi una tercera parte no los espera nadie

    (Wacquant, 2000:150). La cárcel, lejos de reducir

    la exclusión, normalmente la habrá intensificado;

    no sólo no se habrán cubierto los

    agujeros que había en sus vidas sino que, por

    lo general, se habrán profundizado.

    Por eso, no es raro que, cuando se les pregunta

    a los familiares de los presos, qué creen

    que necesitaría la persona en prisión para conseguir

    una reinserción social efectiva (ver tabla

    sig.), aparezca en primer lugar el empleo,

    seguido del apoyo de la familia, y del abandono

    de la droga. Igualmente, cambiar de amigos,

    y contar con ayuda profesional parecen

    importantes, a bastante distancia del hecho

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    111 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    simple de disponer de dinero. Evidentemente,

    en la óptica de quien vive el problema de cerca,

    la prevención del delito pasa por mejorar las

    condiciones sociales, económicas y laborales

    de las personas que delinquen y no tanto por

    aumentar las medidas de control policial.

    En el mismo sentido, los datos de la encuesta

    Barañí a mujeres gitanas muestran que el

    principal deseo que expresaban para cuando

    llegara el momento de salir de la cárcel era

    trabajar y volver con la familia

    (63%), y en

    cuanto a las demandas prioritarias, se concretaban

    en trabajo (32%), formación (14%) y vivienda

    (10%); tres aspectos que remiten al deseo

    de superar la situación de marginalidad y

    exclusión laboral, educativa y residencial.

    5. CONCLUSIÓN

    Desde nuestra perspectiva, la exclusión y

    la desigualdad están en el origen de la criminalidad,

    al ser la expresión más inequívoca

    de la quiebra de los vínculos de solidaridad,

    intercambio y reciprocidad. Los recortes en

    política social hacen aún más difíciles las

    condiciones de vida de los grupos más empobrecidos.

    Por ello, las clases populares acaban

    siendo las más afectadas por el delito (ya

    sea como víctimas o como autores detectados

    y penados) con lo que añaden una desventaja

    más a las que ya de por sí padecen.

    La cárcel, como destino de los miserables y

    fábrica de miseria ella misma, corre el riesgo

    de convertirse a comienzos del tercer milenio

    en una escoba destinada a barrer y hacer desaparecer

    ¿invisibilizándola¿, la precariedad

    y la pobreza de los más excluidos:

    la institución penitenciaria no se conforma

    con recoger y amontonar a los (sub)

    proletarios tenidos por inútiles, indeseables

    o peligrosos, y ocultar así la miseria y

    neutralizar sus efectos más desestabilizadores;

    con demasiada frecuencia se olvida

    que ella misma contribuye activamente a

    extender y perennizar la inseguridad y el

    desamparo sociales que la alimentan y le

    sirven de aval. Institución total concebida

    para los pobres, medio criminógeno y desculturante

    modelado por el imperativo (y

    el fantasma) de la seguridad, la cárcel no

    puede sino empobrecer a quienes le son

    confiados y a sus allegados al despojarlos

    un poco más de los magros recursos con

    que cuentan cuando ingresan en ella, suprimir

    bajo la etiqueta infamante de `preso¿

    todos los estatus susceptibles de otorgarles

    una identidad social reconocida

    (como hijos, maridos, padres, asalariados o

    desocupados, enfermos, marselleses o madrileños,

    etc.) y sumergirlos en la espiral

    irresistible de la pauperización penal, cara

    oculta de la `política social¿ del Estado hacia

    los más desfavorecidos, naturalizada a

    continuación por el discurso inagotable sobre

    la ¿reincidencia¿ y la necesidad de endurecer

    los regímenes de detención (con el

    tema obsesivo de las `cárceles de tres estrellas¿)

    hasta que por fin se demuestren

    disuasivos

    (Wacquant, 2000:148-149).

    Ante este panorama, se vuelve más urgente

    que nunca diseñar alternativas a la cárcel

    que sirvan para reducir el impacto de la tendencia

    creciente a custodiar, encerrar y aislar

    que implican las sentencias de cárcel, y

    abran el abanico de posibilidades sancionadoras

    más allá de las penas de prisión que

    actualmente tienden a monopolizar el castigo.

    Bien es verdad, que la implantación de

    estas alternativas no siempre se ha traducido

    en una verdadera alternativa, sino que

    por la carga de estigma y la limitación de derechos

    que encierran, en ocasiones han pasado

    a ser un mero complemento, cuando no

    una ampliación modificada del mismo archipiélago

    carcelario, al que se suponía que debían

    sustituir.

    En todo caso, aunque no sean la panacea,

    pueden reclamarse sobre todo aquellas alternativas

    a la prisión que favorezcan más la

    descarcelación y reduzcan el uso excesivo de

    la prisión preventiva, estén más lejos de los

    aspectos punitivos y más centradas en la re-

    ESTUDIOS

    112 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    solución de conflictos, como ocurre, por ejemplo,

    con la mediación. Esto significa abogar

    por una justicia más reparadora o restauradora,

    expresada en prácticas de mediación,

    trabajo comunitario, apoyo familiar, programas

    de trabajo social con jóvenes, de ayuda a

    las víctimas, desarrollo de actividades educativas

    encaminadas a aumentar la empleabilidad,

    y programas de salud comunitaria que

    reduzcan la marginación y mejoren la accesibilidad

    a los servicios, de toxicómanos enfermos

    y otros colectivos específicos. Todo esto

    además es lógico, si tenemos en cuenta que,

    como defiende Torrente (2001:185), «en realidad

    los tribunales están mal preparados para

    procesar disputas» y conflictos; más bien

    los tribunales (y en particular los penales)

    hay que entenderlos en términos de reafirmación

    del orden social y legal, como definidores

    de doctrina legal, y como administradores

    de los recursos punitivos

    de la sociedad.

    Entregar a los tribunales el monopolio de la

    gestión del conflicto social que se expresa en

    el delito y todo lo que éste entraña y desencadena

    es un error y una irresponsabilidad inaceptable

    a comienzos del siglo XXI.

    Igualmente es plausible pedir el establecimiento

    de un límite, de un número máximo

    de personas que nuestra sociedad está dispuesta

    a encarcelar, bien sea mediante el establecimiento

    de un numerus clausus, o a través

    de una moratoria en la construcción de

    cárceles (Larrauri, 1991:214). Sería deseable

    poder hacer la justicia más accesible a las

    propias víctimas, aumentando su participación

    en todo el proceso. Conseguir implicar a

    un número mayor de profesionales de diversas

    especialidades, educadores, monitores de

    tiempo libre, trabajadores sociales, que, actuando

    en red con el conjunto de los servicios

    sociales y no encapsulados al interior del sistema

    carcelario, puedan implicarse mucho

    más en los objetivos de la reinserción. Todo

    ello con vistas a lograr una mayor diversificación

    de la respuesta penal (Manzanos,

    1991: 242), un reducción de la capacidad de

    estigmatización del sistema penal (Torrente,

    2001:217), y una mayor implicación del resto

    de la sociedad en la resolución de los conflictos

    que subyacen al delito, evitando que crezcan

    el miedo y las reacciones defensivas y

    autoritarias entre la ciudadanía (Smith y

    Stewart, 1996).

    Con una política semejante quizás se consiguiera

    que, tal y como sugiere C. Manzanos,

    (1991: 242 y ss) más que hablar de la

    reinserción del preso, pudiéramos empezar a

    hablar de la necesidad de reinsertar en la sociedad

    a la misma estructura penitenciaria,

    que actualmente está toda ella encapsulada

    en sí misma y segregada del resto de la sociedad,

    para lo cual sería necesario alterar radicalmente

    su diseño y funcionamiento.

    El hecho es que, hoy por hoy, el discurso

    oficial en torno a la reinserción opera sobre

    la base de ensalzar las virtudes del tratamiento

    penitenciario (valoración criminológica

    a cargo de equipos multiprofesionales, clasificación,

    plan de actividades, progresión y/o

    regresión de grado), y busca, mediante técnicas

    más o menos sofisticadas de modificación

    de conducta, corregir o reorganizar aquellos

    aspectos de la personalidad del recluso que

    se supone están en la base de su comportamiento

    desviado o criminógeno. A pesar de

    todo, la causa que origina la mayor parte de

    los delitos que acaban purgándose en la cárcel

    no se encuentra en ninguna alteración de

    la personalidad que deba ser reformada, sino

    en la marginación social de origen que padecen

    los propios presos y sus familias, y más

    bien serían estas condiciones sociales de partida

    las que habría que modificar y transformar

    de raíz. Pero, claro está, en este nivel,

    nada puede pretender hacer la Administración

    penitenciaria actual. Esto explica que,

    en la práctica, el tratamiento penitenciario y

    la reinserción social, que deberían ser el objetivo

    principal a perseguir, se conviertan de

    hecho en simples medios, y terminen por ser

    usados como instrumentos al servicio del

    único objetivo al que se puede aspirar de forma

    realista

    : el mantenimiento del orden, la

    seguridad y la disciplina dentro de la cárcel.

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    113 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    Un dato que muestra el carácter secundario

    de los objetivos sociales frente a los de seguridad

    es el que se refiere a la evidente desproporción

    entre el personal con funciones de

    vigilancia y el que se ocupa de la resocialización.

    Para el País Vasco, las cifras que aporta

    César Manzanos (1991:425) son las siguientes:

    vigilancia (69,8%), asistencia

    (11,6%), administrativo (14,9%) y mantenimiento

    (3,6%). Si descontamos el personal

    sanitario que se incluye en ese 11,6% tenemos

    que únicamente un 7,9% del personal se

    dedica específicamente a tareas de tratamiento

    y resocialización. Y con datos globales,

    extraídos del Informe General 1998 elaborado

    por la DGIP y publicado el año

    pasado, nos encontramos con que el personal

    que se ocupa de labores de retención y custodia

    representa el 79%, mientras que los destinados

    a reeducación y reinserción apenas

    son el 9%. Con el agravante de que la situación

    de este personal es cada vez más precaria,

    encontrándose una buena parte de los

    educadores, trabajadores sociales y psicólogos,

    trabajando como contratados, mientras

    que la posición más estable de funcionario se

    reserva para las labores de vigilancia.

    Este énfasis en la seguridad convierte la

    reinserción en una pura cuestión de marketing,

    una especie de «ideal» que es sistemáticamente

    negado por la propia práctica de la

    institución penitenciaria: no se cuenta con

    medios, ni con personal, a los funcionarios

    casi no se les ofrece formación, y prácticamente

    no mantienen ninguna relación de intercambio

    con los que, viniendo «desde fuera

    », entran en las cárceles como miembros

    y/o profesionales pertenecientes a asociaciones

    y ONGs, para actuar en programas de

    reinserción social en favor de las personas

    presas. Desde tales planteamientos, la cárcel,

    mecanismo excluyente por excelencia, a

    la que afluyen los grupos más excluidos y

    marginales de nuestra sociedad, lejos de reducir

    la exclusión social, no hace sino colaborar

    activamente a consolidarla, intensificarla

    y reproducirla día tras día.

    ESTUDIOS

    114 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    DISTRIBUCIÓN DE LOS RECURSOS HUMANOS DE LAS

    CÁRCELES CLASIFICADOS POR OBJETIVOS

    ANEXO

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    115 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    POBLACIÓN RECLUSA TOTAL

    POR GRUPOS DE EDAD

    (Penados y preventivos)

    ESTUDIOS

    116 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

    PEDRO JOS¿ CABRERA CABRERA

    117 REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 35

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