El buen gobierno del territorio: una aproximación al delito de prevaricación urbanística

AutorAna M. Garrocho Salcedo
Páginas111-137

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I Introducción

Junto a la inoperatividad de los controles administrativos y la percepción social de impunidad, la corrupción urbanística existe fundamentalmente porque la gestión del suelo –dirigida y controlada por la Administración Pública, principalmente por la Administración Local– genera importantes plusvalías para el propietario del suelo, la Administración actuante, y los intermediarios que operan en el sector de la construcción1. Una decisión administrativa puede multiplicar el valor de un terreno por el mero hecho de recalificarlo, produciendo una revalorización del objeto de manera inmediata. Este posible negocio fácil y lucrativo, unido a una falta de ética ciudadana, explica que ciertos propietarios intenten sobornar a los gestores públicos del urbanismo, y que estos a su vez accedan a dichas prácticas corruptas, resultando el urbanismo y la ordenación territorial uno de los focos principales de corrupción pública de las últimas décadas en España2.

Conforme al art 47 de la CE, los poderes públicos regularán la utilización del suelo de acuerdo «con el interés general para impedir la especulación». Así, pues, por expreso mandato constitucional, la Administración debe evitar la especulación en la gestión territorial y urbanística. Conforme al DRAE, la especulación consiste en una «operación comercial que se practica con mercancías, valores o efectos públicos, con ánimo de obtener lucro». La especulación urbanística consiste, por tanto, en una práctica comercial en materia de urbanismo que obedece únicamente a la obtención del lucro por parte de los operadores en la materia, sin atender a la debida protección de otros valores conexos, como la protección del interés general, que, por expreso mandato constitucional, debe conformar la actuación de los poderes públicos.

En ese sentido, y como señala, entre nosotros, CAPDEFERRO VILLAGRASA, la especulación supone «la adquisición de bienes con la única finalidad de obtener un beneficio derivado de las l uctuaciones del precio, y no para hacer un uso propio del bien, lo que en el ámbito inmobiliario significa que los propietarios (especuladores) no obtienen el suelo para aprovechar los usos permitidos (…) y urbanizar o edificar (…), sino que los adquieren para venderlos al cabo de un

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tiempo, cuando su precio sea mayor»3. El Estado, sin embargo, está emplazado constitucionalmente a delimitar la propiedad privada para que esta sirva al interés general en el acceso a la vivienda y a la gestión del suelo público (arts. 33 y 47 CE) evitando que el lucro sea la única finalidad que oriente la gestión del suelo4.

Asimismo, el art 4.1 del Real Decreto Legislativo 7/2015, de 30 de octubre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Suelo y Rehabilitación Urbana (LSRU), establece que «la ordenación territorial y la urbanística son funciones públicas no susceptibles de transacción que organizan y definen el uso del territorio y del suelo de acuerdo con el interés general, determinando las facultades y deberes del derecho de propiedad del suelo conforme al destino de este. Del mismo modo –prosigue esta norma– «el ejercicio de la potestad de ordenación territorial y urbanística deberá ser motivado, con expresión de los intereses generales a que sirve».

A pesar de lo anterior, es bien conocida la alteración que de facto se ha producido en la salvaguarda del interés general en el urbanismo, en sustitución de la protección de los intereses del sector inmobiliario, que solo mediatamente y como generador de empleo, protege el interés ciudadano. Como ha destacado GAJA I DIAZ, el planeamiento urbanístico ha abandonado sus objetivos fundacionales, para mejorar las condiciones de vida de las personas, siendo sustituidos por los intereses del mercado inmobiliario, favoreciéndose la competitividad, la captación de inversiones y el marketing urbano5. Como consecuencia del negocio urbanístico, el país padece una urbanización masiva, con lamentables consecuencias medioambientales y paisajísticas6, y un precio de la vivienda en España absolutamente disparado7. A juzgar por la falta de inter-vención del Estado ante el boom inmobiliario en España, no parece que los poderes públicos hayan precavido el interés general como debían y podían haberlo hecho. Con todo, en un país donde el «sector de la construcción» sigue siendo un claro motor económico y de creación de puestos de trabajos, el análisis de los delitos de ordenación del territorio y el urbanismo resulta especial-mente pertinente, siendo necesario que los poderes públicos no descuiden, como ha sido habitual, la razonable gestión del suelo y del territorio.

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En este contexto, la intervención penal en materia de ordenación del territorio y del urbanismo está doblemente justificada8. Por un lado, en atención al valor que dichos bienes jurídicos ostentan, y, por otro lado, ante la manifiesta incapacidad con la que el Derecho administrativo ha operado para proteger dichos bienes. El carácter de ultima ratio del Derecho penal se ve perfectamente preservado y la tipificación penal se proyecta sobre dos infracciones concretas: el delito de edificación o construcción ilegal (319 CP) y la prevaricación urbanística (320 CP)9.

El presente trabajo tiene como objeto analizar la prevaricación urbanística10, dejando al margen del objeto de este estudio el delito urbanístico de construcción ilegal (art 319 CP) o los delitos de cohecho (arts. 419 y ss.), con los que habitualmente irá acompañado11. En las líneas sucesivas se tratará de someter a una prueba de verificación este delito, para valorar si su incriminación ofrece una respuesta satisfactoria al complejo fenómeno de la corrupción urbanística, o de si, por el contrario, se trata de una legislación simbólica, vacía de contenido, e inservible para hacer frente a algunos de los problemas que pueden plantearse en esta materia.

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Con todo, y antes de comenzar, debe recordarse que la conducta del funcionario que incumple la normativa urbanística no solo puede constituir un delito de prevaricación urbanística, sino también un ilícito administrativo conforme al derecho urbanístico sancionador12, que dará lugar a la responsabilidad disciplinaria del funcionario. Esta cuestión entronca directamente con la cuestión del bien jurídico protegido en la prevaricación urbanística, concretamente, en si la incriminación penal pretende reforzar la sanción de la mera infracción administrativa en materia urbanística13, o de si, por el contrario, como pareciese razonable, en todas la conductas sancionadas en el art 320 CP, se puede identificar un objeto de tutela autónomo al margen de la mera legalidad administrativa, en el sentido material de la protección de una ordenación del territorio vinculada con el bienestar ciudadano14. En todo caso, la doctrina de forma unánime conviene que el bien jurídico en la prevaricación urbanística es pluriofensivo, donde no sólo se tutela el buen funcionamiento de la Administración Pública, sino, adicionalmente, la utilización racional del territorio por parte de los poderes públicos15.

II Consideraciones generales sobre el delito de prevaricación urbanística

En España la incorporación de los delitos contra la ordenación del territorio y el urbanismo se produjo en 1995. Ellos se regulan en el Capítulo I, del Título XVI entre los «delitos relativos a la ordenación del territo-

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rio y el urbanismo, la protección penal del patrimonio histórico y el medio ambiente».

La «ordenación del territorio» hace referencia a un ámbito más general e integral que el urbanismo en la gestión del suelo y del espacio, cuya ejecución depende de las Comunidades Autónomas. El «urbanismo», que se incluye en la ordenación del territorio, es una materia de competencia municipal, que se ejerce, fundamentalmente, a través de las licencias16. Como advierte MENÉNDEZ REXACH, la distinción entre urbanismo y ordenación del territorio no es nítida17, y ambas están altamente relacionadas entre sí, con independencia de la cuestión estrictamente competencial o formal que las trata de distinguir.

La adecuada ordenación del territorio y del urbanismo puede lesionarse tanto por los operadores de la construcción, cuando construyan de forma ilegal, como por los funcionarios y autoridades, que debiendo velar por el cumplimiento de la legalidad, se apartan de ella en sus deberes esenciales de protección de la legalidad y de evitación de los comportamientos ilícitos de los administrados.

El legislador penal ha configurado el injusto del delito de prevaricación urbanística siguiendo al derecho administrativo, que regula la legalidad en la ordenación del territorio y el urbanismo, sin que el derecho penal haya adoptado una posición regulatoria autónoma a este...

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