Biografía política

AutorArmando Zerolo Durán
Páginas21-64

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Ver Nota2

Introducción

Chateaubriand puede ser considerado un liberal de derechas, o un monárquico liberal, si tal cosa es posible. Empezó su carrera política claramente inclinado hacia tendencias liberales, tanto en la filosofía, como en la religión y la política. Era un aristócrata ilustrado arquetipo de su época a quien la Revolución le mostró que la política no es un juego. La violencia de los acontecimientos y la muerte de familiares y amigos le despertó del sueño republicano y le convirtió para siempre en firme enemigo del republicanismo jacobino. Desde entonces se adhirió a una mentalidad conserva-dora del orden político, pero tuvo serias dificultades para encontrar una realidad concreta capaz de acogerle personal-mente. Nunca encontró un grupo político en el que se sin-

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tiese totalmente a gusto, ni tampoco alguien que fuese capaz de colmar sus ambiciones políticas.

Con los Cien Días y el acceso de los monárquicos al poder, Chateaubriand giró bruscamente hacia la derecha más extrema, la entonces llamada «ultra», aunque de corazón seguía siendo republicano en el sentido antiguo de la palabra, y liberal, en el sentido acostumbrado de su época. Smethurst dice que «en aquella época Chateaubriand no está lejos de las posiciones de la izquierda constitucional»3.

La línea divisoria entre la derecha y la izquierda no estaba trazada tan claramente como hoy en día y los vínculos entre los unos y los otros eran, en ocasiones, estrechos. Este es el caso de Chateaubriand, de quien sus «amigos» no hablaban demasiado bien y de quien decían, como Frénilly, «ultra» en la línea de Bonald, Vitrolles, Polignac o Salaberry, que «no era más que un egoísta y vanidoso»4. Pero de quien sus enemigos podían llegar a hablar muy bien. Antoine Jay, colaborador en La Minerve, equivalente de izquierdas de El Conservador, escribía:

No pierdo la esperanza de ver algún día, entre las filas de los liberales, a los señores de Bonald y de Chateaubriant (sic). Les sabemos satisfechos de haber defendido los principios en la discusión sobre la libertad de prensa. Su conversión me parece avanzada, sobretodo la de Chateaubriant, que comienza a ser un sospechoso a los ojos de los más puros de su partido, y que ha divulgado en alguno de sus escritos cierto perfume de liberalidad que parece denotar una secreta forma de pensar.

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Será un bello día para la libertad aquel en que el señor Chateaubriant se sitúe entre sus defensores

5.

Los desencuentros, las luchas oligárquicas, y los segundos puestos a los que siempre fue relegado le fueron devolviendo poco a poco al lugar en que su corazón reposaba más a su aire, a las tendencias republicanas moderadas.

Los cambios tan notorios de posición política han hecho que muchos le consideren un advenedizo o un demagogo, pero visto con perspectiva, si bien se pueden observar muchas inconsistencias en su pensamiento, también se observan unas constantes que merece la pena estudiar con detenimiento. La libertad de prensa y el constitucionalismo moderno son dos de sus caballos de batalla durante toda su carrera, y poco a poco se van perfilando sus ideas en un acervo doctrinario bastante coherente.

En resumen, podríamos decir que Chateaubriand perteneció a la derecha, simpatizó con la izquierda y exasperó a sus amigos monárquicos.

Viaje a América

Los vínculos del joven Chateaubriand con Rousseau eran intensos y marcaron, sin duda alguna, su carácter. Le animaron a viajar al Continente salvaje, lejano, donde habitaban salvajes que aun no habían sido civilizados. Naturaleza bruta, humanidad íntegra y búsqueda de la pureza. Ideales ilustrados contagiados ya de un romanticismo en ciernes que se adaptaban a la perfección al joven poeta. Así fue concebida la «idea de realizar la epopeya del hombre de la natu-

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raleza, o de pintar las costumbres de los salvajes, relacionándolos con algún acontecimiento conocido», como explicó en el prefacio a su exitosa obra Atala. Allí pudo explicar la importancia de la religión, de las costumbres, y de la bondad humana.

El hombre político también se interesaría por el viaje, por aquella «tierra de libertad», como la llamó en sus Memo-rias. La aristocracia bretona estaba fascinada por la revolución americana y, especialmente, por la autonomía provincial y la independencia. Aprendió de su padre, cuya «sangre bretona le hacía contestatario, firme opositor a los impuestos y violento enemigo de la corte»6, y quiso embarcarse en busca de la fortuna que en su casa no podía encontrar. Buscando no se sabe muy bien qué, poniendo distancia entre su casa y el mundo, animado por la necesidad de acción, partió de su pueblo. En esta actitud es fácil ver un hombre ilustrado medio, ansioso de viajar, de conocer mundo, de afirmarse a sí mismo frente a su destino y traspasar las columnas de Hércules. Es cierto que «sus opiniones —como escribió Lenotre— no parecen haber tenido una lógica perfecta, era a un tiempo monárquico y revolucionario, apoyaba el antiguo régimen reclamando la vieja constitución bretona y atacaba a la corte desaprobando las tendencias hostiles al espíritu filosófico de los parlamentos»7, y también es cierto que ya en su juventud se podía desvelar el carácter republicano que en sus últimos días aparecería con toda su madurez. Así pues, en aquel viaje a América empezó a esbozarse el perfil independiente de un republicano original, mezcla de la rancia aristocracia bretona y los ideales ilustrados modernos.

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El ideal viajero se fraguaría con su matrimonio, aparentemente más animado por la idea de conseguir un suculento capital, que por un ideal amoroso. Céleste Buisson de Lavigne aportó una dote de unos 500000 francos, según Chateau-briand, pero hoy se sabe que el valor era menor y solo en rentas del clero, es decir, no canjeables. El hecho cierto es que la vida conyugal se interrumpió desde 1792 hasta 1804 por razón, esta vez sí, de una emigración forzosa por motivos políticos. La Asamblea había declarado la guerra a Austria y era necesario huir del país para combatir con las monarquías aliadas. Pidió prestados unos 10000 francos y se embarcó junto con su hermano en julio de 1792. La derrota del ejército aliado tan solo unos meses después arrojó a Chateaubriand al exilio más penoso en Londres, sin blanca y sin perspectivas.

Aprendió qué es la soledad, el exilio y la dureza de la pobreza, y así escribirá en su Ensayo sobre las revoluciones que «solo hay una desgracia verdadera, y es la falta de pan. Cuando uno hombre tiene la vida, la ropa, una habitación y fuego, las demás desgracias se desvanecen»8. En sus Memo-rias contará cómo su amigo y compañero en el exilio se volvió loco de hambre y cómo él, para no soportar los dolores por inanición, engullía papel. Hay que imaginarse al aristócrata bretón, orgulloso y sediento de aventura, pudrirse en el exilio. Cómo vendrían a su cabeza las imágenes del padre audaz que fue capaz de enriquecerse y recuperar para la familia las tierras vinculadas a su título, enlucir el apellido y ocupar un puesto en la sociedad francesa. El camino de su padre ya estaba trazado, ¿pero el suyo? ¿Cómo actuar? ¿Cómo hacerse con un puesto? Estas dos preguntas le acompañaron toda su vida y, a decir verdad, nunca encontraron una respuesta satisfactoria.

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La emigración marcó en él un carácter y unas ideas. La Revolución le dio una lección sobre la realidad política. Una cosa era hablar del triunfo de las nuevas ideas, con las que sin duda simpatizaba, y otra muy distinta ver desfilar por delante de su ventana una cabeza pinchada en una pica. Esta tensión, vista desde el exilio, cobraba aun mayor fuerza, y le planteaba la pregunta sobre la realidad de la Revolución y la naturaleza del gobierno francés. La ociosidad le permitió dedicar largas horas al estudio y a la reflexión. No solo dio clases de francés para ganarse el sustento, sino que pudo disfrutar de largas jornadas en bibliotecas privadas estudiando la historia de Europa y de Fran-cia. Fruto de este trabajo fue su no muy celebrado Ensayo sobre las revoluciones que, aunque gozó de un éxito muy discreto, le abrió las puertas de la aristocracia en el exilio y entró en contacto con la «alta emigración». No hay que despreciar este hecho, pues allí conoció a los monárquicos moderados, más próximos en mayor o menor medida del constitucionalismo que del absolutismo. Nombres como Mallet du Pan, Montlosier o Malouet fueron contertulios habituales en aquellos tiempos de reflexión y fervor político, y en algún lugar o tertulia afín sería donde conoció también a Edmund Burke, de quien sin duda aprendería alguna de las ideas reflejadas en su Ensayo sobre la revolución en Francia.

La conversión al cristianismo

Una de las influencias más notorias en la vida y en el pensamiento de Chateaubriand fue la de Louis de Fontanes (1757-1821), a quien conoció en Francia aun de niño y con quien se volvió a encontrar en Londres en 1797. Fontanes era, como la mayoría de sus coetáneos, filósofo, diletante, escéptico, liberal y partidario de la Revolución en sus

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comienzos, pero tras pasar por la revolución en Lyon, de la que escapó de los asesinatos masivos disfrazado de campesino y sin nada en las manos, su opinión se volvió decididamente antirrevolucionaria y arraigó en él la idea de que las convicciones católicas eran la mejor garantía contra la revolución. No se trataba de una conversión religiosa, sino de la extendida reflexión ilustrada sobre la bondad de la religión vinculada a la costumbre. Como explica el teólogo Von Balthasar, no se contemplaba «a Cristo mismo, sino la influencia cultural del cristianismo, la “armonía” de la iglesia...

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