Las bases histórico-materiales de los servicios públicos
Autor | Luis Miguez Macho |
Cargo del Autor | Doctor por la Universidad de Bolonia |
I.- LAS BASES HISTÓRICO-MATERIALES DE LOS SERVICIOS PÚBLICOS.
I.1.- La génesis de los servicios públicos.
A partir de la segunda mitad del siglo XVIII se produjo, primero en Inglaterra y después en otras zonas del Continente europeo y de Norteamérica, el fenómeno conocido como la Revolución industrial. El invento de la máquina de vapor y su aplicación a la industria trajeron como consecuencia una transformación completa de los modos de producción industrial y marcaron el inicio de una serie de avances científicos y tecnológicos que provocaron profundas transformaciones económicas y sociales.
No parece casual que este proceso partiese precisamente de la Gran Bretaña. En efecto, los conflictos religiosos que dieron origen al Estado moderno en los siglos XVI y XVII recibieron en Inglaterra unas soluciones marcadamente originales frente a las adoptadas en el Continente. Como es sabido, se creó una Iglesia nacional que rechazaba tanto la supeditación a Roma como el puritanismo calvinista, pero sin que esto significase en lo político el triunfo del Absolutismo monárquico. Por el contrario, no se rompió con la tradición representativa medieval y fue el Parlamento el que asumió la Soberanía en un país en el que ni siquiera llegó a arraigar el propio concepto de "Estado".
También en el terreno filosófico, que tanto influye sobre el desarrollo científico, la evolución inglesa se separa de la continental. La forma de racionalismo que se impuso en la isla durante el siglo XVIII, el empirismo, es menos abstracta y ahistórica que la adoptada por los ilustrados del Continente y conecta en muchos puntos con el nominalismo medieval. No hay, pues, ese afán de ruptura radical con el pasado, de revolución y reestructuración sobre bases enteramente racionales de la sociedad, que se puede apreciar al otro lado del Canal de la Mancha. Sin embargo, Inglaterra había dado ya el paso hacia una forma de existencia nacional enteramente nueva frente a la de las Potencias continentales. Aprovechando las ventajas geopolíticas de su insularidad, se volcó al mar, y dominando los mares al amparo del principio del mare liberum, impuesto en el Ius gentium de la época con el declive del poderío hispánico, emprendió el camino que la llevaría a alzarse con la supremacía política y económica del mundo occidental, que ya significaba lo mismo que la supremacía sobre el mundo entero [1] .
Desde el punto de vista político y jurídico, el Estado liberal de Derecho es la forma constitucional que refleja los ideales de la burguesía emergente. En Inglaterra su implantación y desarrollo se realizó progresivamente, una vez rechazado el Absolutismo monárquico en la segunda mitad del siglo XVII, de modo que la ascensión política de la burguesía no chocó de forma violenta con el mantenimiento de los privilegios de la nobleza; por el contrario, en muchos casos lo que se produjo fue una adaptación de esta última a las nuevas formas de actividad económica de la primera. En cambio, en Norteamérica y en la Europa continental fueron dos revoluciones más tardías, la de las Colonias inglesas de Nueva Inglaterra y la francesa, el instrumento por medio del cual la burguesía consiguió en los años finales del siglo XVIII remover los obstáculos que se oponían a su expansión política, económica y social: en un caso, la dependencia colonial de la Corona británica; en el otro, el Antiguo Régimen[2].
Por lo que se refiere a España, los conflictos religiosos de los siglos XVI y XVII no se desarrollaron en nuestro suelo, aunque los monarcas de la dinastía de los Austrias se implicaron en ellos para defender la causa católica, librando una serie inacabable de guerras que consumieron los recursos financieros y demográficos de un país que era la principal Potencia occidental. En consecuencia, aunque España fue de los primeros territorios europeos que contócon una Monarquía fuerte y unitaria, no llegó a dar durante el siglo XVII el paso decisivo que conduce a la creación del moderno Estado soberano, superador de la dualidad medieval entre el Poder civil y el religioso con la imposición del primero [3] . No fue hasta principios del siglo XVIII, con la implantación de la dinastía borbónica, cuando se introdujo el Estado moderno en nuestra patria, al mismo tiempo que se liquidaba el protagonismo de la Monarquía hispánica en el escenario europeo en favor de Francia [4] . Sin embargo, los intentos regeneradores del Despotismo ilustrado borbónico no fueron suficientes para incorporarnos a la vanguardia del progreso de la ciencia y de la técnica. La falta de arraigo de las corrientes filosóficas que hicieron posible y sustentaron intelectualmente la eclosión industrializadora, debida a la casi total desvinculación de España con el pensamiento europeo del siglo XVIII, mantuvo al país anclado en las estructuras económicas y sociales pre-industriales hasta fechas relativamente tardías.
Tampoco llegó a producirse propiamente una ruptura revolucionaria con el Antiguo Régimen, aunque el liberalismo fue implantándose entre una serie continuada de convulsiones políticas que no constituían el ambiente más favorable para el progreso de la ciencia y de la industria. Fue la conmoción producida por la invasión napoleónica el acontecimiento que favoreció la difusión en España de las ideas revolucionarias, antes circunscritas a minorías muy reducidas, y en medio de la guerra contra el invasor se elaboró nuestra primera Constitución liberal, la de 1812, que, por lo demás, respeta algunos elementos y tradiciones del Antiguo Régimen. Con el retorno del Rey Fernando VII se reinstauró también el Absolutismo y comenzó una lucha a muerte entre los partidarios de la tradición y los liberales, que se manifestó en continuos pronunciamientos militares y concluyó a la muerte del monarca con una guerra civil en apariencia sucesoria, pero en el fondo plenamente ideológica. Incluso dentro del mismo liberalismo pronto se produjo la división entre moderados y progresistas, que constituyó otra fuente de tensiones políticas durante toda la etapa central del siglo XIX.
A pesar de todo, a finales de los años treinta y, sobre todo, en los años cuarenta del siglo XIX se introdujo el desarrollo industrial en determinadas zonas en que la burguesía local mostró un carácter especialmente emprendedor:
Cataluña, el País Vasco y, en menor medida, Asturias, al amparo de la relativa estabilidad política que proporcionó el régimen moderado[5]. Este proceso recibió un nuevo impulso en el último cuarto del siglo XIX, cuando la Restauración borbónica cerró la etapa revolucionaria iniciada en 1868, que había sido un eco tardío del 1848 europeo en algunos aspectos y un precedente de las revoluciones sociales del siglo XX en otros. Sin embargo, el panorama esencialmente rural y campesino del país no se modificó.
Con carácter general, y centrando el análisis en el Continente europeo, se puede afirmar que las Revoluciones liberales fueron en buena medida una consecuencia de la incapacidad de las Monarquías absolutas para satisfacer las demandas de la burguesía emergente. Aquéllas durante la época del Despotismo ilustrado habían ensanchado los fines del Estado [6] y hecho crecer el aparato público, pero sin ser capaces de destruir los privilegios estamentales y corporativos heredados de la poliarquía medieval, que obstaculizaban la expansión económica y social de la burguesía y la excluían de toda participación en los asuntos públicos. Asimismo, la confusa organización territorial del Antiguo Régimen y las aduanas interiores, otra herencia histórica que el racionalismo del Despotismo ilustrado no siempre pudo superar ni siquiera en los países que ya habían construido su unificación nacional en los siglos XV y XVI, dificultaban la formación de un mercado de dimensiones adecuadas y con ello el propio desarrollo económico [7] .
Las Revoluciones liberales buscaban la ruptura del orden social orgánico y corporativo propio del Antiguo Régimen y su sustitución por una concepción de la sociedad y del Derecho esencialmente individualista[8]. El principio de igualdad formal se convirtió en la base jurídica sobre la cual se construyó el nuevo orden:
todo el Poder público se concentró en las manos del Estado y el resto de los sujetos de derecho quedaron reducidos a la idéntica condición jurídica de simples particulares, culminándose el proceso continuado de acumulación de títulos de potestad y legitimación para la injerencia en la esfera vital de las personas que ha caracterizado el desarrollo del Poder público en Occidente[9]. Por una parte, desapareció asíla posibilidad de que ciertas personas disfrutasen, a título de verdaderos derechos adquiridos y por motivos de nacimiento o pertenencia a un estamento o corporación, de privilegios jurídicos que podían consistir incluso en el ejercicio de potestades públicas. Por otra parte, los viejos poderes territoriales del Antiguo Régimen fueron eliminados por un nuevo tipo de organización territorial centralizada y uniforme que llevó a sus últimas consecuencias las tendencias ya presentes en el proceso de creación de la Administración comisarial del Despotismo ilustrado [10] .
El resultado final fue el establecimiento de una neta separación entre el ámbito público, representado de manera exclusiva por el Estado, y el ámbito privado, del mercado, en el que vive y actúa la sociedad civil, formada exclusivamente por individuos, liberados de los vínculos que nacían de los cuerpos intermedios del Antiguo Régimen, cuya inmediata disolución (y la prohibición general de las asociaciones, principalmente de las de carácter económico) fue en todas partes una de las primeras medidas de los revolucionarios. Con todo, la atribución por entero del Poder público al Estado se vio compensada por el reconocimiento a los individuos de ámbitos vitales exentos de la intervención de aquél, a través de la proclamación de los derechos y libertades fundamentales, pre-estatales e inviolables.
La preservación de este orden de...
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