Aut lex, aut vis valet
Autor | Reyes Mate |
Páginas | 56-66 |
* El presente texto corresponde al primer capítulo del libro Tratado de la injusticia. Por una justicia anamnética que se publicará próximamente en Anthropos Editorial.
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Toda la justicia social descansa en estos dos axiomas: el robo es punible y el producto del robo es sagrado.
ANATOLE FRANCE
La justicia es un continente temático que pone a prueba al filósofo, porque solicita de él no sólo todas sus habilidades exegéticas, sino también su inventiva como pensador. Tiene, en efecto, que recoger la compleja tradición filosófica que se ha fajado con las injusticias del mundo para darles cumplida respuesta, y ésa es la tarea del exégeta. Pero precisamente en este asunto no basta la escolástica. Las injusticias siguen dando que pensar, no sólo porque se multiplican sus manifestaciones, sino porque crece la visibilidad de las que han tenido lugar, de suerte que injusticias pasadas que pudieron silenciarse en el pasado, pasan a ser quehacer urgente del presente. El trabajo se acumula.
Aunque el estudiante o estudioso sólo se encuentre con la justicia en un momento posterior del recorrido, por los vericuetos de la filosofía y casi siempre a la vuelta de una esquina, es decir, en un lugar secundario, estamos ante un momento radical y particular-mente exigente del pensar.
Es un momento radical, porque la preocupación por lo justo no surge para decoro del ser humano, sino para constituirle. Hay una relación profunda entre justicia y humanidad, como entre injusticia y barbarie. La violencia cae del lado de la injusticia y la justicia del lado de la socialidad. El tratado de la justicia es un merodeo por las zonas de la humanidad del hombre. Francis Bacon, en un extraño estudio Sobre la justicia universal, empieza diciendo lapidariamente: «in societate civili, aut lex, aut vis valet», es decir, en la sociedad civil o domina la justicia de la ley o la injusticia de la fuerza. Por desgracia, la justicia no se hace presente de entrada, sino que es una conquista, una superación de la injusticia que no sólo se expresa bajo la forma de violencia bruta, sino que se nos presenta camuflada de ley y pervirtiendo la equidad en fuerza, con lo que tendríamos tres formas de injusticias: «la representada por la fuerza bruta, la que se camufla en forma de ley y la ley violenta».1Que con la reflexión sobre la justicia alcancemos la raíz de la humanidad del hombre es lo que queda bien expresado con el aforismo baconiano aut lex, aut vis valet.
Es también un momento exigente. Aristóteles proclama, en la Ética a Nicómaco, que la justicia es la virtud más importante, incluso dice en un arranque poético: «más admirable que la estrella de la tarde y la de la mañana».2Esa grandeza le viene de que no mira por el bien propio, sino que se desvive por los demás. Y eso dice mucho, porque así como no
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hay peor sujeto que quien hace daño a los demás, «no hay hombre mejor que quien practica la virtud hacia los demás».3Esto es muy sabido y forma parte de nuestra cultura. Ser bueno para uno mismo o para los amigos está bien, pero sin exagerar; lo bueno es serlo para los demás o, como dirá el cristianismo en un gesto extravagante, «hacia los enemigos». Pero el comedido Aristóteles no quiere embalarse en esa prosa heroica, por eso, tras señalar levemente la importancia de la virtud que busca el bien de los demás, escribe a modo de aviso: «y eso es lo difícil». Ser virtuoso nunca es fácil, pero ser justo «es lo real-mente difícil». Viniendo de quien viene, es de agradecer el aviso, porque no sólo advierte de lo difícil que es practicar la justicia, sino también... de pensarla. Acecha el peligro de dar a la justicia el mismo trato que a las estrellas: contemplarlas de lejos. O bien enredarnos en explicaciones teóricas que mellan el mordiente de lo que hace humano al hombre.
Una muestra de lo difícil que es pensar la justicia es el destino de los dientes de sierra de la reflexión filosófica sobre el particular. Me refiero a aquellos apuntes en los que la lógica de la justicia lleva a conclusiones exigentes. Duran poco en la conciencia académica y se ven pronto reciclados en formas más amables y soportables. A lo largo del libro aparecerán casos muy sonoros, pero avancemos el asunto presentando una muestra. Me refiero al concepto de «justicia general» en santo Tomás. Hoy, cuando hablamos de Justicia, así, con mayúsculas, pensamos en la justicia social. La justicia social es eminentemente una justicia distributiva, algo de lo que está muy necesitado nuestro mundo. Ahora bien, cuando santo Tomás quiere explicar la grandeza de la justicia a la que se refería Aristóteles no piensa en la distribución de la riqueza, sino en la construcción del bien común. La justicia es una virtud especial y superior porque atiende a la dimensión comunitaria o política de los actos virtuosos; es decir, que antes de que hablemos de reparto desigual de la riqueza hay que hablar de la injusticia que supone no contribuir a la creación del bien común, sea privando a la comunidad de nuestros recursos, sea impidiendo que cada cual dé lo mejor de sí mismo. Curiosamente, esa «justicia general» ha desaparecido del mapa como si la justicia sólo se situara en el reparto del bien común y no en su generación.4No es lo mismo, en efecto, plantar la justicia en el contexto de creación de la riqueza que en el de la distribución. En este segundo caso el mundo es justo si todos los seres tienen un mínimo para vivir; en el primer caso, lo mínimo sería algo tan exigente como crear las condiciones para que todos los seres humanos pudieran cultivar sus talentos.
Luis Villoro, quizá el filósofo político hispanohablante más notable en la actualidad, contrapone dos planteamientos contemporáneos de la justicia. Por un lado, un tipo de teorías que «suelen partir de la idea de un consenso racional entre sujetos iguales, que se relacionan entre sí, en términos que reproducen los rasgos que tendría una democracia bien ordenada»;5y, por otro, un tipo de teorías que «en lugar de partir del consenso para fundar la justicia, parten de su ausencia; en vez de pasar de la determinación de principios universales de justicia a su realización en una sociedad específica, partir de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría remediarla».6
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Dos maneras, pues, de abordar la justicia: como consenso racional o como respuesta a la injusticia. No estamos ante platos diferentes de los que cada cual pueda disponer arbitrariamente, sino ante teorías situadas, es decir, planteamientos que obedecen a contextos históricos específicos. La justicia como consenso racional es propia de sociedades desarrolladas, que han superado umbrales inaceptables de miseria y que se han sacudido formas despóticas de gobierno. No por casualidad esas teorías del consenso nacen en el Occidente rico después de la Segunda Guerra Mundial. Pero el mundo no se acaba ahí. Ese Occidente desarrollado convive con sociedades en desarrollo, en las que la democracia no está asentada y en las que reina una desigualdad social extrema y creciente. Lo que manda no es el consenso, sino la exclusión de grandes masas de los beneficios económicos y su marginación de la gestión política. La reflexión sobre la justicia, en este contexto, no podría darse en clave de consenso, pues faltan las condiciones sociales y políticas para un lenguaje común, sino de interpelación desde la experiencia de injusticia. El que sufre la injusticia no plantea consensos, sino que exige respuestas.
Otra expresión de ese binomio originario en el tratamiento de la justicia, tomado ahora de la cultura francesa, nos la brinda la distinción que hace Jean-François Lyotard entre litigio y «diferendo». Se habla de litigio cuando, ante el conflicto que plantea una injusticia entre dos partes, existe un lenguaje común, unas reglas aceptadas, que permiten imputar una falta al otro y a éste, defenderse. Son conflictos intrasistémicos. El término «diferendo» lo reserva el autor para aquellos conflictos en los que quien padece una injusticia carece de instrumentos para hacerse valer, quedando reducido a la mera condición de víctima. Eso ocurre cuando «el reglamento del conflicto que les opone se hace en el idioma de una de las partes, consiguiendo así que el daño que el otro sufre carezca de significación en ese idioma reglamentario».7En casos de «diferendo» no hay mediación entre las partes, en el sentido de que lo que es significativo para una es insignificante para la otra. Como las significaciones son establecidas por la parte dominante con pretensiones de validez universal, pudiera pare-cer que lo que la parte dominante establezca como justo o injusto es entendido por todos. Pero no hay que confundir invisibilización del significado que tienen y dan las víctimas con universalización del sentido que dan los dominantes o del sentido dominante. Un caso muy claro de esta confusión se puede ver en la percepción social de la esclavitud. La valoración del mundo civilizado -es decir, la repulsa que nos produce ese longevo fenómeno histórico- ha sido construida por los abolicionistas, por aquellos de los nuestros que en lugar de seguir con la tradición familiar de la trata de esclavos, se rebelaron contra ella, la denunciaron y la combatieron hasta conseguir abolirla. Pero este meritorio discurso oculta lo esencial, a saber, la valoración de la esclavitud por parte de los...
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