La asunción de los riesgos taurinos en general y de los festejos populares en particular
Autor | María Medina Alcoz |
Cargo del Autor | Doctora en Derecho Profesor Ayudante Doctor de Derecho Civil Universidad Rey Juan Carlos, Madrid |
Páginas | 103-127 |
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Los festejos taurinos 6 se encuentran hondamente arraigados en la cultura española —la corrida de toros es la «fiesta nacional»7—, y se siguen celebrando, pese a los intentos permanentes de algunos sectores que postulan su supresión8, por considerarlos degradantes para la dignidad de unos animales que resultan maltratados y sacrificados —en público— de distintas formas9. Quienes han abordado su estudio jurídico
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resaltan que los juegos de los toros 10 —corridas, encierros, desencierros, sueltas, espantos, pruebas, recortes, sacas y otros festejos similares— han resistido toda una suerte de prohibiciones y persecuciones, primero, durante la dinastía de los Austrias, y, después, con los Borbones, rematadas con las del siglo XX, pues se han celebrado sin una completa solución de continuidad en una enorme cantidad de localidades, con ocasión de sus fiestas patronales11.
Partiendo de que Las Partidas prohibían a los prelados lancear o lidiar toros, así como ver a los que lo hacían (P. 1.ª, Título V, ley 17) y el ejercicio de la abogacía a los que lidiasen por precio (P. 3.ª, T. VI, ley 4), por ser infame hacerlo (P. 7.ª, T. VI, ley 4), los Papas Pío V (Motu Proprio de 1 de noviembre de 1567), Gregorio XIII (Bula Expone nobis super, de 25 de agosto de 1575), Sixto V (Bula Nuper siquidem de 14 de abril de 1586, dirigida
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al Obispo de Salamanca Jerónimo Manrique) y Clemente VIII (Bula Suscepti muneris, de 3 de enero de 1596), prohibieron con alcance diverso que se corrieran los toros en los Reinos cristianos12.
En su Bula, el Papa Pío V se refería a las fiestas de los toros como haec cruenta turpiaque daemonum non hominum spectacula. Pero el moralista Tomás Hurtado, en su Tractatus varii resolutionum moralium (1651), recompuso la expresión, distinguiendo entre que se asista al espectáculo con la intención perversa de ver las cogidas de los toreadores o con la intención de gozar de su habilidad, pues, en el primer caso, se está ante un spectaculum daemonum non hominum, mientras que, en el segundo, non est spectaculum daemonum sed hispanorum; y, a su vez, el historiador Juan de Mariana, en su Tratado De spectaculis (1609), había dicho que la condena papal se refería a las corridas de toros en los cosos, pero que no comprendía las que se hacían en el campo o en las calles de los pueblos, principalmente cuando el animal era conducido con alguna cuerda, por no haber peligro mortal. Por otra parte, los curas de pueblo, con un criterio que fue apoyado por diversos teólogos, no dudaron en predicar desde los púlpitos que, por aplicación del principio odiosa sunt restringenda, el Breve pontificio prohibía correr los toros, pero no las vacas y novillos13.
Con la llegada de la dinastía borbónica, Felipe V prohibió en 1704 los festejos taurinos en Madrid; pero en 1725 levantó la interdicción y, por Decretos de 14 de mayo de 1730 y 14 de febrero de 1739, concedió a las Reales Maestranzas de Caballería de Sevilla y Granada, respectivamente, el privilegio de celebrar fiestas de toros de vara larga. Por Pragmática Sanción de 9 de noviembre de 1785, Carlos III prohibió las fiestas de toros de muerte en todos los pueblos del Reino, con la excepción de los que contaran con concesión perpetua o temporal. Por Real Providencia de 30 de agosto de 1790, Carlos IV prohibió el abuso de correr por las calles los toros y novillos denominados de cuerda, «así de día como de noche»; y por Real Cédula de 10 de febrero de 1805, ordenó modificar las concesiones perpetuas y temporales para lograr la absoluta extinción de las fiestas taurinas. Estas tres disposiciones fueron refundidas en la Novísima Recopilación, para integrar, dentro del Título XXXIII del Libro VII, las leyes 6, 7 y 8, respectivamente. En 1814, Fernando VII suspendió los festejos taurinos, pero al año siguiente levantó la suspensión y se hizo ganadero de reses bravas al comprar la torada de Veragua; y por Real Orden de 28 de mayo de 1830 autori-
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zó al Conde de la Estrella la creación de la Escuela de Tauromaquia de Se-villa14.
Ya en el siglo XX, hay las prohibiciones a las que se refieren la Real Orden Circular de Gobernación de 13 de noviembre de 1900, la Real Orden Circular de Gobernación de 5 de febrero de 1908, la Real Orden de Gobernación de 13 de junio de 1928 (de Martínez Anido), la Orden de 28 de agosto de 1931 y la Circular de 22 de junio de 1932. Con todo, el criterio administrativo respecto de los festejos taurinos fue el de la simple tolerancia al que se había atenido la Instrucción para Gobierno de los Subdelegados de Fomento, de 30 de noviembre de 1833, del ministro F. Javier de Burgos, en cuya virtud podían tener lugar en «ciudades considerables» y en «días festivos». Se trataba de una fórmula matizada, al compatibilizarse la prohibición con el mantenimiento de algunas situaciones privilegiadas. En la Enciclopedia Jurídica Seix 15, el innominado colaborador que se ocupara de la voz «corridas de toros» decía lo siguiente, con poco espíritu taurino: «La ley del reino que rige en la materia, es la prohibitiva que aparece entre nuestras leyes compiladas […] pero tomando esta ley como letra muerta, y sin que se haya promulgado otra alguna que la derogue, no sólo se han consentido por los Gobiernos las corridas, sino que se han dictado gubernamentales disposiciones sobre ellas, como si se tratara de reglamentar y organizar un servicio completamente legal. Acaso exigencias de la política, motivos de orden público y económico, sean causa de que continúe un estado de derecho tan singular». A su vez, la sentencia del Tribunal de lo Contencioso-administrativo, de 27 de mayo de 1892, declaró que la prohibición de las corridas de toros contenida en la Novísima Recopilación había sido derogada por la costumbre y por disposiciones ulteriores referentes a su reglamentación. Pero la Real Orden de Gobernación de 13 de noviembre de 1900 reiteró la prohibición de correr vaquillas en libertad por la calles, así como los toros encordelados y alquitranados; y por Real Orden Circular de 5 de febrero de 1908, se dieron nuevas instrucciones, con la prohibición absoluta de las capeas y las vaquillas ensogadas o en libertad. Otra norma administrativa que nunca se cumplió fue
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el Real Decreto de 21 de diciembre de 1929, por el que se prohibía que los menores de 14 años asistieran a las corridas de toros (consonante con la Circular del Cardenal Gasparri, Secretario de Estado del Vaticano, de noviembre de 1920, en la que se exhortaba a los obispos de España y Francia a que disuadieran a sus feligreses de llevar a los niños a las corridas de toros), aunque su vigencia formal —sólo formal— dio lugar a que la STS de 16 de junio de 1984 declarara nulo el párrafo segundo del artículo 5 de la Orden del Ministerio del Interior de 10 de mayo de 1982, sobre Espectáculos Taurinos Tradicionales. Ya lo decía Ricardo de la Vega en su libreto de «La Verbena de la Paloma»: «Es una fiesta española/que viene de prole en prole/y ni el Gobierno la abole/¡ni habrá nadie que la abola!».
Por otra parte, los festejos taurinos, como ha resaltado BLANQUER CRIADO, están claramente entroncados con el carácter democrático de la organización política de la comunidad, pues, en ellos, el pueblo no es simple destinatario de una actividad administrativa burocratizada, sino protagonista de un conjunto de actividades que son tanto de iniciativa pública como privada, pero que son inconcebibles sin la participación vecinal16.
Frente a la extendida postura antitaurina, hay la positiva que adopta de forma sobresaliente, entre otros, FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, para quien la fiesta de los toros «forma parte irrenunciable de las culturas y tradiciones de los pueblos de España» y es «la más singular, sorprendente y sutil creación de la cultura popular que pueblo alguno haya sido capaz de alumbrar a lo largo de la Historia»17.
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A su vez, este magnífico administrativista ha resaltado que la Constitución Española no incluye referencia alguna a la fiesta nacional, a pesar de que muy pocas cosas han tenido un mayor peso específico en la vida colectiva de los españoles, y que los Estatutos de Autonomía se han atenido a la misma pauta de silencio18. En cambio, el texto constitucional prevé de forma expresa el fomento del deporte19. Por esto, considera dicho autor que, integrada la fiesta nacional en la cultura española, los poderes públicos deben conservarla y promoverla, pues tienen el deber de garantizar el enriquecimiento del patrimonio cultural de los pueblos de España, según resulta del artículo 46 CE20.
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Parece innecesario aclarar que, aunque los espectáculos taurinos —tanto las corridas 21 como los regocijos populares22— constituyen nuestra fiesta nacional, no estamos, en términos absolutos, ante un hecho diferencial que interese en exclusiva al jurista español. Téngase en cuenta que, como es sabido, se celebran festejos taurinos en Francia y Portugal, y también, de forma igualmente sistemática, en Colombia, Ecuador, Méjico, Perú, Venezuela y otros países de habla hispana, así como en algunos lugares de los Estados Unidos de Norteamérica.
La bibliografía francesa sobre el fenómeno taurino es bastante relevante. En 1999, el hispanista francés B. BENNASSAR publicó una Historia de la Tauromaquia, traducida al castellano por D. Lavezzi Revel-Chion, Real Maestranza de...
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