Aspectos documentales y regístrales en la Ley General de Cooperativas

AutorRafael Martínez Díe
CargoNotario de Molins de Reí
Páginas37-116

INTRODUCCIÓN

El régimen registral aplicable a las sociedades cooperativas suscita una extensa y heterogénea relación de cuestiones dudosas, íntimamente entroncadas con la propia indefinición y confusionismo doctrinal y legislativo que ha caracterizado su trayectoria histórica en España. Además, la instauración del llamado Estado de las Autonomías, ha supuesto que junto a los problemas ya tradicionales, aparezcan y se entrecrucen los derivados del desarrollo del nuevo modelo de organización territorial del Estado. A mayor abundamiento, el Registro de Cooperativas carece de una disciplina normativa unitaria y suficiente que elimine, de forma segura y eficaz, no pocos de los escollos con los que tropieza el normal desenvolvimiento de tales entidades, lo que obliga a tratar como cuestión previa a cualquier otra la relativa a las fuentes normativas aplicables a tal institución, sin olvidar sus antecedentes históricos y su posible evolución futura.

I.- PASADO, PRESENTE Y FUTURO DEL REGISTRO DE COOPERATIVAS

1- Antecendentes históricos

A.- Decreto Ley de 20 de noviembre de 1868.

El inicio del movimiento cooperativo español es coetáneo a la implantación en nuestra legislación de principios liberales emergentes como el de libertad de asociación, consagrado por Decreto Ley de 20 de noviembre de 1868, que según la OIT es el primer texto normativo español, y el cuarto a nivel mundial, a cuyo amparo quedan regularizadas las cooperativas ya existentes o pueden constituirse las que se hallaban en trance de aparición. Durante este período de marcado talante espiritualista, liberal y, por tanto, contrario a cualquier clase de intervencionismo público, se producen dos acontecimientos especialmente significativos:

a.- La expulsión del ámbito del derecho mercantil de las sociedades cooperativas y, consecuentemente, del Registro Mercantil, ya que a tenor del artículo 124 del Código de comercio de 22 de agosto de 1885, «las compañías mutuas de seguros contra incendios, de combinaciones tontinas sobre la vida para auxilio de la vejez, y de cualquier otra clase, y las cooperativas de producción, de crédito o de consumo, sólo se considerarán mercantiles, y quedarán sujetas a las disposiciones de este Código, cuando se dedicaren a actos de comercio extraños a la mutualidad o se convirtieren en sociedades a prima fija».

b.- La enorme amplitud con la que se produce el Código civil de 1889 al admitir la posible personificación de toda clase de grupos humanos.

Estos dos hitos legislativos dieron lugar, en singular paradoja, a que la creación de las cooperativas decimonónicas se verificara al socaire de los principios liberales que el propio movimiento cooperativo quería contrarrestar, viéndose las entidades cooperativas condenadas a realizar sus actividades desprovistas de las garantías formales de las gozaban, en provecho propio y de terceros, su más firmes competidoras: las sociedades mercantiles de capital.

Durante todo el siglo XIX y el primer tercio del presente, la constitución de las cooperativas presenta idéntico panorama al anteriormente extractado. Ni siquiera la tan aplaudida Ley de 28 de enero de 1906, de Sindicatos Agrícolas, incorpora mejora alguna en orden a punto tan importante como el documental y el registral, de suerte que la constitución de un sindicato sólo requería la presentación de una mera solicitud y su registro en el gobierno civil correspondiente.

B. - Ley de Cooperativas de 1931.

La inexistencia de un soporte legal, documental y registral adecuado, junto a otras razones sociales, económicas e, incluso, ideológicas, supusieron que la cooperación en España fuera una realidad muy poco extendida, sobre todo en comparación a otros países de nuestro entorno, frente a lo que reaccionaron los participantes en el Tercer Congreso Nacional de Cooperativas, celebrado en Barcelona el año 1929, que acordaron se solicitara la promulgación de una Ley de Cooperación. Tal demanda social fue atendida durante la Segunda República mediante la promulgación del Decreto de 4 de julio de 1931, al que se confirió categoría de Ley por la de 8 de septiembre del mismo año, que es en rigor la primera disposición sobre cooperativas existente en España.

La Ley de Cooperativas de 1931 y su Reglamento, aprobado por Decreto de 2 de octubre del mismo año, suponen un giro copernicano respecto de la situación precedente, al introducir a las cooperativas en la esfera de la tutela y del intervencionismo público, al oponer a la desregulación anterior una normativa de tinte marcadamente administrativa, y al crear bajo la dependencia del Ministerio de Trabajo un Registro especial de Cooperativas.

Con referencia exclusiva al régimen documental y registral que establece la Ley de 1931, por cuanto su análisis global excede del objetivo de estas líneas[1], la constitución y las modificaciones estatutarias de las cooperativas se sujetaban al siguiente trámite:

a.- Se presentaba en el Registro de Cooperativas solicitud para la aprobación de los estatutos de la entidad, adjuntándose a la misma la copia de los estatutos propuestos en ejemplar triplicado, debidamente suscritos cada uno de ellos.

b- Seguidamente el Registro de Cooperativas clasificaba provisionalmente a la entidad en fase fundacional o hacia las observaciones que entendiera oportunas al articulado presentado.

c- Una vez la cooperativa hubiera sido clasificada provisionalmente, sus promotores procedían a levantar la oportuna acta de constitución, en la que quedaba elegida la primera Junta Directiva de la entidad, dándose inmediato traslado de ésta al Registro, para su calificación, clasificación definitiva de la cooperativa y su inscripción registral. Obsérvese que la copia del acta de constitución diligenciada por el Registro y con la anotación de la inscripción registral equivalía, a todos los efectos legales, a una escritura pública.

La legislación de 1931 impuso la inscripción obligatoria de las cooperativas en un Registro especial de naturaleza administrativa, dotando a la inscripción de eficacia constitutiva. Ahora bien, como pone de manifiesto Pérez de Lema[2], «no se produce todavía la virtualidad de que lo inscrito en él -el Registro de Cooperativas- despliegue su eficacia frente a terceros al modo de los tradicionales registros sustantivos. La eficacia del registro se limita a atribuir la personalidad jurídica y a jugar el papel de los archivos-índice, estadísticos o de control».

Según se deduce de lo anterior, el primer texto legislativo sobre cooperativas promulgado en España, en lo relativo al régimen documental y registral que instaura, se caracteriza por las siguientes notas:

a.- Se produce con manifiesta impropiedad y atecnicidad en sede documental al atribuir a la copia diligenciada del acta de constitución, en la que conste la anotación de inscripción registral, idéntico valor, a todos los efectos legales, a la escritura pública.

Ciertamente este no es el lugar apropiado para explicar la diferencia entre la escritura pública, documento notarial por antonomasia, y los documentos privados a los que se añade una diligencia funcionarial. En cualquier caso, baste con señalar que los efectos de la escritura pública no constituyen un privilegio con que el legislador quiera adornar al documento notarial, sino que son la consecuencia objetiva y cabal de la actuación asesora, adecuadora, confor-madora y documentadora del Notario. Baste con señalar que el Notario es el jurista que dotado de plena independencia funcional, organizativa y económica, y sin mas atadura que la derivada de la voluntad general expresada en la Ley, recoge la voluntad individual de quienes le han elegido, y tras fijarla, configurándola y adecuándola al ordenamiento jurídico, opera el tránsito entre lo querido y lo consentido, entre lo declarado y lo reflejado en un documento, que, en ejercicio de la función pública que le ha sido encomendada, redacta y diseña bajo su responsabilidad con exactitud e integridad[3].

b.- Consolida y reafirma la expulsión del cooperativismo del Registro Mercantil, creando un Registro Administrativo dependiente directa e inmediatamente de los poderes públicos y carente de los efectos propios de los Registros sustantivos o jurídicos privados. En este sentido y a fuer de potenciar, tutelar y fomentar el movimiento cooperativo, se le asesta un duro golpe al negársele idéntica autonomía a la que gozan las sociedades mercantiles, a las que en inexplicable contradicción se las envuelve con las más altas y adecuadas garantías formales en obsequio a la seguridad jurídica sustantiva, material y formal del negocio jurídico fundacional o de modificación estatutaria o estructural, lo que se logra mediante la exigencia de escritura pública[4], y en provecho de la seguridad del tráfico jurídico, lo que se obtiene a través de la inscripción de dichos negocios en el Registro Mercantil[5]. En apretada síntesis, la adscripción de las cooperativas a un Registro administrativo dio lugar a las siguientes consecuencias:

b.1.- Ausencia de titulación pública y, por tanto, de legalidad y autenticidad del título inscribible[6]. La inscripción en los Registros administrativos, como el que instauró la Ley de 1931, se logra en términos generales mediante la presentación obligatoria de una instancia o solicitud en el departamento correspondiente, que por más que se halle extendida en modelos oficiales y normalizados no deja de ser un simple documento privado, al que se adiciona una diligencia funcionarial por la que, en el mejor de los casos, se pretende imputar su autoría al presentante. Adviértase, no obstante, que el contenido de la solicitud permanece inauténtico, neutro e ineficaz, ya que la ingerencia funcionarial de la que haya sido objeto no lo transforma taumatúrgicamente en lo que no es ni nunca será, sino que crea un documento complejo: público en lo que se refiere al estricto contenido de la diligencia funcionarial, sello de entrada o adveración pública, y privado en todo lo demás...

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