Artículos 407 y 408

AutorEmilio Pérez Pérez
Cargo del AutorDoctor en Derecho y Profesor Asociado de Derecho Civil
  1. EL DOMINIO PRIVADO DEL AGUA EN LA LEY DE AGUAS DE 1879 Y EN EL CÓDIGO CIVIL

    El análisis del dominio de las aguas, que es el título de esta sección de nuestro Código civil, debe reducirse aquí al del dominio privado, quedando el estudio del dominio público del agua para el comentario de los primeros artículos de la Ley de Aguas de 1985. Es importante determinar el alcance de la propiedad privada del agua después de la nueva Ley para poder dilucidar las cuestiones que continúen planteándose sobre dicha propiedad (en los casos de subsistencia de la misma), haciéndolo desde la perspectiva que parta de la configuración de este derecho en la legislación anterior, pero sin detenerse en esta legislación, sino completándola -y modificándola en su caso- con la configuración que nos aportan las nuevas disposiciones, tanto constitucionales como especiales sobre la materia de aguas. Una interpretación y aplicación de las normas sobre la propiedad privada del agua en la Ley de 1879 y en el Código civil que propugnara mantener enteramente los criterios jurisprudenciales o doctrinales anteriores a la Constitución de 1978 y a la Ley de Aguas de 1985 supondría la subsistencia de un sistema particular del dominio del agua incompatible con el régimen jurídico general de la utilización de este recurso tal como ha quedado configurado por nuestro legislador.

    1. La propiedad privada de las aguas superficiales

      El Título I de la Ley de Aguas de 1879, con el enunciado «Del dominio de las aguas terrestres», regulaba en cuatro capítulos el dominio de las aguas pluviales, de las aguas vivas, manantiales y corrientes, de las aguas muertas o estancadas y de las aguas subterráneas. Aunque prescindía de la distinción entre aguas de dominio público y de dominio privado, calificaba como públicas o de dominio público las pluviales que discurrieran por barrancos o ramblas cuyos cauces fueran del mismo dominio público (art. 2), las que nacieran continua o discontinuamente en terrenos del mismo dominio, las continuas o discontinuas de manantiales o arroyos que corrieran por sus cauces naturales y los ríos (art. 4), así como los lagos y lagunas formados por la naturaleza que ocuparan terrenos públicos (art. 17). En cambio, al referirse al dominio de las aguas vivas, manantiales y corrientes que nacieran continua o discontinuamente, tanto en los predios de los particulares como en los de propiedad del Estado, de las provincias o de los pueblos, el artículo 5 de la Ley de 1879 se limitaba a disponer que pertenecían al dueño respectivo para su uso y aprovechamiento mientras discurrieran por los mismos predios; en cuanto a las aguas muertas o estancadas, disponía el artículo 17 que eran de propiedad de los particulares, de los Municipios, de las Provincias y del Estado los lagos, lagunas y charcos formados en terrenos de su respectivo dominio, mientras los situados en terreno de aprovechamiento comunal pertenecían a los pueblos respectivos. Fue el Código civil el que partió de la distinción entre aguas de dominio público y de dominio privado, al relacionar unas con otras -con sus correspondientes cauces, lechos o álveos- en los artículos 407 y 408.

      Como consecuencia de esta diferente sistematización de la Ley y del Código surgieron interpretaciones distintas de los preceptos concretos de una y otro y, entre ellas, la que ahora nos importa en relación con el alcance y contenido de la propiedad privada del agua. Una primera opinión fue la de que sobre todas las aguas que nacían en los predios privados, incluso las de manantiales y arroyos (salvo el manantial que fuera cabeza de río, que tenía que ser considerado corriente pública), podía darse un derecho de propiedad pleno (1). Una segunda opinión consideraba que eran siempre públicas las aguas procedentes de manantiales que corrían por sus cauces naturales, quedando restringidas las aguas privadas a las continuas o discontinuas que nacían en predios de dominio privado sin constituir corrientes naturales y mientras discurrían por los mismos predios, añadiendo que el derecho sobre estas aguas se limitaba a un aprovechamiento de las mismas(2). Algunas posiciones intermedias consideraban que el derecho otorgado por el artículo 5.° de la Ley de Aguas de 1879 a los dueños de terrenos en que las aguas nacían era un derecho de dominio condicionado al aprovechamiento, de tal modo que, si el dueño no las aprovechaba, las aguas pasaban a ser públicas y podían concederse como tales(3), que la Ley de 1879 parecía apoyar la tesis del aprovechamiento más que la de dominio, pero que el Código civil influyó decisivamente para que se impusiera la segunda(4) o que esta propiedad privada limitada al aprovechamiento era únicamente aplicable a las aguas subterráneas(5), a las que me referiré en particular un poco más adelante.

      El T. C, en su sentencia 227/1988 sobre la nueva Ley de Aguas, estima que es necesario advertir -en relación con el régimen jurídico de las que el Código civil (art. 408) denomina aguas de dominio privado- que, sin perjuicio de su calificación legal como aguas de «dominio privado», la legislación anterior a la nueva Ley de Aguas no establecía sobre ellas un derecho de propiedad reconducible al régimen general definido en el artículo 348 del C. c. La propiedad privada de determinadas aguas terrestres era ya en aquella legislación una propiedad especial sometida a límites estrictos en lo que atañe a las facultades del propietario. Así, el derecho del propietario de un predio sobre las aguas que nacen en éste -derecho accesorio, pues, a la propiedad fundiaria- se extiende a su «uso y aprovechamiento» mientras las aguas discurran por él (art. 412 del Código civil y art. 5 de la Ley de Aguas de 1879) y alcanza sólo a las aguas efectivamente utilizadas, pues las no aprovechadas y sobrantes entran en la condición de públicas. En consecuencia -añade el T. C. más adelante-, según la legislación general derogada por la Ley de Aguas ahora impugnada, el «dominio privado» sobre determinadas aguas superficiales se limitaba a una facultad de apropiación o de aprovechamiento privativo preferente, accesoria de la propiedad del predio en que nacen, de las aguas efectivamente utilizadas mientras discurren por sus cauces naturales en ese mismo predio (fundamento 6).

    2. Alcance de la propiedad privada de las aguas subterráneas

      Por lo que se refiere a las aguas subterráneas (añade la sentencia del T. C. de 29 noviembre 1988), la Ley de 1879 atribuía al dueño de un predio «en plena propiedad» las que en él hubiere obtenido por medio de pozos ordinarios (arts. 18 a 21), y al que las hallare e hiciere surgir a la superficie del terreno por medio de pozos artesianos, socavones o galerías le reconoce el carácter de dueño de las mismas «a perpetuidad» (art. 22). Pero una cosa es la propiedad de las aguas ya alumbradas (art. 418 del Código civil) y otra el derecho o facultad de alumbrar aguas subterráneas. Este último, igualmente accesorio a la propiedad del predio en cuyo subsuelo se hallen las aguas, es también un derecho estrictamente limitado y condicionado a que no se distraigan o aparten «aguas públicas o privadas de su corriente natural» (fundamento 6). Algo más adelante, en el fundamento 12, se refiere el T. C. -obiter dicta- al derecho a alumbrar aguas subterráneas que fluyen o se hallan en el subsuelo de terrenos de propiedad privada, en la forma y volumen material determinantes del contenido de los derechos preexistentes (o sea, los constituidos al amparo de la Ley de Aguas de 1879 y del Código civil).

      Es esta determinación del contenido de la propiedad sobre las aguas subterráneas en la legislación anterior lo que parece realmente cuestionado. Lo primero que hay que considerar -como hace el T. C.- es la distinción entre dos supuestos suficientemente diferenciados: el primero de ellos se contempla en los artículos 18 a 21 de la Ley de Aguas de 1879, que aluden únicamente al propietario (no al alumbrador) o exigen tan sólo autorización de la autoridad administrativa (no la concesión de que habla el artículo 25) cuando se trata de terrenos públicos, porque se refieren a la obtención de aguas por medio de pozos ordinarios, en los que no se puede emplear más motor que el hombre y que sólo tienen por objeto atender al uso doméstico o a las necesidades ordinarias de la vida; se trataba de una explotación de las aguas subterráneas de escasa importancia y por esta razón no había inconveniente en atribuirlas en plena propiedad (arts. 18 y 21 de la Ley de Aguas de 1879). En cambio, el segundo supuesto, contemplado en los artículos 22 a 25 de la propia Ley de 1879, parecía responder a otros criterios: en ellos aparecía como figura central la del alumbrador (aunque la legitimación para alumbrar tuviera que proceder siempre del propietario del terreno), que era quien asumía la realización de los pozos artesianos, socavones o galerías y a quien se atribuían las aguas alumbradas siempre que las hiciera surgir a la superficie y mientras las controlara, aunque salieran de la finca donde vieron la luz.

      Para precisar el contenido de los derechos del alumbrador en la legislación anterior convenía distinguir dos situaciones relativas a las aguas ya halladas:

    3. a) Aguas halladas y extraídas.

      Según los artículos 22, 1.°, de la Ley de Aguas de 1879 y 418 del Código civil, pertenecían al alumbrador. De hecho -decía Nieto(6)- podía ser que el alumbrador fuera al mismo tiempo el propietario del suelo; pero su apropiación se derivaba entonces no de su condición de propietario, sino de la de alumbrador.

    4. a) Aguas halladas y no extraídas.

      Trátase de saber -decía también Nieto(7)- la relación jurídica que tiene el alumbrador con el caudal que aún está sin extraer. El Derecho ha montado un doble mecanismo de garantías jurídicas: por un lado, declara la propiedad del agua ya separada y apropiada (art. 22); y por otro, como garantía de la permanencia de esta propiedad, establece un área de protección de la misma, de tal manera que no...

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