Artículos 39 al 40

AutorFernando José Lorenzo Merino
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil
  1. INTRODUCCIÓN

    Consagra este precepto una idea tradicional en la aplicación del principio de temporalidad de los contratos locativos, el de que su duración sea la libremente estipulada por las partes. Tal idea, recibida en su día por el Código civil, contradice la que ha presidido, por razón de los fines económicos y sociales pretendidos, la legislación especial arrendaticia. El sistema de prórrogas forzosas a voluntad del colono que esta normativa introduce se planteó como el más adecuado para el logro de esos fines. Esta pretensión de rentabilidad económica y social por medio de la forzosidad de las prórrogas y el proteccionismo oficial, sufre un cambio al resultar aquella igualmente alcanzable a través de sistemas que, sin desvirtuar el contrato, signifiquen una liberalización de la relación negocial y una mayor movilidad en el mercado de tierras.

    Lo que resulta factible, como consecuencia de la transformación operada en la economía del país y en el propio estatuto de la propiedad rústica. Se advierte, en el caso de Galicia, que el principio de libertad contractual que inspira el sistema adoptado se corresponde con la anterior idea y es expresión, a su vez, de unos tradicionales usus terrae sobre la materia y de unas necesidades derivadas de la particular estructura del medio agrario gallego.

  2. TEMPORALIDAD Y VOLUNTARISMO EN EL CONTRARIO

    En la esencia del contrato locativo esta el hecho de su limitación temporal, lo que excluye consecuentemente de la relación contractual la idea de perpetuidad. Cuestión distinta sera la posibilidad jurídica de que el contrato lo sea por tiempo indefinido. Indicaba, en este sentido, la siempre citada Sentencia de 11 febrero 1908, que la circunstancia de la perpetuidad «no se aviene ni conforma con las condiciones intrínsecas del contrato, significando, como significa, un obstáculo legalmente insuperable para que el propietario pueda recabar en ningún tiempo la posesión y aprovechamiento directo de la cosa cedida». Sin embargo, advierte que «no son incompatibles con la esencia del contrato los arrendamientos indefinidos o celebrados con la limitación de una o unas generaciones, porque en tal supuesto el arrendador conserva la integridad de sus derechos para poder recobrar en determinado día o momento la finca arrendada». Es decir, lo que se excluye es el hecho de la perpetuidad pura, porque ello implicaría que la relación dejaría de ser arrendaticia para asimilarse a una eufiteútica, pero tampoco se declara inexcusable que este elemento de la temporalidad se deba llenar con un lapso de tiempo determinado.

    El propio Código civil concuerda con lo afirmado al no obligar, en el artículo 1.543, a que se haga constar necesariamente la duración del contrato, y preveer y regular el supuesto de falta de fijación de plazo por las partes, en los artículos. 1.577 y 1.581, superando, con ello, la literalidad de la expresión «por tiempo determinado» del citado artículo 1.543 2. Como ha sentado una constante jurisprudencia al interpretar este precepto, lo inadmisible no es el arrendamiento indefinido -con tal de que las partes tengan la facultad de desistir de él-, sino el perpetuo o aquel en que se deje en manos de una de las partes el poder de imponerlo indefinidamente a la otra3.

    Por ser consustancial al contrato locativo la limitación temporal, no ha estimado necesario el legislador gallego incluir en el texto del artículo 39 una referencia a la misma, centrando su atención en el hecho de la duración en relación con la fuente para determinarla. Y, en este sentido, ese legislador se decide, en primer lugar por la voluntad de las partes manifestada expresamente en el contrato y, en defecto, por la voluntad de la ley.

    El precedente en la normativa común venia marcado por el sistema romanista y liberal del Código civil y por el antivoluntarista de la legislación especial. Aquel centrado en el principio de autonomía de la voluntad de las partes, y expresado en un conjunto de normas que, con caracter eminentemente dispositivo, forman el régimen del contrato, como sucede con el referido artículo 1.545, al dejar al libre arbitrio de los contratantes la fijación del tiempo del arrendamiento, sin obligar siquiera a que estos concreten su duración; o la del artículo 1.565, al indicar que el contrato concluye a todos los efectos el día acordado sin dar opción a que otras voluntades incidan sobre este extremo, dado que el contrato reconducido que le pueda suceder, y que el Código posibilita en el artículo 1.566, lo es desde la misma voluntad negocial que causó el anterior. Indicación, la del artículo 1.565, que, por otra parte, debe ser contemplada en esta materia como una consecuencia de la regla general para las obligaciones del artículo 1.125.

    Esta supeditación del elemento temporal del contrato a la voluntad de las partes no se corresponde con el criterio que sobre tal cuestión adoptó en su día la legislación especial arrendaticia. Causa de tal actitud lo fue tanto el deseo del legislador de proteger a una de esas partes ante la situación de desequilibrio económico en que ordinariamente se encontraba respecto a la otra, como, en un segundo momento, la estimación de la explotación agraria como empresa y del agricultor como empresario a los que debía proporcionarse una cierta estabilidad4. Hay que tener presente la definitiva conceptuación del contrato arrendaticio como contrato para la empresa, en el que el bien jurídico tutelado por el ordenamiento va a serlo la actividad agraria como actividad empresarial. Consecuencia de este planteamiento es que la protección del trabajador- empresario se manifestará en dos planos entre si conexionados, el de la duración de los contratos y el de las rentas.

    El tema de la vigencia temporal del contrato o, para ser más precisos, de los plazos contractuales mínimos y de las posibles prórrogas al mismo, se va a convertir, de este modo, en un claro exponente de una política tuitiva e intervencionista. Porque no se trataba simplemente de asegurar al agricultor una permanencia prefijada en la explotación del fundo, sino de proporcionar el periodo de tiempo necesario para que el contrato pudiera cumplir su función5. La duración es, así, un requisito negocial que se vincula estrechamente a la causa, lo que, en otras palabras, significa que la funcionalidad del contrato supedita y condiciona, al tiempo que se configura, como elemento básico inicial.

    Cierto es que los contratos agrarios parten de un período natural de duración, que existen unos ciclos biológicos, vegetales o animales, y unas rotaciones de cultivo a las que, por lógica, deben aquellos acoplarse, pero su propia dinámica les hace ir más allá dado que se trata, en definitiva, de amortizar un capital invertido en la empresa y de hacerla productiva, lo que implica que debe adjudicarse por el ordenamiento a esa empresa y, por tanto, a aquellos contratos una vigencia superior a la del ciclo biológico respectivo.

    De ahí que se deba distinguir en la materia entre duración mínima natural y duración mínima legal. La primera, en razón de los ciclos agrarios de producción; la segunda, en razón de los intereses de la empresa -vida productiva de la misma. La primera, en consideración del agricultor en cuanto tal; la segunda, en beneficio de aquél en cuanto titular de la empresa agrícola6. La nota común de ambas será su no reducibilidad o inderogabilidad por el libre acuerdo de las partes. Principio que, la legislación especial arrendaticia, incorporó como regla fundamental en el régimen del contrato.

    Ciertamente, es la Ley Giménez Fernández, de 1935, la que inicia un sistema consistente en establecer con la indisponibilidad de sus preceptos, un período de duración mínimo contractual basado en las rotaciones de cultivo de la finca -arts. 1 y 9-. Sistema de normas de orden público y carácter imperativo que, tras las leyes de 28 junio 1940, 23 julio 1942 y 15 julio 1954, se consolida en el Reglamento de 1959, si bien fijando los plazos mínimos de duración, que se expresan ya en años naturales, en relación con el tipo de aprovechamiento y el importe de la renta -art. 9-, y que actualmente reitera la vigente Ley de Arrendamientos Rústicos al imponer la mínima duración contractual de los seis años naturales -art. 25-, que igualmente declara inderogable por la voluntad de los particulares7. Tal sistema no se ve gravemente alterado por la Ley 19/1995 de Modernización de las Explotaciones Agrarias, ya que si suprimió las prórrogas legales del artículo 25 de la Ley de Arrendamientos Rústicos para los contratos que se celebren con posterioridad a su entrada en vigor, mantiene la duración mínima para estos mismos contratos, que se establece en cinco años naturales, y la mantiene con el mismo caracter de obligatoriedad que en la legislación anterior, como se desprende de la expresión «mínima», indicadora del aspecto coercitivo de la norma. No obstante, es de apreciar la liberalización introducida por esta Ley en la materia, tal como se explicará posteriormente.

    La Ley de Galicia, en el artículo 39, al señalar que el arrendamiento rústico durará lo que...

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