Artículos 1721 y 1722

AutorJosé R. León Alonso
Cargo del AutorProfesor titular de Derecho Civil
  1. Ideas y principios que inspiran la sustitución

    Tuvieron los preceptos que comentamos claros antecedentes históricos en el Derecho Romano, en cuanto permisivos de un régimen general de sustitución en el mandato, si bien no se conoció una regulación particular de la mecánica ulterior de la misma en el plano procesal, o de las acciones. Era la regla general aplicable a la institución, la de la ejecución personal de la gestión, aunque en ocasiones, fundamentalmente cuando el mandatario acreditaba la imposibilidad de realizar personalmente el asunto -lo cual debía poner inmediatamente en conocimiento del mandante-, el dominus podía proceder a la sustitución del primitivo mandatario y encomendar el asunto a un tercero, sin que ello entrañara revocación. Qui mandatum suscepit, si potest id explere, deserere promissum officium non debet...; si vero intelligit, explere se id officium non posse, id ipsum, quem primum poterit, debet mandatori nuntiare, ut is, si velit, alterius opera utatur... (1). En realidad, el supuesto enunciado como regla general en la materia no era tanto una sustitución propiamente dicha, cuanto un supuesto de imposibilidad en la continuación de la gestión que, más adelante, podía abocar en situaciones de renuncia o revocación, pero en el que, en definitiva, se atendía preferentemente a las circunstancias de la persona del mandatario. Sin embargo, no menos cierto es que el jurista romano conoció otras hipótesis bastante similares al fenómeno de la sustitución en la representación, además de los casos frecuentemente controvertidos del magister navis, al que se le reconoce la facultad de ser sustituido aun contra la prohibición del exercitor (2), y del interdictum quod vi aut clam reconocido al propietario cuando el novum opus que encomendó realizar no fue ejecutado directa y personalmente por el mandatario, sino por la persona que, a su vez, éste designó al efecto.

    Fuera de ello, tan sólo encontramos en las fuentes romanas aspectos parciales de la cuestión; así, por ejemplo, se concede al mandatario un tipo de acción directa contra el submandatario que le sustituyó -si quis mandauerit aliqui gerenda negotio ejus qui ipse sive mandaverat, habebit mandati actionem, quia et ipse tenetur: tenetur autem, quia agere po-test...(3)-, o este otro: Si quis mandatur Titii negotia Seee gessit, Titio mandati tenetur, isque aestimare debet, quanto Seii et Titii interest; Titii autem interest, quantum is Sejo praestare debet, cui vel mandati, vel negotiorum gestorum nomine obligatus est. Tito autem actio compe-tit cum eo, cui mandavit aliena negotia gerenda, et antequam ipse quid-quam domino praestet, quia id ei abesse videtur, in quo obligatus est (4).

    Parece desprenderse de los textos recogidos que el mandatario había de responder de la gestión del sustituto no autorizado, por su imprudencia dolosa, razón por la que, por la acción de gestión de negocios, habría de ceder necesariamente sus acciones al mandante y responder de cualquier resultado dañoso por culpa de su sustituto (5). Pero ello es así, precisamente, porque el Derecho Romano no conoció una acción directa del mandante contra el sustituto, sino que, por el contrario, cuando la sustitución se había operado sin mediar su consentimiento, además de la responsabilidad del primitivo mandatario, la única defensa posible se encontraba en el recurso a la gestión de negocios ajenos, tal como con más detalle analizan otras fuentes (6).

    Por su parte, también nuestro Derecho histórico castellano ofrece una visión normativa escasa y parcial de la figura general de la sustitución del mandatario, encontrándose tan sólo un precedente, aunque muy claro, del fenómeno en cuestión. Establecen las Partidas (7) que «otrosí dezimos que el personero non puede poner otro en su logar, en aquel pleyto mismo sobre que el fue dado, si primeramente non lo ouiesse comentado por demanda o por respuesta. Pero si le fuesse otorgado tal poderío en la carta de la personería, estonce lo podría fazer ante e después. E esto ha logar entre los personeros que son dados para seguir los pleytos en juyzio. Mas los otros que son fechos para recabdar, o fazer otras cosas fuera de juyzio, estos átales bien pueden dar otros per-soneros en su logar. Pero si estos fiziessen alguna cosa a daño del señor, estonce los primeros personeros que los cogieron, e los pusieron en sus logares, son tenudos de se parar a ello».

    De estos antecedentes históricos dista bastante la versión y redacción que con posterioridad llegó a formular el Código civil, que, y así debe ser reconocido, alcanzó una regulación más que aceptable por completa y coherente. Otro tanto cabría decir, incluso, en relación con relación a otros Códigos de Derecho comparado, entre los que el nuestro no ocupa, precisamente, un lugar rezagado; y, así, por ejemplo, en un somero balance comparativo respecto de los artículos 1.994 del Código civil francés o 1.748 del italiano de 1865 y 1.717 del actualmente vigente, se desprende con claridad un saldo favorable a nuestro texto sustantivo, más completo y hasta minucioso que aquéllos, ofreciendo supuestos verdaderamente meritorios, tal el de la sustitución prohibida por el mandante, tan sólo insinuada en los demás Códigos civiles. Así, pues, en esta ocasión, podemos partir de un articulado enteramente satisfactorio, tanto en lo que hace a la integridad de su contenido como en lo que a su técnica jurídica se refiere. Quizás únicamente se eche en falta una mayor ex-plicitación en lo relativo a los tipos o medios de sustitución que, en realidad, aparecen desvanecidos, aunque prácticamente apuntados, en el supuesto general de la responsabilidad del mandatario sustituyente.

    1. Del «intuitos personae» a la fungibilidad en la gestión

      Puede ya afirmarse que, en general, el principio de la sustitución en el mandato encuentra su más sólida base en dos principios fundamentales, si bien ambos pudieran resultar antagónicos: el de la intransferibilidad de la confianza depositada por el mandante en el mandatario, y sólo en él en principio, y la fungibilidad final en los modos y resultados de la actuación de quien, en definitiva, acometa el encargo; ello, al menos, desde un punto de vista práctico y funcional.

      Ambos principios, que por su antagonismo han protagonizado siempre los ejes de argumentación en pro y en contra respectivamente en la admisibilidad del mecanismo sustitutorio, aparecen, a su vez, fundamentados en sendas ideas perfectamente autónomas y determinadas: de una parte, el general principio de fiduciariedad stricto sensu con que surge la relación de mandato, encarnado en el juego capital del intuitus personae en la figura del representante y, de otro lado, la idea mucho más compleja de la no identificación absoluta de la representación y el mandato, entendido éste como el soporte contractual de aquélla, al menos el más habitual, y en el que, al mismo tiempo, encuentra una sede normativa específica. Quiérese decir con todo ello, que si bien es cierto que el mandante confía en la persona del mandatario para entablar con él la relación contractual comprensiva del encargo, no menos lo es que esa idea puede venir suficiente y satisfactoriamente explicada por la representación, en tanto que el mandato persigue un fin concreto y determinado, la gestión, por encima de quién sea la persona que efectivamente lo culmine.

      No puede negarse que, en multitud de ocasiones, la idea de la fungi-bilidad en la gestión, dota de una agilidad y funcionalidad a la institución de la representación que resulta imposible de ser obtenida sobre las bases tradicionales del intuitus personae y la confianza a ultranza. Piénsese, a modo de ejemplos, en supuestos en que por ausencia prolongada o por imposibilidad sobrevenida, el mandatario no puede atender determinado asunto, sin que al mandante le interese desvincular definitivamente a su representante; o imagínese que el mandatario mismo sabe de la superior capacitación de otra persona, avalada y conocida por él, para el desarrollo y cumplimiento de una gestión determinada; si el asunto concluido por el sustituto no alcanzara los logros previstos, responderá siempre el mandatario, por él y por su sustituto, pero si sus resultados fueran enteramente satisfactorios, ¿qué podrá reclamar el mandante de la forma en que se haya llevado a cabo la gestión representativa? Evidentemente, no puede sino admitirse en la casi generalidad de supuestos que la práctica contractual de nuestros días ofrece -lo que no implica tampoco ni su ejercicio indiscriminado ni el abandono sistemático de ciertas cautelas en su admisibilidad-, la considerable utilidad del mecanismo de la sustitución, máxime cuando, modernamente, se ha comenzado a entender la autonomía, tanto en sus funciones como en sus medios y sedes, de las figuras de la representación y del mandato. El rigor institucional, una vez más, debe ceder ante la mayor eficiencia objetiva.

    2. La sustitución es una pura cuestión de límites

      Todo lo anteriormente dicho, se resume en una previa cuestión de armonización entre los rígidos y superables moldes fiduciarios en que la relación de mandato se inspira, y la flexibilización de los mismos en aras a mayor eficacia práctica que, en principio, parece decantar claramente el problema hacia la admisibilidad de la sustitución, si bien, y ello no puede perderse de vista, en última instancia la solución pase necesariamente por ser una pura cuestión de límites.

      De esta forma, se salvan escollos aparentemente insuperables o, al menos, difícilmente superables desde una interpretación estricta de la norma; por ejemplo, operada efectivamente la sustitución del original mandatario, aun contra la prohibición expresa del mandante -sustitución prohibida a tenor del último párrafo del artículo 1.721 del Código civil, que no admite más solución que la nulidad del supuesto-, quizás deban acabar imponiéndose criterios de relativización de la medida, pues, como más adelante tendremos ocasión de puntualizar...

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