Artículo 1726

AutorJosé R. León Alonso
Cargo del AutorProfesor titular de Derecho Civil
  1. EXTENSIÓN GENERAL DE LA RESPONSABILIDAD DEL MANDATARIO: REMISIÓN PARCIAL A LOS ARTÍCULOS 1.718 Y 1.719 DEL CÓDIGO CIVIL

    Cierra el presente artículo 1.726 el capítulo II del Título IX, dedicado a la regulación del contrato de mandato; y no deja de ser curioso el dato si se observa cómo el mismo capítulo se introduce con la norma establecida en el artículo 1.718, regla general en tema de responsabilidad del mandatario en el cumplimiento del encargo conferido. Obviamente, la redacción de ambos preceptos inciden en una cierta reiteración -el mandatario es responsable, en general, por su incumplimiento y, en particular, de las consecuencias derivadas de su actitud dolosa o culposa-, al no ser la norma del artículo 1.726 sino una concreción y desarrollo del alcance general de toda responsabilidad contractual.

    Sin embargo, tampoco está de más el sentido complementario con que este precepto aparece formulado respecto de aquel general, pues, de una parte, los daños por el no cumplimiento o la no ejecución del mandato aceptado son los establecidos en el artículo 1.718, precisándose ahora en este 1.726 los grados de aquella responsabilidad genéricamente delimitada y, de otra parte, si aquél obligaba al mandatario a cumplir el mandato, éste parece obligarlo además a cumplirlo bien, no en el sentido del necesario buen término de la gestión efectuada, lo que sin duda entrañaría una obligación de resultado para el mandatario, sino en el de deber comportarse de acuerdo con el interés subjetivo de quien preside su actuación -o en el objetivo de no incurrir en situaciones dolosas o culposas-; obligación, en suma, de medios, más que de fin, al dictado de la diligencia y buena fe debidas.

    En realidad, de la interpretación ajustada, aunque amplia de textos, como el artículo 1.726, es donde con mayor utilidad se percibe la evolución perseguida y habida en materia de responsabilidad contractual: la objetivización y el creciente margen concedido a la autonomía de la voluntad de las partes. Es por ello que la omnipresente idea de la buena fe se perfila hoy con más nitidez y precisión respecto de aquel primitivo y limitado alcance con que aparecía formulada en los textos clásicos como mero criterio contrapuesto al tradicional dolus malus, prácticamente el único módulo de apreciación de la responsabilidad del mandatario: in mandati vero iudicium dolus, non etiam culpa deducitur (1); sin embargo, conviene hacer de inmediato ciertas precisiones.

    En primer lugar, es sabido, la noción de responsabilidad e incumplimientos dolosos era entendida primitivamente con tal amplitud que su ámbito rebasaba con creces la esfera de lo propiamente jurídico para afectar también a la de la estimación pública, mediante la concesión de ciertas acciones infamantes, entre las que se encontraba precisamente la de mandato. Si a ello se une, según la intuición habida en el seno de la doctrina romanística, más tarde constatada y admitida de forma casi unánime, la tardía aparición de la culpa como criterio de atribución de responsabilidad junto al dolo, fce comprenderá que fuera básicamente la idea de la diligencia exigible en cada caso la que se alzara en el impulso que aquélla requería para su definitiva consagración legislativa (2). Cualquiera que en adelante fuera el criterio de estimación de la responsabilidad por dolo o por simple culpa -y téngase presente que pocas cuestiones y expresiones superan a la noción de culpa en lo que a número de interpolaciones hace referencia-, lo cierto es que el hecho de no responderse frente al mandante por aquélla, tan sólo significaba que el mandatario no venía obligado en relación a ciertos daños causados de forma involuntaria mediante su actividad gestoria, pero no que no se le reputase culpable de incumplimiento, siempre que no acreditara debidamente la ausencia de toda voluntad de incumplir el encargo.

    Quizás la única explicación coherente a todo ello sea la que más arriba se apuntaba en el sentido de que el entendimiento de la negligencia dolosa comprendía la más multiforme casuística en materia de incumplimiento, desde la simple imprudencia del mandatario, hasta su particular impericia, pasando por situaciones típicas de fraude, culpa, etc.(3). Y todo ello, porque la buena fe, en su más vasta inteligencia, aparejaba la idea de la voluntaria preterición del officium por parte del mandatario, lo cual llevó a la evolución de la estricta norma de que nihil amplius, quam bonam fidem praestare eum oportet, qui procurat, hasta derivar en la estimación de la responsabilidad del mandatario no ya sólo por culpa lata, exigible, por ejemplo, también al depositario, sino, incluso, por la leve y hasta por la levísima (4).

    Y aunque el Código civil no da pie para seguir manteniendo hoy día la tan complicada distinción de grados en la culpa civil -particularmente no parece pueda ya mantenerse la tradicional equiparación entre culpa lata y dolo-, ello no obsta para afirmar la necesidad de revisar las categorías y criterios en base a los que imputar la responsabilidad contractual por incumplimiento; precisamente la afirmación viene corroborada por la facultad que a los Tribunales concede el artículo 1.103 del Código civil para moderar la responsabilidad proveniente de la culpa, así como por la peculiar aplicación que de ello hace la propia Ley cuando acoge la gratuidad o la retribución del mandatario como parámetros de esa responsabilidad.

    Pero la norma del 1.726 del Código civil incurre en el grave defecto de generalizar en exceso la situación de responsabilidad del mandatario en el específico ámbito de su actuación gestoría, lo que obliga a una adecuada integración del precepto que no siempre conduce a resultados positivos. Y ello porque tanto la responsabilidad dolosa básicamente contenida en el artículo 1.107 del Código civil, como la pauta que ofrece el. 1.104 en tema de culpa, resultan ser criterios excesivamente subjetivos y, sin duda, tributarios de su concepción histórica. Quizás porque la responsabilidad sea siempre consecuencia de la omisión de concretas obligaciones o de la infracción de ciertos deberes, lo cierto es que, particularmente, en lo que al mandatario hace referencia, la delimitación de aquélla se realiza siempre sobre standards negativos, tales como la no sujeción a las instrucciones recibidas del mandante, el exceso o el abuso en los límites objetivos del mandato, la propia negligencia en la actividad representativa, etc. Y, sin embargo, tampoco ello debe extrañar demasiado si se repara en que, de un lado, el aludido artículo 1.104 del Código civil y, de otro lado, la norma general del 1.101 en relación con la particular del 1.107, ambas del Código civil, no hacen sino consagrar la diligencia, casi diríamos mejor las diligencias en cada caso exigibles, como el más sólido'argumento para aquilatar la responsabilidad de los obligados ante el incumplimiento. El problema va a radicar, empero, en que esa idea de la diligencia no alcanza a hacer desaparecer por completo la responsabilidad del mandatario.

    Ante el notable subjetivismo en que en general inciden todos los preceptos que el Código dedica a la responsabilidad contractual, llama la atención la reflexión debida a De los Mozos (5), para quien el deudor aludido en el artículo 1.107 no será un deudor doloso, pero sí culpable, a pesar de su buena fe; obviamente, la explicación no puede ser otra que la propia idea de negligencia, de donde que se esté ya en situación de poder concluir que: tanto la buena fe generalmente exigible como el dolo particularmente apreciable, no son sino criterios respectivamente limitadores o agravadores de la responsabilidad imputable al mandatario, lo que, a su vez, conduce a la afirmación de que éste, aun siendo diligente y actuando de buena fe, no queda exonerado de su responsabilidad por incumplimiento, o por los daños ocasionados al mandante. Y esto es, precisamente, lo que el Código no alcanza a establecer con claridad en su doble alternativa a la cuestión: la realidad de unos daños derivados del incumplimiento ex artículo 1.718 y esta otra procedente de su falta de diligencia ex artículo 1.726.

    En definitiva y última instancia, una recta interpretación de ese artículo 1.726 del Código civil, posiblemente aconseje el abandono de planteamientos subjetivistas, los llamados elementos intelectivos y volitivos, con los que tradicionalmente se definía la esencia del dolo, para arrivar a un entendimiento unitario de la responsabilidad; que ello debe ser así lo sugiere la moderna noción de dolo como mero exponente de agravación de la culpabilidad, lo que, además, vendría a justificar la diferente extensión que a la responsabilidad se da en uno y otro caso: la reparación integral ante los daños causados por una actuación dolosa en tanto que la reparación limitada a tan sólo los daños previstos tras un comportamiento meramente culposo (6). De esta manera, cualquier comportamiento del mandatario hacia el mandante claramente lesivo e imputablo, si bien no exactamente malicioso, será objeto inequívoco de responsabilidad por el mero hecho del incumplimiento y, posiblemente, con entera independencia tanto de los daños eventualmente producidos como de la intención empleada para ocasionarlos; y, así, el mandatario que conscientemente incumple sus deberes hacia el mandante no ya por perjudicarle, sino sencillamente por realizar el encargo de manera más ventajosa, cómoda o lucrativa para él mismo, lo que, en terminología de Lupoi, constituiría el animus lucrifaciendi no necesariamente identificable con el animus no-cendi (7), incurriría en aquella responsabilidad que se propugna a tenor del artículo 1.726, a cuyos efectos la frontera entre dolo y culpa habrá prácticamente desaparecido.

    1. El criterio medular de la diligencia: su alcance y aplicación al mandato

      Cabría afirmar, como corolario de lo hasta aquí manifestado, que la diligencia que a modo general debe serle exigida al mandatario, es aquella correspondiente con exactitud y...

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