Artículo 1262

AutorL.H. Clavería Gonsálbez ...[et al.]
  1. LA FORMACIÓN DEL CONTRATO POR LA CONCURRENCIA DE OFERTA Y ACEPTACIÓN

    Sistemáticamente, el artículo 1.262 se incluye en el capítulo II del Título II del Libro IV del Código civil, bajo la rúbrica «De los requisitos esenciales para la validez de los contratos». Tras una disposición general, la del artículo 1.261, en donde se señalan los requisitos del contrato, cada una de las siguientes secciones va referida a la regulación de tales requisitos o elementos. La primera de ellas está dedicada al consentimiento quizá para remarcar, en la más pura línea voluntarista de Domat y Pothier, y propia de los Códigos del siglo XIX, que se trata del requisito primordial del contrato (1) Concordando con los artículos 1.254, 1.258 y 1.278, en relación con los contratos consensuales(2),el artículo que nos ocupa resalta que el consentimiento, como acuerdo de los contratantes (o coincidencia de dos o más voluntades)(3), supone la concurrencia de, al menos, dos declaraciones («se manifiesta») de voluntad: la del oferente y la del aceptante. Pero esas declaraciones de voluntad han de recaer sobre la cosa y la causa que han de constituir el contrato, con lo que se establece la relación entre los tres requisitos del mismo contenidos en el artículo 1.261.

    Como dice Lálaguna(4), «claramente se perfilan aquí los dos aspectos fundamentales del consentimiento contractual: a) la manifestación del consentimiento que, desde el punto de vista del proceso formativo del contrato, supone la necesaria concurrencia de las declaraciones de voluntad de los contratantes (oferta y aceptación) y que, desde el mismo punto de vista implica la referencia a la cosa (objeto) y la causa; b) la realidad del consentimiento, que sólo puede ser sustentada por un determinado contenido que se define "sobre la cosa y la causa", ya que de otro modo nos encontraríamos ante la aporía de un "consentimiento en el vacío" (Betti)»(5).

    Esto significa que no basta, como señala Albaladejo (6), que las partes estén de acuerdo, sino que la conformidad ha de recaer sobre el objeto del contrato («sobre la cosa») y la causa(7). En una compraventa, por ejemplo, la cosa vendida (vid. art. 1.167) y su precio(8). Ciertamente, y como dice Carbonnier(9), si el contrato es fuente de una serie de obligaciones, más o menos amplias, que van a vincular a los contratantes, lo lógico sería exigir que el consentimiento que le da vida recayera sobre todas y cada una de las obligaciones que van a nacer del mismo (10). Sin embargo, el consentimiento necesario para la perfección del contrato no se exige rigurosamente en el Código civil para la determinación del total contenido contractual. Basta con que recaiga sobre los intereses que el negocio tiende a reglamentar o los bienes susceptibles de valoración económica, que corresponde a aquel interés de las partes (11), y sobre la función o finalidad típica del negocio. Sólo así podrá determinarse su naturaleza. Y es que hay «ciertos contenidos mínimos de la organización de intereses que establece un determinado tipo de contrato que deben ser conocidos y queridos por los contratantes. Tienen que ver con la causa del contrato plasmada con el respectivo tipo (causa típica). Cuando un contratante (o ambos) manifiestan que quieren celebrar un determinado contrato típico, debe conocer, al menos (para poder querer), cómo se estructura en ese contrato la causa y, al mismo tiempo, debe poner en conexión esa causa con la organización de intereses que pretende establecer» (12). Eso es suficiente, pero también indispensable. En definitiva, lo que interesa remarcar es que la vinculación contractual existe porque cada parte ha podido formarse la idea, a base de lo manifestado por la otra, de cuál es el interés que el Derecho le protegerá cuando el contrato quede perfeccionado(13).

    Ello va a suponer que, en muchos casos, haya de acudirse a la integración del contrato. Es decir, sobre ese esquema mínimo querido por las partes, la buena fe, el uso y la ley integrarán el contenido del contrato, según su naturaleza (art. 1.258), deduciendo consecuencias sobre las que el consentimiento no ha recaído.

    Sin embargo, conviene no caer en el equívoco de pensar que el contrato no requiere el acuerdo de los contratantes sobre el total contenido contractual. En efecto, hay que tener en cuenta que no se trata tanto de determinar si el contrato puede o no ser integrado, como de saber si realmente puede decirse que hay contrato. A este nivel, la distinción entre elementos esenciales y los que no lo son no alcanza sentido alguno, pues hay que recordar que las partes pueden subordinar su consentimiento a los extremos que estimen convenientes y que para ellos pueden alcanzar el carácter de esenciales. O no quieran vincularse sino cuando exista un total acuerdo sobre todos y cada uno de los extremos del contrato, como sucederá en los que tengan cierta relevancia económica. O, en fin, que determinada normativa pueda tender a lograr que la prestación del consentimiento no se haga sin haber tenido presentes todas y cada una de las estipulaciones contractuales (protección de los consumidores). Lo que sucede es que si las partes han querido obligarse, pero no han previsto todos los extremos del contenido contractual, entonces habrá de verse si su acuerdo versó sobre los elementos mínimos o esenciales y, si es así, proceder a la integración de los restantes.

    Lo que sí puede afirmarse es que no habrá inconveniente en considerar como contractual toda obligación nacida de un acuerdo de voluntades, aunque alguna de esas voluntades no haya intervenido en la determinación del contenido contractual. Basta con que lo conozca y preste su consentimiento al mismo. Tampoco es indispensable que, aun participando en aquella determinación, exista una igual libertad(14) entre las partes contratantes. De aquí que se siga conservando la calificación de «contractual» para aquellas figuras cuyo contenido se fija imperativamente por la ley o respecto de los llamados contratos de adhesión. Cuestión distinta, y que nos llevaría lejos del comentario que abordamos, es que determinados contratos, como los citados de adhesión, deban someterse a un régimen específico en el que se tienda a proteger la consciencia y libertad con que se presta aquel consentimiento, para lograr un mayor equilibrio de los intereses en juego. Lo que, a su vez, viene a demostrar que el consentimiento (en tanto se refuerza su protección) sigue constituyendo el eje básico del contrato.

    Lo dicho hasta aquí conduce a firmar que lo que caracteriza al contrato, como medio técnico de organización de intereses, es el procedimiento a través del cual derivan de él efectos jurídicos, su modo de formación: ese acuerdo de voluntades, el consentimiento, que por muy debilitado que se encuentre en muchos casos, sigue constituyendo, repetimos, el rasgo esencial de esta figura(15).

    El precepto que nos ocupa aborda tres puntos concretos, que son los que Laurent(16), en el precedente de nuestro 1.262 (art. 1.058 de su Avant-Projet), consideraba que había que regular para evitar las controversias que la falta de un precepto similar originaba en el Código francés. En primer lugar, la formación del consentimiento entre presentes (párrafo 1.° del artículo 1.262, con ciertas variantes respecto del modelo). En segundo lugar, la formación del contrato celebrado por correspondencia (párrafo 2.° del artículo 1.262, inciso primero). Por último, y como buen internacionalista, el lugar de formación del contrato celebrado por correspondencia (párrafo 2.° del artículo 1.262, inciso final, con matizaciones del precedente).

    Aunque todas esas cuestiones serán abordadas, naturalmente, a lo largo de este comentario, hemos preferido, en lugar de adoptar este esquema, hacer un planteamiento más general de los problemas que suscita el tema de la perfección del contrato. Frente a ellos es indudable, como tendremos ocasión de comprobar, que el precepto se muestra claramente insuficiente.

    Es habitual en nuestra doctrina el distinguir tres fases(17) en la vida del contrato: la generación («conjunto de hechos y actos jurídicos, simultáneos o sucesivos, ordenados a la manifestación del consentimiento con la que el contrato se perfecciona» (18)), la perfección (o nacimiento del contrato a la vida jurídica y, en principio, comienzo de la producción de efectos) y la consumación o ejecución del mismo («el cumplimiento del fin para que se constituyó el contrato» (19)). Indudablemente, la perspectiva en la que hemos de situarnos aquí excluye que, salvo referencialmente, abordemos otros temas que no sean los directamente recogidos por el precepto que comentamos, aunque guarden una estrecha relación con ellos (tratos preliminares(20), responsabilidad precontractual, precontratos, etc.). Y aunque, ciertamente, existan otros procedimientos de formación del contrato, a alguno de los cuales nos referiremos más adelante, puede decirse que, al no existir otra norma de carácter general en el Código civil, el concurso de la oferta y de la aceptación constituye el esquema habitual de perfección del mismo. A él se refiere en muchas ocasiones nuestra jurisprudencia. Así, en las sentencias de 3 de mayo de 1978, 10 de octubre de 1980, 13 de octubre de 1981, 15 de julio de 1983 o 10 de febrero de 1984, por citar sólo algunas de las más relevantes. Indudablemente, y como mero esquema conceptual que es, su adaptación a la realidad no pasa, en muchos casos, de ser aproximativa. Además, y como veremos, en la actualidad el esquema individualista del que parte el artículo va siendo sustituido por ofertas uniformes, dirigidas al público en general, y hechas en base a condiciones generales establecidas unilateralmente por una de las partes.

    Analizaremos por separado cada una de estas declaraciones de voluntad contractuales, teniendo en cuenta que no existe una diferencia esencial entre ambas, salvo su sucesión cronológica (vid. T. S. 7 marzo 1956), apenas perceptible en los contratos de formación...

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