Artículo 1

AutorVicente Gimeno Sendra
Cargo del Autorcatedrático de Derecho Procesal UNED

ÁMBITO

Artículo 1.

  1. Los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo conocerán de las pretensiones que se deduzcan en relación con la actuación de las Administraciones Públicas sujeta al Derecho administrativo, con las disposiciones generales de rango inferior a la Ley y con los Decretos Legislativos cuando excedan los límites de la delegación.

  2. Se entenderá a estos efectos por Administraciones Públicas:

    1. La Administración General del Estado.

    2. Las Administraciones de las Comunidades Autónomas.

    3. Las Entidades que integran la Administración local.

    4. Las Entidades de Derecho público que sean dependientes o estén vinculadas al Estado, las Comunidades Autónomas o las Entidades Locales.

  3. Conocerán también de las pretensiones que se deduzcan en relación con:

    1. Los actos y disposiciones en materia de personal, administración y gestión patrimonial sujetos al derecho público adoptados por los órganos competentes del Congreso de los Diputados, del Senado, del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas y del Defensor del Pueblo, así como de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas y de las instituciones autonómicas análogas al Tribunal de Cuentas y al Defensor del Pueblo.

    2. Los actos y disposiciones del Consejo General del Poder Judicial y la actividad administrativa de los órganos de gobierno de los Juzgados y Tribunales, en los términos de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

    3. La actuación de la Administración electoral, en los términos previstos en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General.

      I. INTRODUCCIÓN: EL CONTROL JURISDICCIONAL DE LA ACTIVIDAD DE LOS PODERES PÚBLICOS EN EL ORDENAMIENTO CONSTITUCIONAL ESPAÑOL

      1. Consideraciones previas

      Nuestra Constitución establece en su artículo primero que España se constituye en un Estado Social y Democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Desde estas bases, en el Texto Fundamental se acomete la organización del Estado Constitucional configurando, por un lado, las Cortes Generales —Congreso de Diputados y Senado—, a las que funcionalmente se atribuye la potestad legislativa estatal y el control de la acción gubernamental (art. 66 CE); el Gobierno y la Administración, por otro, de los cuales el primero asume la dirección de la política interior y exterior, la Administración civil y militar y la defensa del Estado, ejercitando la función ejecutiva y la potestad reglamentaria (art. 97 CE), y la segunda lo que genéricamente puede denominarse el «servicio público», instrumentalizando y llevando a la práctica las anteriores competencias; y por último, el Poder Judicial, quien en régimen de mono- polio o exclusividad actúa la potestad jurisdiccional y las funciones que expresamente le sean atribuidas por Ley en garantía de cualquier derecho (art. 117 CE).

      La Constitución de 1978, pues, se inscribe en las líneas programáticas y organizativas del constitucionalismo moderno, ordenando un sistema político presidido por dos ideas directrices, a saber: la división de poderes y, en lo que ahora interesa, el Estado de Derecho.

      A) La doctrina de la división de poderes

      Sabido es, sin embargo, que dichas orientaciones no han sido fruto de la improvisación sino, antes al contrario, constituyen el derivado de una dilatada evolución histórica, que arranca incluso antes del nacimiento de lo que los constitucionalistas han dado en llamar el «Estado moderno». En efecto, ya en el sistema político absolutista se revelaba una división vertical de los poderes, en cuya cúspide se situaba el Monarca feudal, y subordinados a él sus vasallos, y a la vez una división horizontal, puesto que el poder superior lo compartía el Rey con los grandes vasallos o «capite tenentes» (García Pelayo), aunque la resultante de tales estructuras no era sino la división cuantitativa e irracional del poder, como certeramente demostró Max Weber.

      Con posterioridad y tras varias vicisitudes que no aportaron ningún elemento novedoso a tales construcciones absolutistas, se generaliza, primero, la teoría anglo- sajona del «balance of powers», gestada en el siglo XII y expresiva de la necesidad de equilibrio o, como el propio término indica, balance entre los diversos poderes del Estado, los cuales, por supuesto, aún no se encontraban definitivamente asentados, ni tenían un ámbito jurídicamente delimitado de funciones que ejercer con separación del resto; todo ello de forma tal que en ese momento histórico no llegaban a determinarse competencias distintivas entre los centros de decisión política que permitieran atribuir las cuestiones derivadas de las mismas a una u otra sede decisora.

      La evolución de las teorías de racionalización del poder culmina, en su primera fase con las aportaciones de Locke y Montesquieu.

      Para el primero de los referidos autores, coexistían en el Estado los poderes Ejecutivo, Federativo y Legislativo, siendo los dos citados en primer lugar extremadamente afines en su conformación política, no obstante el diferente ámbito territorial sobre el que desplegaban su actividad: en tanto que el Ejecutivo se interesaba solamente por la aplicación de la Ley formal en los asuntos internos, el Federativo se ocupaba de los extranjeros, guerra, paz y tratados internacionales. Por último, el Legislativo detentaba su tradicional función de elaboración y aprobación de las normas. Al Poder Judicial, sin embargo, no se le reconocía un ámbito separado y autónomo, sino que se representaba como un apéndice del Ejecutivo, «porque ambos se conciben únicamente como aplicación de las leyes generales a casos concretos» (Neumann, Pedraz). De ahí que sea Montesquieu a quien corresponda el mérito de apadrinar la principal y moderna doctrina de la división de poderes, con una formulación caracterizada por un profundo espíritu liberal, en la que se asigna racionalmente cada atribución del Estado al órgano más capacitado para llevarla a cabo, y se define perceptiblemente el papel que ha de desempeñar el aparato judicial.

      En este sentido, Montesquieu diseña en su obra «El espíritu de las Leyes» una ordenación política pluriorgánica, a cuyo frente se encuentran los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, con una apreciable separación funcional entre ellos; tanto el Legislativo como el Ejecutivo responden con un alto grado de aproximación a la idea que en la actualidad tenemos de los mismos: el primero elabora y aprueba las normas fundamentales de la convivencia social y de la ordenación de los poderes, y el segundo las ejecuta. Pero el Poder Judicial, sin embargo, se configura como algo puramente negativo (invisible et nulle); un poder que no debe ser encomendado a un estamento, ni a una profesión, sino a los propios ciudadanos elegidos por sorteo, sin formar un colegio o institución duradera en el tiempo, y sin otra misión que ser «la boca que pronuncia las palabras de la Ley».

      En cualquier caso, las referencias al Poder Judicial, siquiera sean negativas o por exclusión, resultan suficientemente significativas para abordar la segunda vertiente de la doctrina de la división de poderes, la cual si bien en un primer momento obedece a una mera articulación organizativa de los órganos del Estado, pronto adquiere un componente de garantía (Gössel), en tanto que se requiere salvaguardar el ámbito competencial de cada uno de ellos, sin que deban existir intromisiones injustificadas o impropias por parte de alguno en las labores características de otro, por cuanto ello conduciría de nuevo a un régimen autocrático:

    4. Los poderes Legislativo y Ejecutivo han de estar separados, ya que, si configuramos a la Ley como regla general, abstracta, preexistente a los hechos particulares y formulada para el porvenir, sus preceptos no han de ser inspirados al legislador por sus preocupaciones actuales de personas o como particulares; en consecuencia, no deben ser dictados por el Ejecutivo, quien en su consideración de ejecutor de las Leyes actúa atendiendo a consideraciones particulares o momentáneas;

    5. Por las mismas razones, es necesaria la separación del Legislativo y el Judicial, ya que si el Juez fuera también legislador podría cambiar las Leyes caprichosamente en el momento mismo de aplicarlas;

    6. En último lugar, también es imprescindible la separación de los poderes Ejecutivo y Judicial; de otro modo el primero podría utilizar la función de los jueces para aplicar las Leyes según sus intereses, quebrando la legalidad necesaria para la aplicación del Derecho. Los poderes serían destruidos si el Príncipe pudiera juzgarse a sí mismo (Pedraz).

      De lo hasta ahora reseñado, puede extraerse como reflexión final, la progresiva conformación histórica del Poder Judicial como una sede decisora autónoma del resto de los poderes estatales, cuya principal función radica en la aplicación de la Ley al caso concreto. Pero, como sucede que tal aplicación no es privativa de los Jueces y Tribunales, sino que los demás poderes han de aplicar y sujetar su actividad al Derecho, y a él también han de acomodarse preceptivamente los ciudadanos en su comportamiento y relaciones sociales (Morón), inductivamente tenemos que el Judicial constituye un poder que por sí mismo actúa la legalidad, y controla de forma negativa la adecuación a la Ley de las relaciones sociales y de la actividad de los poderes públicos.

      Tan es así, que en formulaciones posteriores de la doctrina de la división de poderes —principalmente en las denominadas orientaciones «dualistas»—, se ha optado incluso en un elevado porcentaje por distinguir entre «poderes de ordenación» —en los que se englobarían el Legislativo y el Ejecutivo—, y «poderes de control», integrados tan sólo por el Judicial, en su función de garantizar la legalidad de los actos de los poderes políticos, y fiscalizar los parámetros jurídicos en los que se desenvuelve el referido poder de ordenación.

      B) La teoría del Estado de Derecho

      Poco tiempo después de que...

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