Argumentación, justificación y principio de autoridad

AutorSegura Ortega, Manuel
CargoUniversidade Santiago de Compostela
Páginas233-246

Ver nota 1

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1. Planteamiento

La relevancia que la argumentación tiene en el mundo jurídico parece estar fuera de toda duda. Se ha dicho hasta la saciedad que una de las tareas fundamentales de cualquier jurista (teórico o práctico) es la de ofrecer argumentos en defensa de sus tesis. En general puede decirse que la mayoría de los discursos jurídicos se construyen a través de argumentaciones que se desarrollan en el proceso de creación de normas o bien en el proceso de aplicación de las mismas. En este sentido los derechos actuales aparecen como el resultado de un proceso discursivo en el que las razones (las buenas razones) aportadas por los diferentes operadores jurídicos se configuran como recursos de justificación.

La pretensión básica de la argumentación jurídica consiste en mostrar la corrección (formal y material) de las actuaciones de los distintos sujetos que intervienen en todas aquellas cuestiones que tienen trascendencia jurídica. En consecuencia, parece incuestionable que el papel que desempeña la argumentación en el derecho no tiene un mero carácter instrumental sino que constituye el eje fundamental en torno al cual giran todas las discusiones. Esto es especialmente cierto desde hace algunas décadas y una prueba irrefutable en este sentido lo constituyen las numerosas teorías de la argumentación jurídica que han aparecido desde los años 50 y que han servido, entre otras cosas, para poner en tela de juicio algunos de los esquemas que tradicionalmente operaban en la mente de los juristas. El desarrollo de todas estas doctrinas ha situado el razona-

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miento jurídico en un punto intermedio entre la evidencia y la arbitrariedad tratando de mostrar que es posible formular enunciados que puedan presentarse como intersubjetivamente válidos y aceptables.

De cualquier modo, y antes de continuar, es necesario delimitar el objeto de mis propias reflexiones. La argumentación de la que aquí se hablará es la que tiene lugar en el proceso de aplicación del derecho, esto es, aquella cuya finalidad básica consiste en la obtención de decisiones. Por tanto, estoy excluyendo de antemano todos aquellos razonamientos que se realizan -probablemente con pretensiones similares- en otros contextos como, por ejemplo, la actividad legislativa o la actividad dogmática propia de las ciencias jurídicas. Por otro lado, no es mi intención analizar el contenido de las diferentes teorías de la argumentación jurídica ya que todas ellas han sido ampliamente estudiadas, debatidas y criticadas2. Por último, hay que tener en cuenta que todo lo que se dirá a continuación se refiere al modelo de estado constitucional que se ha ido consolidando en los últimos años en diferentes países de nuestro entorno. Este modelo presupone una serie de limitaciones que afectan no sólo al contenido del derecho sino muy especialmente a su realización práctica a través de la interpretación y aplicación del mismo. De hecho se puede afirmar que en este modelo de estado la exigencia de justificación (de argumentación) se ha exten-dido a todos los órganos públicos de modo que el recurso a la autoridad parece haber pasado a un segundo plano. Aarnio describía este fenómeno acertadamente cuando afirmaba que «en una sociedad moderna, la gente exige no sólo decisiones dotadas de autoridad sino que pide razones. Esto vale también para la administración de justicia. La responsabilidad del juez se ha convertido cada vez más en la responsabilidad de justificar sus decisiones. La base para el uso del poder por parte del juez reside en la aceptabilidad de sus decisiones y no en la posición formal de poder que pueda tener»3.

Lo que me propongo examinar en este trabajo es si efectivamente se ha producido el triunfo de la exigencia de justificación en detrimento del principio de autoridad y para ello es necesario examinar la relevancia que tiene tal principio en el funcionamiento de los sistemas jurídicos.

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2. Autoridad y racionalidad

Como punto de partida puede afirmarse que las argumentaciones que realizan los juristas se desarrollan siempre dentro del marco de fuentes reconocidas de modo que tal sistema de fuentes determina las posibilidades argumentativas en el sentido de que existen ciertos límites que, en principio, no se pueden rebasar. Por ejemplo, el respeto a la constitución y las leyes, la observancia de ciertos precedentes y la aceptación de la interpretación que realizan ciertos órganos autorizados como el Tribunal supremo y el Tribunal constitucional constituyen algunas de las reglas básicas a las que debe atenerse cualquier tipo de razonamiento.

Todos estos presupuestos señalan el cauce por el que debe discurrir la argumentación jurídica para que pueda considerarse aceptable y suficientemente legitimada. No pretendo poner en tela de juicio estos presupuestos ya que constituyen los instrumentos fundamentales para el funcionamiento de los sistemas jurídicos actuales. Sin embargo, no se puede olvidar que todos ellos implican un punto de partida en el que el llamado argumento de autoridad ocupa un puesto principal. De ahí que pueda decirse que es la autoridad del Parlamento o de la judicatura -no necesariamente su racionalidad- la que dirige y orienta toda la praxis jurídica. Desde la perspectiva judicial las razones que se presentan como fundamento de las decisiones descansan siempre en el principio de autoridad por más que sea necesario justificarlas (motivarlas). En efecto, cuando se apela a la ley o a cualquier otra fuente reconocida como fundamento de la decisión se está recurriendo a un argumento de auto-ridad. En este sentido decía Vernengo que «la ideología básica -presupuesta siempre, pero rara vez enunciada- es el conformismo: el juez que respeta la ley sea cual fuere su tenor axiológico y político, lo que en verdad respeta es a quien ejerce efectivamente el poder ayer, hoy o mañana»4. Lo que ha sucedido con frecuencia es que la ley ha sido concebida como un producto racional y, por eso, el argumento de autoridad aparece hasta cierto punto camuflado pasando desapercibido.

En cualquier caso, parece indiscutible que el papel de la argumentación en la actividad judicial ha cobrado un mayor protagonismo y por eso «la decisión judicial ha evolucionado claramente desde la autoridad del que toma la decisión a la importancia de la decisión razonada»5.

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Ahora bien, auque admitamos este cambio la autoridad sigue siendo la fuente y fundamento de las decisiones razonadas. Esto no quiere decir que la exigencia de justificación carezca de importancia pero no se puede olvidar que, en última instancia, las decisiones valen no porque estén más o menos motivadas sino, más bien, por la autoridad del que las pronuncia. Pensemos, por ejemplo, en lo que sucede con los tribunales de última instancia. La interpretación que realizan de las normas y que fija los criterios que se han de seguir en el futuro puede no ser la mejor entre todas las posibles; es más puede ser una interpretación equivocada o errónea y, sin embargo, será la que se impondrá frente a todas las demás. Por más que se diga que lo verdaderamente importante son las razones que se invocan para la justificación de una decisión lo cierto es que todas las resoluciones judiciales se apoyan en el argumento de autoridad.

Fijémonos en lo que ocurre con el funcionamiento normal de la administración de justicia: cuando una sentencia es recurrida y modificada por un tribunal superior sus razones se imponen no porque sean más sólidas (aunque eventualmente pudieran serlo), sino porque se trata de un órgano superior que tiene competencia para revisar los fallos de otros jueces. A menudo se confunde la autoridad y la razón al convertir argumentaciones autoritativas en argumentaciones racionales. En consecuencia, parece bastante obvio que «los jueces, aunque sean magistrados de un tribunal supremo o de un tribunal constitucional, pueden equivocarse al realizar su trabajo, al igual que cualquier otra persona. La docilidad y sumisión con que frecuentemente se comentan o acogen los pronunciamientos de los más altos tribunales, por el mero hecho de su procedencia no tiene ninguna razón de ser. Es indudable que una opinión del Tribunal supremo o del Tribunal constitucional tiene una gran importancia (jurídica, política o social), mientras que la opinión de un comentarista desconocido no tiene normalmente ninguna trascendencia; pero eso no significa que la primera sea más verdadera que la segunda»6.

Parece que siempre que se habla de argumentación en el ámbito de la actividad judicial se está presuponiendo que tal argumentación tiene un carácter racional. Esto viene a significar dos cosas: por una parte, que en el razonamiento jurídico se intenta «minimizar la intervención de la voluntad, con frecuencia identificada con lo arbitrario y lo irracional»7 y, por otra, que en algún sentido los razonamientos judiciales pueden ser objeto de fiscalización en la medida en que son conocidos, comprensibles y, por tanto, susceptibles de impugnación. Desde esta perspectiva la exigencia de justificación cumple una función de mínimos al posibilitar el control de la actuación judicial. El Tribunal

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constitucional entiende que el deber de motivación debe ser concebido como una manifestación del derecho a la tutela judicial efectiva lo cual implica que el derecho a una resolución motivada puede ser reclamado vía amparo. Este deber de motivación cumple una doble función: «por una parte, da a conocer las reflexiones que conducen al fallo, como factor de racionalidad en el ejercicio del poder y a la vez facilita su control mediante los recursos que proceden. Actúa, en suma, para favorecer un más completo derecho a la defensa en juicio y como un elemento preventivo de...

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