"Del arbitrio judicial a la doctrina legal en materia civil: la recepción imperfecta de la casación francesa en el constitucionalismo gaditano"

AutorAntonio Sánchez Aranda
CargoProfesor de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Granada
Páginas113-128

    Quisiera agradecer a los doctores D. Ricardo Gómez Rivero y D. José Antonio Pérez Juan, la oportunidad y facilidad dada para la publicación del presente trabajo y sumarme a las felicitaciones por la organización del Congreso internacional “Vigencia y repercusiones de la Constitución de Cádiz”, un ejemplo más de su buen hacer académico. No cabe duda que ha contribuido a tener un mejor conocimiento de las instituciones que integraron, en sus diferentes ámbitos, las primeras organizaciones de los Estados constitucionales decimonónicos.

Antonio Sánchez Aranda. Profesor de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Granada, pertenece al Grupo de Investigación Justicia y Gobierno en la Historia del Derecho español y europeo y al Zentrum für Rechtswissenschaftliche Grundlagenforschung de la Universidad de Würzburg (Alemania). Teniendo como línea de investigación principal la Historia del Derecho procesal y de la Administración de Justicia, su Tesis doctoral versó sobre El recurso de segunda suplicación en el Derecho castellano. De entre las publicaciones centradas en el ámbito procesal destacan “La consolidación de la tercera instancia en el Ordenamiento jurídico español de la Codificación: el recurso de nulidad (1810-1855)”; “Algunas aportaciones sobre la forma > en el > castellano” y “La reforma de la Justicia Superior castellana de Carlos V”.

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I Introducción

En primer lugar corresponde poner de manifiesto lo acertado del título del presente Congreso internacional: Vigencia y repercusiones de la Constitución de Cádiz. Un título que nos invita a reflexionar, en general, sobre la importancia de esta Constitución en nuestra cultura constitucional y reafirmar, en particular y centrado en la temática de la presente publicación, su repercusión en la vertebración de nuestra actual jurisdicción civil.

Sancionando el principio de que la potestad de aplicar la ley en pleitos civiles y criminales correspondía exclusivamente a los tribunales, la Constitución de 1812 proclamaba, en el ámbito civil, el de tres instancias jurisdiccionales. Por tanto, sólo cabían tres sentencias judiciales como máximo para que un pleito civil feneciese y desplegase el efecto de cosa juzgada1. Como vértice superior de la nueva Justicia liberal establecía un Supremo Tribunal de Justicia (art. 259). A éste correspondería, entre otras competencias, “conocer de los recursos de nulidad, que se interpongan contra las sentencias dadas en última instancia para el preciso efecto de reponer el proceso, devolviéndolo” y “oír las dudas de los demás tribunales sobre la inteligencia de alguna ley, y consultar sobre ellas al Rey con los fundamentos que hubiere, para que promueva la conveniente declaración en las Cortes” (artículos 261.9.10, respectivamente).

Era los inicios de la constitucionalización de una justicia que debía separarse de la obediencia a la monarquía, y su consecuente mediatización, tan características del Antiguo Régimen. Frente a un modelo donde el juez asumía una delegación de la justicia dependiente de la monarquía, se intenta imponer un poder judicial que para Artola “perseguía un doble objetivo: independizar a los jueces del arbitrio del rey y limitar su acción a la aplicación de la ley”2.

En relación con los principios que debían informar el nuevo proceso civil y su jurisdicción, no puede hablarse de ruptura plena con el modelo del Antiguo Régimen3. Por ejemplo, el artículo 285 de la Constitución era consecuencia del trium conformium sententiarum del Derecho procesal castellano, recepcionado en Partidas y logrado, para los importantes casos de corte, con la implantación de la Audiencia castellana en 13714. Tampoco era posible extrapolarlo en la conformación de laPage 116 denominada tercera, y última, instancia jurisdiccional que residiría en el denominado -desde 1835- Tribunal Supremo de España y que tendría como principal instrumento procesal el mencionado recurso de nulidad (art. 261.9), modelo recepcionado de la jurisdicción francesa que inicialmente no asumió la denominación de recurso de casación.

Pero retomando el sugerente título del Congreso internacional debe ponerse de manifiesto la paradoja histórica de como, desde los inicios del constitucionalismo gaditano, “el Nuevo Régimen hunde sus raíces en el Antiguo, lo que difumina los perfiles temporales de la revolución”5. Una referencia que se ilustra con la articulación de una soberanía compartida entre monarquía y Nación, pero también en la ordenación procesal. Como es conocido, tardó en configurarse el derecho fundamental de las partes a la protección procesal en el ámbito privado.

En el ámbito orgánico, y siempre sobre la base del modelo jurisdiccional castellano bien estructurado desde la reforma de los Reyes Católicos que pone a la iniciada por el primero de los Trastámara en 1371, la justicia real ordinaria se mantuvo hasta 18356. En la esfera procesal, la codificación que debía encargarse de implantar una uniforme jurisdicción civil para todo el territorio español, tardó en llegar más de treinta y cuatro años. La Ley de Enjuiciamiento Civil de 1855 -en adelante, LEC-, con vigencia desde el 1 de enero de 1856, establecía la denominación de recurso de casación al que fue de nulidad, una expresión introducida previamente por la Ley de 20 de junio de 1852 sobre el modo de proceder en causas de fraude a la Hacienda del Estado. Gómez de la Serna, miembro de la Comisión que la elaboró, indicaba sobre el debate que era extraño que existiendo una palabra consagrada desde el Decreto de 1838 para designar el recurso la Comisión no terminase por aceptarla, “creeráse quizá que se dejó llevar de un espíritu servil de imitación, prefiriendo la denominación extranjera a la nacional. La Comisión está libre de este cargo, por lo mismo que en sus tareas antepuso siempre lo histórico, lo tradicional (...) La palabra es tan expresiva, tan enérgica para calificar este recurso, que difícilmente puede ser sustituida por otra; de aquí dimana que haya sido aceptada universalmente en todas las naciones”7.

Con esta Ley se ponía fin a una etapa de casi cinco siglos que vino caracterizada, en el ámbito del proceso, por el procedimentalismo en respuesta a la ausencia de una clara y suficiente regulación legal del ordine procesal castellano y, en el ámbito jurisprudencial, por el arbitrio judicial, así como por la importancia de la práctica forense que aportó claridad y certeza en un momento de marasmo legislativo8.

II La influencia de la casación francesa en el liberalismo gaditano: el recurso de nulidad

La necesidad de tener en la jurisprudencia un pilar básico independiente para la interpretación uniforme de la ley constitucional, en aras del nuevo principio de igualdad, pasaba por otorgarle unPage 117 reconocimiento legal9. No fue fácil establecerla como fuente del Ordenamiento jurídico español, no sólo por los habatares políticos del momento sino por el hecho de romper una planta judicial que durante más de cinco siglos se había adaptado a la exclusión legal, eso sí, su estilo en la práctica jurídica fue clave para el desarrollo y dinamismo procesal como lo reflejó el aforismo ius est sententia iudiciis. En definitiva, para la constitución del arbitrio judicial.

Su reconocimiento legal no se estableció hasta 1889 cuando, de entre las fuentes del Ordenamiento jurídico, quedaban establecidos los principios generales del derecho identificados con la reiterada jurisprudencia que sobre una materia estableciese el Tribunal Supremo de España. Esta transición vino marcada por el desarrollo de una legislación liberal que tuvo que coexistir con la vigencia de una acumulativa del Antiguo Régimen de la que su máximo exponente venía constituida por la obra de la Novísima Recopilación de Leyes10. Consecuente también tardó en llegar la constitucionalización de una justicia que sobre el modelo liberal gaditano empezó a estructurarse a partir de las reformas de 1835. Costaría más de veinte años consolidar la “función estatal de la justicia”11.

En relación con la vertebración del nuevo sistema procesal civil triunfó la tesis de reformar el modelo existente frente a quienes defendían una derogación total, sirviendo de referencia para la sistematización y estructura del nuevo proceso recogido en la Ley de Enjuiciamiento de 1855. Una línea conservadora que en la denominada última instancia no era posible mantener. En ésta regía el recurso de segunda suplicación -o de mil y quinientas doblas como popularmente se le conocía por el requisito de esta cantidad como fianza requerida para su interposición-, institucionalizado en la Corona de Castilla en 1390 para casos de corte arduos y de importancia económica.

Éstos iniciados en la Audiencia –y desde las Cortes de Toledo de 1480 también en el Consejo Real- se podían cerrar en tercera instancia ante el rey, competencia a la que la monarquía nunca renunció y que en la práctica en la Época Moderna pronto delegó en el Consejo Real de Castilla donde desde 1572 empezó a funcionar la denominada Sala de Mil y Quinientas, orgánicamente articulada por Felipe IV en 1608. Una institución procesal que difícilmente podía contribuir a lograr, por su naturaleza y estructura, la ansiada uniformidad para la unidad jurídica y a la vez desplazar el arbitrio judicial. De ahí que Francisco Pacheco reclamaría, para no vulnerar derechos de los litigantes, en pleno debate sobre el modelo procesal que no se podía mirar hacia una segunda suplicación que se resentía “de ideas y de trámites de ningún modo conformes con lo que actualmente enseña y aconseja la ciencia”12.

El debate sobre el nuevo modelo de la justicia liberal española pasaba por entender que era posible una unidad jurisprudencial que, a...

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