El apartado 6º del art. 426 LEC: crónica de una norma fallida
Autor | Carlos de Miranda Vázquez |
Cargo | Doctor en Derecho. Profesor de Derecho Procesal. Universidad Internacional de Cataluña |
Páginas | 255-300 |
Ver nota 1
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El apartado 6º del art. 426 LEC no formaba parte del borrador de la Ley civil de ritos. Tampoco aparecía en el Anteproyecto. Ni tan siquiera
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se hallaba en el Proyecto, que se sometió a tramitación parlamentaria. Fue a raíz de una enmienda del grupo socialista -que prosperó sin resistencia- que el precepto pasó a formar parte del articulado final de la LEC. Sin embargo, su contenido no se puede considerar inédito. Conviene echar la mirada atrás y prestar atención a la redacción del art. 52 del Decreto de 21 de noviembre de 1952, por el que se introduce el juicio de cognición. En virtud de dicha norma se establece que «el Juez podrá invitar a las partes para que concreten aquellos extremos de la demanda, contestación o reconvención que considere no han sido expuestos con la debida claridad, o que puntualicen los pedimentos oscuros y poco precisos que puedan inducir a confusión a tiempo de declarar las pertinencias de las pruebas o de dictar sentencia».
Me subyuga particularmente este precepto -refiriéndome, claro está, al 426.6 LEC-. Fundamentalmente, porque el propósito que lo inspiró es de todo punto loable. Perseguir, por todos los medios, que no se cierre la fase alegatoria -en la parte que se puede desarrollar eventualmente en la audiencia previa- sin aclarar y/o precisar todas aquellas afirmaciones, de hecho o de derecho, que puedan resultar oscuras o imprecisas2.
El Legislador de 1952 se mostró preclaro al vislumbrar esta necesidad, según se desprende del texto transcrito un poco más arriba. He aquí que esta «subfunción aclaradora»3se encuentre integrada, muy acertadamente, dentro de la «subfunción dialéctica» de la audiencia previa, todo ello en el ámbito, aún más amplio, de la «función delimitadora» de la misma.
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En virtud de la norma que nos ocupa, el juzgador se encuentra facultado para requerir a las partes las aclaraciones o las precisiones que tenga por oportunas. Y ello complementado con el apercibimiento de que una conducta renuente surtiría el efecto de una suerte de conformidad con lo manifestado de contrario. Hasta aquí, bien, o eso cabe pensar a la luz de una lectura apresurada y superficial.
Un examen detenido y concienzudo de la redacción legal pone al descubierto un rosario de problemas interpretativos, de difícil solución. Pero, aún con todo, lo peor aguarda en la parte final del apartado concernido. La consecuencia legal que se prevé, para un -por cierto, más que infrecuente- supuesto de resistencia de la parte a aclarar o precisar lo que se le pide, contraviene los dictados de la lógica más elemental y, de paso, de la mecánica dialéctica del juicio declarativo. Vamos, demasiados obstáculos en tan breve redacción. En suma, un desacierto legislativo mayúsculo, como se expone y razona en el presente artículo.
Juntamente con lo anterior, una mirada -en perspectiva- desalienta más, si cabe. El requerimiento de aclaración y/o precisión llega tarde, resultando patente su extravagancia y, lo que es peor, abonando el terreno a diversas dificultades prácticas que jalonan el tortuoso devenir en el que se convierte la aplicación del precepto. Todo invita a pensar -o, cuanto menos, a mí me lo parece- que el carácter no originario de este concreto precepto -recordemos que su origen se halla en una enmienda parlamentaria- colocó al Legislador en la tesitura de no saber qué hacer con él, llevándole a alojarlo -sin más- al final del art. 426 LEC. Así, me malicio -aunque pueda ser que ande yo muy errado, pues no tengo pruebas objetivas que me permitan demostrar lo que no pasa de ser una simple conjetura- que se añadió por aluvión a la cola de los trámites de alegación y de aportación de documentos del art. 426 LEC, sin detenerse tan siquiera a considerar la idoneidad del lugar al que se le había venido a situar.
No sé si se trata de un capricho del azar, o guarda algún tipo de conexión de orden causal con lo dicho, pero lo cierto es que la aplicación de este precepto es inapreciable, hasta el punto de atreverme a sostener que
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se trata de una norma claramente en desuso, desde los primeros compases de la vigencia de la LEC 1/20004.
En lo que sigue, me propongo demostrar el acierto -o, al menos, la razonabilidad- de mis barruntos iniciales, que acabo de desvelar. Y, en último término, me dispongo a sugerir la reformulación y la reubicación de una norma, que, per se, podría prestar un notable servicio al mejor desarrollo de la dialéctica alegatoria procesal civil.
La parte del precepto, que ahora mismo nos concierne, reza así: «El tribunal podrá también requerir a las partes para que realicen las aclaraciones o precisiones necesarias respecto de los hechos y argumentos contenidos en sus escritos de demanda o contestación». Partiendo del tenor literal de la norma, procedo a explicitar todas las dificultades que se asoman, a poco que se pare mientes en tal redactado. En aras a la claridad expositiva, me tomo la libertad de ir extractando sus elementos componentes, para comentarlos de forma individualizada. Imploro, pues, la benevolencia del lector si la forma de enfocar el análisis lo torna excesivamente farragoso.
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Que sea el juzgador quien requiera, me parece lógico, atendido el poder de dirección de los debates, del que aquél se encuentra investido5.
Pero que sea el juez quien realice el requerimiento, no nos debe confundir6: la Ley no precisa a quien se deja la iniciativa que desemboque en el antedicho requerimiento.
Desde una perspectiva estrictamente gramatical, el sujeto «el tribunal» se vincula con la paráfrasis verbal «podrá requerir» -acción obviamente exclusiva del juez-, lo que deja abierta la posibilidad de que la iniciativa pueda correr de cuenta, tanto de las partes, como del propio juzgador7. Así pues, sostengo la existencia de una laguna8.
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A mi juicio, tal laguna puede -y debe- colmarse en el sentido más amplio posible. Esto es, dejando la iniciativa, por igual, a las partes y al tribunal. De esta forma, el requerimiento podrá efectuarse «de oficio o a instancia de parte».
En favor de la tesis postulada, esgrimo, en primer lugar, un rotundo argumento de autoridad. Defiende ALONSO-CUEVILLAS que el requerimiento puede efectuarse «(...) de oficio o a instancia de la contraparte (...)»9.
Además, encuentro numerosas razones que me permiten apuntalar, sólidamente, el contenido concreto con el que pretendo colmar tal laguna. A saber:
(i) Salvo que el juzgador acuda a la audiencia previa con los escritos rectores debidamente estudiados -mejor dicho, salvo que tuviese la obligación de conducirse de tal forma-, lo más probable será que no se percate de la necesidad de aplicar esta norma; son las partes las que suelen advertir estas cosas10.
(ii) Restringir la iniciativa al tribunal se me antoja contradictorio con el espíritu participativo y cooperativo que inspira la regulación de la audiencia previa.
(iii) Y lo que es todavía peor, desvirtuaríamos el propósito de la norma: conjurar cualquier oscuridad en los enunciados fácticos o jurídicos de las partes, antes de que se entre en la fase propiamente delimitadora de la controversia. Si esto es lo que se pretendió con este precepto -y creo que así es-, debería traernos sin cuidado de quien parta la iniciativa11.
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En suma, aun cuando el requerimiento lo curse el tribunal, no encuentro óbice razonable alguno que impida conceder la iniciativa a los contendientes, amén que al propio juzgador, por descontado.
El verbo empleado no deja lugar a dudas. El requerir es un acto procesal facultativo para el tribunal, en el bien entendido de que, según el tenor literal, tanto puede el órgano jurisdiccional hacer uso de dicho poder, como no hacerlo12.
En mi opinión, resulta censurable que se trate de una facultad -entendida como un ejercicio puro de discrecionalidad-, en lugar de erigirse como una obligación del juzgador (no debería ser opcional despejar enunciados oscuros, o precisarlos). Según la lógica de la literalidad del precepto, pudiera suceder que, a pesar de la existencia de un enunciado fáctico, particular o general, o de uno normativo, dudoso o impreciso (sin entrar, por ahora, a concretar qué déficits pueden provocar la necesidad del requerimiento), el tribunal prefiriese pasarlo por alto, dejándose arrastrar, quizás, por la indolencia o por la apatía.
No obstante lo anterior, desistiría de mi apreciación crítica, sin dudarlo, si cupiese un enfoque...
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