Antecedentes históricos y evolución de la distribución territorial en España hasta 1975

AutorLucrecio Rebollo Delgado
Páginas21-59

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1. La distribución territorial bajo el mandato de los austrias y de los primeros borbones

Aunque se ha pretendido en la enseñanza reciente de nuestra historia difundir la idea de que España surge con los Reyes Católicos, y que la unión de las Coronas de Castilla y Aragón supone la plena superación de la dispersión de reinos y poderes, es curioso constatar como Isabel y Fernando no se titulan Reyes de España, sino de reyes de los distintos territorios que forman parte de ambas Coronas y de los que con posterioridad se van incorporando. Puede manifestarse que durante el mandato de los Austrias, España no tiene una unificación de poder y de territorio. Cabe hablar más propiamente en los siglos XVI y XVII de una España confederal, en la que a excepción de Castilla, el poder varía en intensidad de unos territorios a otros. Como manifiesta Escudero: “el Rey gobierna en esos reinos, señoríos y demás territorios con distinto título jurídico –en unos es propiamente Rey, en otros Señor, en otros Conde o Duque– y con diferente intensidad y poder. Por decirlo de modo gráfico, el monarca es la suprema autoridad en todos, pero manda más en unos territorios que en otros, según su título y sobre todo

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según la menor o mayor resistencia de cada unidad política a la imposición del poder regio… el Rey puede gobernar con más facilidad en la unitaria Castilla que en la Corona de Aragón, donde entre otras razones existía una estructura organizativa tan dispar que ha llegado a ser comparada no sin razón con la moderna Commonwealth británica”1. El liderazgo de Castilla, debido a su fuerte unificación institucional, mayor población y riqueza, se orientó a la expansión internacional, pero no implantó el modelo al resto de territorios españoles.

De la unión de las Coronas de Castilla y Aragón no hay otro documento jurídico que el contrato matrimonial de Isabel y Fernando. El gobierno fue siempre separado, y como se ha manifestado, al heredar Fernando el trono de Aragón en 1479, se rechazó la propuesta del Consejo Real de que se les denominaran Reyes de España. Es más, en el testamento de Isabel, que se redacta en su calidad de reina de Castilla exclusivamente, nombra heredera del trono a su hija Juana, y sólo en caso de incapacidad o ausencia sería reemplazada por su padre Fernando, pero no en calidad de rey, sino de gobernador o regente. Igual circunstancia se produce con la asignación de territorios conquistados en América, que lo serán de forma exclusiva a Castilla desde 1519. La unión formal de ambos territorios no se producirá hasta el reinado de Felipe V, y como en tantas otras ocasiones en la historia, es más producto del azar, que de pretensiones concretas. En cumplimiento del testamento de Isabel, y ante la incapacidad de reinar de su hija Juana, Fernando será Rey de Aragón y regente de Castilla, dada la prematura muerte de Felipe (el hermoso) y la ausencia de descendencia del segundo matrimonio de Fernando con Germana de Foix. De esta forma al heredar Carlos V ambas coronas se produce la unión de los reinos, y que pasados doscientos años, con Felipe V,

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constituirán oficialmente el Reino de España. Un imperio tan vasto como el heredado por Carlos V, y con los medios de transporte y comunicación de la época, era difícil de gobernar sin cierta descentralización y un cierto grado de desgobierno. Se mantienen las estructuras creadas por los Reyes Católicos, tendentes a la integración de ambas coronas con la creación de los Consejos, Reales Audiencias y Chancillerías. En los municipios se crea la figura del Corregidor, que desempeña funciones de interventor real y competencias de orden público. El imperio español es pues una yuxtaposición de territorios con una evidente fragmentación de los poderes y una práctica ausencia de un ordenamiento jurídico común, donde priman los intereses económicos favorecidos por privilegios de clase o grupos de pertenencia, y donde la estructura territorial es más una pretensión que una realidad.

El periodo borbónico, importando el modelo unificador francés, sí consiguió estructurar en alguna medida el Estado, cuyo punto de arranque es el Memorial de 1624 realizado por el Conde Duque de Olivares a Felipe IV, aunque no tuvo plasmación jurídica. Será con Felipe V y los denominados Decretos de Nueva Planta, cuando se eliminan los sistemas particularistas de las Cortes de Aragón, Valencia y Cataluña, se tiende al establecimiento de una regulación de mercado unificada y a la creación de una administración centralizada. Manifiesta Artola, que Felipe V “sin conseguir enteramente su propósito unificador, señaló en 1707 su deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo”2. En un escueto ejercicio de imaginación, y en un breve recorrido por la península, piénsese en la diversidad de

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normas, órganos jurisdiccionales, pesos, medidas, monedas, impuestos o tasas, etc.

Es pues a partir del S. XVIII cuando puede hablarse del inicio de una España algo unificada y estructurada territorialmente, que no dará frutos hasta el reinado de Carlos III. Los virreinatos se transformaron en provincias, al frente de los cuales ejercerá el poder político y militar un Capitán General como Gobernador, pero éste no tenía plenos poderes, los compartía con la Real Audiencia, que funcionaba a modo de senado consultivo. De esta forma el régimen de gobierno conjunto entre Capitán General y Audiencia se fue generalizando en España, haciéndose coincidir la demarcación judicial de la Audiencia con la jefatura militar de una zona o provincia. A su vez se introducen de forma sucesiva las figuras de Intendentes y Corregidores con variada eficacia en sus cometidos. Pero esta nueva estructuración es incapaz de soportar las deficiencias del sistema que con una idea de crisis generalizada, finalizará con la ruptura del orden estamental.

La nobleza sufre una crisis institucional. Conservó sus privilegios mientras pudo prestar dos servicios clave, administrar justicia conforme a un derecho consuetudinario, y dirigir la defensa militar. La recepción del Derecho Romano desplazó al noble por el jurista, y las nuevas necesidades bélicas, de grandes ejércitos, nueva estructuración y finalidades, finiquitará sus funciones militares.

También la Iglesia sufre una crisis estructural, en gran medida porque había copiado las prácticas de la nobleza, lo que requerirá una reestructuración funcional, que devino necesaria con la desaparición de los señoríos y la desamortización. También se produce una crisis jurídica, debido a que la pretendida acción unitaria del Rey se ve obstaculizada por un conjunto jurídico atomizado y plagado de regulaciones particularistas, cuando no de absolutos privilegios. Los principios de unidad

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y universalidad de la ley, o la finalidad de la misma, se ve obstaculizada por la falta de códigos y la limitación geográfica y social de su vigencia.

Otro aspecto importante a tener en cuenta es una fuerte crisis económica y financiera. La concentración de la tierra y la no pretensión de la productividad, junto con el aumento de la población, así como la vigencia de las ordenanzas gremiales, impiden una expansión acorde con las necesidades. A ello se unirá una crisis financiera, dado que el aumento de funciones estatales por la desaparición de la sociedad estamental supone un incremento exponencial de los gastos del Estado que no pueden ser sufragados con el antiguo sistema de rentas, y que supondrá acudir a medios crediticios por parte del Rey, como son los préstamos y los vales reales, hoy conocidos como deuda pública. Aunque en 1780 aparece con Carlos III el papel moneda y mantiene un valor sin pérdidas, finalizado su reinado los valores sufrieron pérdidas enormes y sumieron al Estado en un déficit permanente.

En resumen, este periodo, y salvo el reinado de Carlos III, que procuró dar soluciones a los problemas de su tiempo mediante un racional programa de reformas, entre las que se incluía la mejora del gobierno territorial y la unificación de las estructuras del Estado, no puede decirse que sea precedente de modernidad, y sí más bien de continuismo en el modelo de sociedad estamental.

2. Los períodos constitucionales
2.1. El afán unificador doceañista

No existe la menor duda en que 1808 es fecha clave en la historia de nuestro país y también es el inicio de cambios sustantivos en la materia que nos ocupa. La quiebra que supone

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esta fecha afecta de forma primigenia a la misma estructura de legitimación del poder. El abandono de su pueblo por los reyes y la cesión de la Corona a un poder extranjero, supone la liquidación de la monarquía absoluta y con ello de su legitimación del ejercicio del poder, que será sustituido por una nueva, la legitimación popular, que operará como motor de una mejor organización política y jurídica, que a su vez se plasma en el paso del Antiguo Régimen al Estado liberal. Esta nueva legitimidad no abandona las pretensiones unificadoras y centralistas, lo que sustituye la ideología liberal es la fundamentación en el ejercicio del poder. La Ilustración propugna un poder único y central, reflejo de una nación soberana, que ha de ser también única, y que ejerce sus funciones de forma directa sobre los individuos. De esta forma, la centralización no es producto de las pretensiones de...

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