La América Latina-España: socios en la globalización

AutorFernando García Casas
CargoSecretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica y el Caribe
Páginas7-14

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Los Estados elaboran su política exterior teniendo en cuenta el entorno internacional en el que se mueven. No existe una política exterior sólida y viable que no acierte a amoldarse a las fuerzas y condicionamientos que determinan el sistema internacional en cada momento histórico. Sistema definido como conjunto de unidades interconectadas entre sí, de manera que cambios en algunos de sus elementos producen cambios en los otros elementos del sistema, lo que encuadra las respuestas de las políticas exteriores de los Estados. Como nos ha advertido Kenneth Waltz, con el tiempo los Estados aprenden a plegarse a sus condicionamientos porque ven las desdichas de aquellos que pretendieron no conformarse a los dictados del sistema internacional.

Si aceptáramos como punto de partida de nuestro análisis esta concepción (neo) realista de las relaciones internacionales, convendríamos en que una estrategia -ese universo de ideas y convicciones que sirve de marco general de referencia para la toma de decisiones- bien diseñada de nuestra política exterior iberoamericana debería partir de la comprensión y correcta valoración de los grandes cambios que se están produciendo en el mundo y que impactan fuertemente en América Latina, Europa y España, y por tanto en sus relaciones.

Desde el restablecimiento de la democracia a partir de 1979, España se ha proyectado hacia el mundo con un fin anhelado ampliamente por la sociedad española: reencontrarse con la Europa integrada y recuperar su lugar en la Comunidad Internacional. Este objetivo se ha cumplido con creces. La Unión Europea no puede hoy concebirse sin la presencia de España. El reencuentro con América Latina en democracia, igualdad y libertad ha permitido la creación y desarrollo de la Comunidad Iberoamericana. También, en nuestro digno e intenso papel de facilitadores de la convergencia, hemos trabajado para que Latinoamérica y Europa sean hoy socios estratégicos.

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Todo esto es cierto, pero precisamente en razón de ese éxito el modelo de la política exterior de la Transición parece haber agotado parte de su potencial, así como su proclividad natural al consenso. Somos hoy testigos de cambios profundos en la estela de una crisis económica sin precedentes, que generan movimientos de rechazo de la globalización que propugnan un retorno a fórmulas populistas neoproteccionistas y nacionalistas.

La globalización no es un fenómeno nuevo. Frente a lo que generalmente se cree, el verdadero comienzo de la globalización no es tanto la Ruta de la Seda como la Ruta de la Plata, que unió durante dos siglos y medio a tres continentes a través de dos océanos, pues incluyó a América, lo que aquella no había hecho.

Durante siglos, la interacción global se canalizó a través de los intercambios comerciales y los flujos de capital. Hoy, es el cambio tecnológico el que acelera los intercambios globales y transforma su naturaleza. El comercio representa hoy la mitad del PIB mundial, cuando en los 70 representaba apenas un 20 %. La mayoría de los productos industriales no son ya puramente nacionales, sino que incorporan a través de cadenas de valor global materias primas, componentes, tecnologías y servicios de diferentes países y continentes. Al tiempo, el mundo se enfrenta hoy a crecientes desafíos trasnacionales: desde crisis migratorias a amenazas terroristas, crisis financieras, pandemias o el cambio climático.

Aunque los efectos positivos de la globalización son difícilmente contestables -un mundo más conectado ofrece mejores oportunidades-, es cierto que implica nuevos desafíos, por la percepción de que esos beneficios no se distribuyen de forma igualitaria entre las personas y las regiones del mundo. La globalización acelerada genera incertidumbre e inquietud en sectores que sienten que su empleo y bienestar están amenazados por la competencia de otros países y regiones, o que amenaza sus identidades y formas de vida tradicionales.

En el ámbito de las relaciones internacionales, la globalización desbocada, los cambios producidos en los equilibrios de poder tras la caída del muro de Berlín y la mayor interdependencia de sociedades afectadas por un creciente peso del individualismo están afectando al papel tradicional de los Estados, apuntando hacia un nuevo orden internacional. Un orden que atraviesa un periodo de transición e incertidumbre que, partiendo desde un sistema de dos superpotencias, con un interregno de hegemonía de un solo país, se encamina a un sistema multipolar que aún no acaba de definirse.

El impacto que todas estas transformaciones tienen en las relaciones internacionales es profundo, y también en Latinoamérica. Nos equivocaríamos si creyéramos en la existencia de un determinismo estructural rígido en las relaciones exteriores que deja escaso margen a la política exterior de los Estados. La historia muestra que, cuando el contexto internacional es menos restrictivo y las cuestiones de seguridad menos determinantes, los responsables políticos tienen un mayor abanico de opciones para formular sus preferencias estratégicas de política exterior. Así, en el caso de Estados Unidos, cediendo la preocupación central respecto a la contención del comunismo y la influencia soviética en América Latina, se fue mitigando y permitió dar paso a nuevas prioridades de política exterior como el fortalecimiento de la democracia, la apertura de mercados y la lucha contra el tráfico de drogas. Desde el lado latinoamericano, el final de la bipolaridad confirió una mayor autonomía a los países de la región para diversificar sus relaciones con otros actores fuera del hemisferio, como ocurrió con Europa y posteriormente también con China, aunque en este caso con un componente marcadamente comercial.

En España, en cuatro décadas fuimos capaces de pasar del aislamiento a la integración en la Unión Europea; de la autarquía a la apertura; de la dictadura a la democracia; y del centralismo a la descentralización.

El triunfo de Trump ha sido explicado por un buen número de analistas como la expresión más nítida del rechazo a ciertas formas de globalización por aquellos que se sienten perdedores y perciben su bienestar e identidad amenazados. Cierta indefinición en la ejecución de políticas y cumplimiento de promesas electorales de la nueva Administración norteamericana sugiere una vez más la dificultad de llevar a término modelos rupturistas de política exterior que pretendan desconocer las imposiciones del sistema internacional. El caso concreto de México es un buen ejemplo. La agresiva retórica inicial parece ir paulatinamente cediendo a un reacomodo de las posiciones en los temas más sensibles, como la inmigración o el comercio.

Otro tanto cabe decir de la inflexión de la política norteamericana hacia Cuba anunciada en el discurso del presidente Trump en Miami el 16 de junio. Habrá que ver hasta qué punto su aplicación supone la paralización del proceso de recomposición de

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las relaciones, lanzado por Obama, que generó tantas expectativas en la región. No es un azar que la nueva política haya sido recibida por La Habana con una declaración gubernamental en términos duros, pero en tono respetuoso y constructivo.

Más significativo aún si cabe es la celebración de la Conferencia en Miami sobre Prosperidad y Seguridad en Centroamérica, del 14 al 16 de junio, organizada conjuntamente por EE.UU y México, que vino a confirmar la voluntad de la nueva Administración estadounidense de seguir prestando especial atención a la región centroamericana, poniendo un mayor énfasis en los temas de seguridad.

Es en este complejo e interdependiente escenario en el que nos toca redefinir y renovar nuestra política iberoamericana. Logrados ya...

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