La Administración Local Española entre progresistas y moderados

AutorEnrique Orduña Rebollo
Páginas433-481

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Una característica del Municipio español del Antiguo Régimen, tal y como vimos anteriormente, consistía en una cierta inmovilidad institucional e contraposición con la dinámica evolución del Municipio constitucional, ligado directamente desde sus orígenes a los acontecimientos políticos. Superado el primer tercio del siglo XIX y al iniciarse el camino hacia la normalidad del Estado Constitucional, el Municipio adquiere un protagonismo que oscilará entre los dos vértices de la política española, progresistas y moderados. Sin embargo, en aquellos años de transición desde el autoritarismo hacia un sistema de mayores libertades y en el que aún no estaba claramente definido el modelo político e institucional, el Municipio atravesaba circunstancias críticas, a medio camino entre el Antiguo Régimen pereclitado en el otoño de 1833 y la entrada en los nuevos tiempos bajo el signo constitucional, que tardaban en ser realidad.

Los Ayuntamientos continuaban regidos por el sistema del Antiguo Régimen y el arcaísmo dominante corría paralelo a la situación del resto de las instituciones públicas españolas, complicada con la promulgación del Real decreto de 2 de febrero de 1833 que ordenaba proceder a las elecciones de los Ayuntamientos. Norma que debemos enmarcar entre las del absolutismo, no sólo por el tono categórico de su redacción, sino por su contenido, pues ordenaba que las elecciones las harían los propios Ayuntamientos en ejercicio designando una terna para cada oficio entre los mayores contribuyentes del Municipio. Realizada esta cooptación, se remitirían las propuestas a los Acuerdos de la Audiencia o Chancillería, presididas por el Capitán General procediendo a la elección definitiva. En cuanto a los lugares de señorío no se hacía ninguna indicación al respecto.

Es sabido que la situación política de España a la muerte de Fernando VII el 28 de septiembre de 1833 era de extrema gravedad. Por un lado, la Reina una niña de tres años, el timón del Estado en manos de su madre, y viuda de Fernando VII, la Reina Gobernadora, iniciándose al mismo tiempo una guerra civil

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en la que se cuestionaba no sólo el modelo político, sino el futuro de la propia titular del trono. Los partidarios de D. Carlos se pronunciaron, primero en Tala-vera e inmediatamente en Vizcaya, Álava y Navarra. La guerra, con episodios sangrientos, no se limitó sólo a las provincias del norte, pues rápidamente se extendió por Cataluña y el Maestrazgo.

Además, el general Gómez dirigió una expedición desde Andalucía que recorrió España y uno de sus generales, Zariátegui, en agosto de 1837 conquistó Segovia, y en septiembre entró en Valladolid, aunque la guarnición resistió la ofensiva (ALMUIÑA, De la Vieja sociedad ... , pág. 157). Incluso el pretendiente D. Carlos llegó a Madrid, pero no se decidió a entrar en la capital. La guerra aún se prolongaría durante dos años más, pero replegada a los territorios situados al norte del Ebro, en una verdadera guerra de desgaste, en la que fracasaron reiteradamente los intentos liberales de acabar la contienda desde un planteamiento exclusivamente militar, hasta las victorias de Espartero en 1839, dando lugar a una verdadera transacción con el general Maroto, que se plasmó con la firma por ambos, el 31 de agosto de 1839, del Convenio de Vergara. Cabrera aún resistió un año más en el Maestrazgo.

En tan difíciles circunstancias el Gobierno había sido entregado a fines de 1832 a Cea Bermúdez, un político del Antiguo Régimen, quien publicó un Manifiesto el cinco de octubre, que pretendía ser el programa de la Regencia. Su proyecto estaba centrado en dos principios, la defensa de la religión y la continuidad de la Monarquía absoluta, propuestas que suscitaron numerosas discrepancias y la oposición de los personajes más importantes del entorno de la Reina Gobernadora y de los sectores políticos mayoritarios sobre los que se apoyaba, incluido el propio Consejo de Gobierno, establecido antes de la muerte del Rey para velar por la sucesión pacífica, al tiempo que asesoraba a la Reina Gobernadora en los asuntos más políticos y administrativos de mayor gravedad e importancia. La opinión de este organismo colegiado, que además pidió la convocatoria de Cortes, resultó definitiva en el ánimo de la Reina, por 10 que la sustitución de Cea Bermúdez por Martínez de la Rosa se produjo en enero de 1834, lo que de hecho supuso el fin formal del absolutismo, dando paso a un modelo moderado de transición en el que se trataría de buscar una solución constitucional, distinta a la de 1812, considerada por entonces impracticable y que en el pasado se mostró incapaz de encontrar el equilibrio en la práctica del poder entre la Corona y las Cortes (PALACIO ATARD, La España ... , pág. 193).

Los cambios en el Gobierno entre 1833 y 1836 van a reflejar un desplazamiento del mismo desde posturas moderadas a posiciones más progresistas. Como hemos dicho, Martínez de la Rosa sustituyó a Cea Bermúdez en la presidencia, configurándose como el artífice de aquella transición decimonónica. El 10 de abril de 1834 se aprobó el Estatuto Real, que desdeñado por las fuerzas políticas progresistas, supuso una brecha institucional importante en el Antiguo Régimen. El 17 de abril de 1834 Burgos fue sustituido por Moscoso de Altamira y en julio el conde de Toreno se encargó de la cartera de Hacienda. El 7 de

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junio de 1835 Toreno sustituyó a Martínez de la Rosa y en el nuevo gobierno entró como Ministro de Hacienda el antiguo liberal gaditano Juan Alvarez Mendizábal, quien retrasó su llegada a Madrid al 7 de septiembre, cuando se habían producido los acontecimientos más extremistas y sangrientos: la quema de conventos en Barcelona, la matanza de frailes, así como la promulgación de los decretos de expulsión de la Compañía de Jesús, la supresión de monasterios con menos de doce profesos, etc.

Ante una situación social y política completamente deteriorada el 14 de septiembre, Mendizábal, fue nombrado Jefe del Gobierno, asumiendo las carteras de Estado, Hacienda y Marina. En ese período y hasta el 15 de mayo de 1836, fueron sentadas las bases legales del proceso desamortizador. Sustituido transitoriamente durante tres meses por el gobierno moderado de Istúriz, el 14 de agosto se produjo la sublevación de sargentos de la Granja, residencia de la Corte, lo que supuso la derogación del Estatuto Real y la reposición de la Constitución de 1812. Al día siguiente, 15 de agosto de 1836, se otorgó el poder a Calatrava, incorporándose Mendizábal a la cartera de Hacienda un mes más tarde.

I El Estatuto Real y los Municipios

Al producirse el cese de Cea Bermúdez fue sustituido en enero de 1834 por Martínez de la Rosa quien formó un Gobierno en el que mantuvo a Javier de Burgos como titular de la Cartera de Fomento. Inmediatamente comenzó los trabajos para redactar un texto constitucional que regulase las relaciones entre las prerrogativas del trono y los derechos de la nación (J. TOMÁS VILLARROYA, El estatuto ... , pág. 8), para ello contó con la colaboración del propio Javier de Burgos y del Ministro de Justicia Garelly. Con esta iniciativa, no sólo respondía a una demanda de las fuerzas políticas y sociales que habían apoyado su llegada al Gobierno, sino que la situación general de España obligaba a disponer de una Ley Fundamental. Sin embargo, Martínez de la Rosa no ignoraba las dificultades que plantearía la elaboración de una Constitución en plena guerra civil por una Asamblea constituyente, razón por la que antepuso la redacción del texto a la convocatoria de Cortes, como una fórmula provisional y transitoria hacia la normalidad constitucional.

En poco menos de tres meses, Martínez de la Rosa, Burgos y Garelly tuvieron a punto el Estatuto Real, que fue sancionado por la Reina Gobernadora el 10 de abril de 1834. Su contenido plasmado en cincuenta artículos, se refería a la composición de las Cortes, su funcionamiento y competencias, por lo que en realidad se configuraba como una norma sobre las mismas. A partir de aquí comenzó la polémica doctrinal sobre su naturaleza jurídica, pues aunque incluido siempre entre los repertorios de Leyes Fundamentales, en realidad no era una verdadera Constitución al no haber sido elaborada y aprobada por una Asam-435

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blea, entendiendo la actual doctrina que se trata de una carta otorgada, aunque no consten en ella referencias a la soberanía que la confería. En tal sentido Tomás Villarroya considera al Estatuto como una Constitución otorgada y una Constitución incompleta (pág. 10).

El Estatuto Real se presentó en su Preámbulo como una restauración de las antiguas Leyes Fundamentales del Reino, concepto también difundido en 1810, en la Consulta al País y el Discurso preliminar de la...

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