Adenda: preámbulo a la fe pública notarial

AutorRicardo Dip
Páginas143-156

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Ver Nota377

1. ¿En qué consiste la fe?

1.1. Etimológicamente, el término «fe» proviene del latín, defides,fidei, nombre que deriva del verbo fido, fidis, fidere y cuya acepción predominante es la de «fiarse de alguien o de algo» (fidere aliquo; fidem habere alicui; fidem adiungere alucui reí), «confiar en», «tener confianza en»; tiene el mismo origen y significado equivalente: confido, confidis, confidere; también deriva de fidere el antónimo de confidere: dijfido, dijfisis, dijfidere (desconfiar; no tener confianza en; desesperar); o perfidia, ae: el abuso de la fe; o la intensa fidelidad: perfidelis, e; la infidelidad —infidelitas, infidelitatis— puede ser negativa (abstención o ausencia de fe) y contraria (resistencia a la fe).

Se apunta una génesis antecedente, indoeuropea, en el vocablo bheidh: «persuadir».

1.2. En su acepción real, consiste la fe en la persuasión (bheidh) o asentimiento (cuando se da el caso, más que eso, en la adhesión) intelectual a las palabras de otro, en cuya veracidad o autoridad se confía.

Es, pues, primeramente, creencia o credulidad confiada en la autoridad de un testimonio (sentido subjetivo de fe). Se dice también «fe» al cumplimiento de lo que se prometió: «fides dicta eo quod fiat» (S. Isidoro

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de Sevilla), y, por eso, la palabra «fe» se aplica al propio acuerdo cuya satisfacción se promete: «pacto» deriva defoedus.

Su acto correspondiente es el acto de creer, la convicción o persuasión intelectual de la verdad del testimonio. Pero es también hábito: el habitus credendi (así, la virtud teologal de la fe).

Si la persuasión de la fe es racional, cumple sopesar la garantía de la veracidad del testigo; los elementos de esa garantía corresponden a la órbita del preámbulo de la fe (preambula fideí), en el que se impone el deber de la razón de verificar la autoridad del testigo y reconocer la materia propia de la fe.

Esa limitación de la materia propia de la fe importa en que la razón tan solo se someta al acto de creer ante una necesidad lógica.

Así, en la medida en que podamos apoyar nuestro conocimiento en aportes sapienciales (es decir, provenientes de las virtudes intelectuales: arte, prudencia, principios, ciencia, metafísica), no tenemos necesidad lógica de recurrir a la fe para afirmar nuestra convicción.

De ese modo, suplanta los límites propios de la fe —incurriéndose en fideísmo (p. ej., De Bonald, Lammenais, Huet)— la actitud de reputar la fe como el principal modo de conocimiento humano o su punto indeclinable de partida, negándose, al menos de manera implícita, la capacidad natural de la razón humana de llegar al conocimiento de la verdad y del bien.

En resumen: la fe, aunque sea un modo de conocimiento no sapiencial, es, sin embargo, persuasión racional; es conocimiento firme y tanto más firme cuanto más autorizado sea el testimonio que lleva a su creencia (de ahí que la fe divina genere el más firme de los asentimientos —la adhesión a la autoridad de Dios—).

1.3. Puede dividirse analógicamente la fe en:

- divina (sobrenatural y teológica: creer en la palabra de Dios; pero la fe teológica no tiene apenas por objeto lo sobrenatural); también instruye en verdades que la naturaleza puede enseñar, quod natura docet, acla-

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rando preceptos naturales, dilucidandum naturalia praecepta (Domingos de Soto) —así, la unidad de Dios, la inmortalidad del alma humana, el culto a un solo Dios, los mandamientos de la primera tabla;

— humana (vulgar, histórica, privada, pública, etc.);

— objetiva (contenido de la fe);

— subjetiva (la creencia: habitual, actual, formada o viva e informe o muerta, explícita e implícita —la «fe del carbonero»—, interna y externa; la fidelidad).

1.4. Se conceptualiza la fe humana, en el aspecto subjetivo, como la creencia en el testimonio de hombres.

Su fundamento y sus causas son la confianza que damos a las palabras de los hombres, o sea, a la veracidad humana (siempre decir la verdad es un deber natural) y la fidelidad en la observancia de las promesas y de los pactos.

Esa natural veracidad humana es un principio adecuado de convivencia política —la buena fe es presumible—, por más que los falsos puedan contarse en gran número.

El estatuto gnoseológico de la fe humana reconoce su gradación desde la mera opinio vehemens (vale decir, una opinión muy probable) —o sea, en la lección de Aristóteles, una doxa (opinión) bastante verosímil: verdadera frecuentemente (ut inpluribus)— hasta llegar al límite de una certeza moral, cuando los testimonios excluyen casi toda posibilidad de falsedad (proba-bilis certitudo).

2. ¿Es posible la vida sin fe?

2.1. Perspectiva antropológica (I):

La naturaleza política del hombre (Aristóteles), su naturaleza social (S. Tomás de Aquino) y — ubi societas, ibi ius— su naturaleza jurídica (Félix

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Lamas) indican también la naturaleza comunicativa del hombre: la comunicación es una «comunión por la participación de informaciones» (Karl Jaspers).

Algunas —la mayor parte— de esas informaciones son atestiguadas por el sujeto comunicante: no se trata solo, ni principalmente, de contenidos «científicos», sino de acontecimientos cotidianos. La fe vulgar es la creencia en testimonios sobre situaciones triviales: «llueve ahora por aquí», «ayer la luna estaba amarilla».

El lenguaje mismo con que nos comunicamos es fruto de un largo y repetido testimonio: cuando la vida de las palabras les altera su significado o cuando nuestra propia vida es la que cambia la acepción de las palabras, nos informa de estas alteraciones, en el primer caso, el testimonio del cambio que se aprehende, de algún modo, de una realidad viva; y en el segundo, que interfiere en el logos humano, da testimonio nuestro cambio de vida: ya se dijo que...

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