La actual política criminal del Estado español (algunos ejemplos)

AutorIñaki Rivera Beiras
Páginas289-394

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1) Los principios constitucionales para una política criminal del Estado social y democrático de derecho (Gabriel Ignacio Anitua)

La política criminal de la Constitución

Los principios de política criminal que se enunciaran aquí han sido las principales herramientas para combatir la política criminal autoritaria vigente desde el Antiguo Régimen hasta las actuales políticas «de emergencia», pasando por los regímenes totalitarios del siglo XX.

En ese sentido, todos los autores que los enunciaron y afinaron propugnaban reformas político-criminales y proponían alternativas al derecho penal vigente. La base de esas reformas consistió siempre en intentar limitar el poder punitivo, o la violencia aplicada legalmente por el Estado, mediante reglas racionales. Dando cuenta de ellas puede escribirse la historia del derecho penal liberal.

En los últimos años, y a raíz de la crisis de confianza en los fines instrumentales de la pena, aquel derecho penal liberal ha resurgido con su finalidad limitadora del poder punitivo. Ante las dudas sobre la capacidad utilitaria de la pena (Garland 1999), las políticas criminales propugnadas por los autores democráticos han intentado basarse en la prudencia y en la limitación de la propia violencia estatal legítima. De esta manera, tales autores volvían sobre la senda del derecho penal liberal clásico expuesto ya en los textos de Beccaria, Kant o Carrara (Silva 1992:35). Ello puede observarse en los autores del área anglosajona y escandinava que se engloban en las teorías llamadas del just dessert (cuyo nombre

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hace hincapié en la proporcionalidad, pero que en teoría no olvida los otros límites), y también en los de lengua alemana (entre los primeros Von Hirsch 1998; entre los últimos Zipf 1980).1Sin embargo, han sido los autores italianos los que más directamente han influido para dictar los principios limitadores que conforman una política criminal democrática. La misma surgía en los años setenta también como una alternativa, y así era expresado por los grupos afines a la asociación de jueces Magistratura democrática que hablaban de un uso alternativo del derecho. Posteriormente, por intermedio de sus máximos representantes teóricos, comenzaría a hablarse de una política criminal garantista o minimalista (Ferrajoli 1986 y 1995, Baratta 1987, 1998 y 2000). Uno de los más importantes aciertos de estos plan-teamientos consistió en percatarse de que en realidad esa política criminal propuesta no era una «alternativa», sino que era una derivación lógica de los principios plasmados en la Constitución.

Se debe abrir aquí un paréntesis para señalar que la Constitución italiana de 1948 permite con mayor facilidad que otras constituciones hacer esa inferencia. Dicha Constitución es de claro y expreso contenido antifascista, como producto de su génesis histórica tras la derrota militar del gobierno de Mussolini y de la monarquía que lo amparó. El recurso a las garantías individuales y a la forma republicana de gobierno demostraba que allí existía un diseño político-criminal distinto —y de superior rango— que el de la legislación inquisitiva y fascista aún vigente, y el de la política criminal de «emergencia».

Las circunstancias históricas que dieron origen a la Constitución española de 1978 son algo distintas. Esta última, como todo el proceso llamado de «transición a la democracia», demuestra las distintas negociaciones realizadas con el régimen totalitario previo. En efecto, en algunos aspectos esta Constitución ha debido aceptar la influencia del franquismo. Ello sucede sobremanera en lo que hace a la forma de gobierno y su Jefe de Estado, al papel de las Fuerzas Armadas, y también en lo que hace al Poder Judicial (las tres instituciones que dieron soporte y continuidad a aquel

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régimen previo). Sin embargo, en los apartados de los derechos y garantías individuales la herencia de aquel régimen debió ceder, y es allí (donde por otro lado se advierte la profunda influencia de la Constitución italiana) el sitio en el cual quedan expuestos los principios políticos de un Estado social y democrático de derecho. Entre ellos se encuentran los principios de política criminal que se expondrán a continuación.

En tanto el proceso constitucional español, por lo antes dicho, sigue estando parcialmente abierto y en tensión constante, es responsabilidad de los ciudadanos y actores políticos y sociales que estos principios (que además se encuentran amparados por los instrumentos internacionales y europeos de Derechos Humanos) se impongan sobre otras herencias históricas. Si esto es así, nosotros también podremos decir con los italianos que los siguientes principios son los de la política criminal de la Constitución.

El principio de exclusiva protección de bienes jurídicos (¿función legitimadora del Derecho penal?)

Como ya se había dicho, esta política criminal limitadora de la violencia estatal es la que dará origen al derecho penal liberal. La reacción contra el arbitrio de los soberanos se advierte en todos los ilustrados, y con elocuencia en Beccaria (1983: 57). Una de las formas utilizadas para limitar la arbitrariedad del poder penal del Antiguo Régimen consistió en declarar la prohibición de establecer penas que no tengan su fundamento en la existencia de un bien jurídico afectado. Para impedir la criminalización por motivos morales o religiosos se estipula, primero dogmáticamente y luego en las constituciones liberales, que no se puede crear un delito si la conducta perseguida no produce una lesión a un bien jurídico. Así aparece el límite material a la criminalización quizá más importante de la política criminal de la Constitución (Silva 1992: 267; Zaffaroni et al. 2000: 120).

Esto es lo que se conoce como «principio de lesividad» y que es expuesto por Ferrajoli con el aforismo nulla poena, nullum crimen, nulla lex poenali sine iniuria (1995: 464). Esa necesidad de dañar a un tercero será el denominador de la cultura penal formada desde Hobbes, Puffendorf y Locke, hasta Beccaria, Hommel, Bentham, Pagano y Romagnosi. La protección de derechos de terceros será el límite racionalizador señalado por la Ilustración. Pero como paso siguiente, y ello ocupó a casi todo el penalismo del siglo XIX y XX, debe definirse qué es lo que es una injuria o lesión a un derecho de otro, o sea, qué es un bien

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jurídico, sin cuya afectación no puede darse lugar a criminalizaciones.

La finalidad limitadora, en efecto, se ha visto frustrada por los diversos contenidos históricos que se le dieron al concepto de bien jurídico (sobre su historia: Ferrajoli 1995: 467 y ss.; Bustos 1994: 108 y ss.; Hormazábal 1991). Una lesión se considerará que afecta a un bien jurídico sólo si afecta materialmente a otro individuo y, además, implica una «dañosidad social», esto es, que trascienda ese conflicto víctima/victimario y su propio daño, provocando también un daño a la comunidad (Hassemer 1984: 38).

Si bien esto último es necesario, no debe dejar de olvidarse el primer y principal requisito de que provoque un daño al derecho de un individuo (en forma directa o indirecta), pues de lo contrario se permitiría otra vez penar a conductas contrarias a valores morales, pero no dañinas. Los peligros actuales más evidentes en ese sentido se encuentran en la teoría funcionalista de Jakobs, que identifica al bien jurídico con el fin de la norma penal dentro del sistema (la prevención general positiva mediante el «aseguramiento de las expectativas generales fundamentales contra su defraudación», 1995) y de esa manera cualquier cosa puede ser definida por el poder —o el sistema— como bien jurídico, término que perdería así su capacidad de limitar al propio poder y justificaría un derecho penal máximo o ilimitado (Silva 1992: 268; Bustos 1994: 111; Ferrajoli 1995: 275).

De allí la crucial importancia de una definición también limitadora del concepto de bien jurídico que habilite la punición (el mismo es más limitado que el bien jurídico). Esta clase especial de bien jurídico debe implicar una lesión especialmente grave a alguno de los bienes individuales garantizados por la Constitución y que no puedan defenderse eficazmente de otra forma (Silva 1992: 276-278). Esta limitación es especialmente importante puesto que muchos de los penalistas que también parten de la política criminal de la Constitución no sólo derivan un límite del principio de lesividad, sino que del mismo principio hacen surgir la justificación o legitimación de la violencia estatal (Roxin 1997: 23; Bustos 1987: 31, y 1994: 107, entre otros). Para ellos no sólo es posible la criminalización sí y sólo sí se ha vulnerado un bien jurídico, sino que también creen necesaria esa criminalización en tal caso. La existencia de bienes jurídicos de acuerdo con la política de derechos humanos diseñada constitucionalmente, justifica su protección, y esa protección se lograría mediante la criminalización de determinadas conductas lesivas.

En efecto, esta doble función de limitación/legitimación también forma parte de la historia del derecho penal liberal pues «la

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autolimitación del uso de la represión física en la función punitiva por parte del poder central, mediante las definiciones legales...

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