El acoso laboral del art.173. 1, 1º CP

AutorConcepción Carmona Salgado
Páginas19-33

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Antecedentes histórico-legislativos y sociales del mismo Regulación penal de esta figura delictiva

Precisamente, al estudio pormenorizado de una de esas modalidades acosadoras, esto es, al acoso laboral en concreto (mobbing en expresión anglosajona), que la reforma penal española de 2010 convirtió en infracción delictiva autónoma, destiné en su momento el contenido del trabajo que tuve por entonces el honor de publicar en el mencionado Libro Colectivo en Homenaje al Prof. Ruíz Antón1.

Según acabo de señalar en esa primera nota a pie de página algunos investigadores en general, así como determinados penalistas en particular, comenzaron por aquel entonces a profundizar en el es-

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tudio de esta concreta materia, a la sazón socialmente llamativa y de enorme repercusión mediática, pese a que se trataba de un fenómeno, en absoluto novedoso, pues ya se venía desde antaño desarrollando en el ámbito laboral, al igual que lo sigue siendo en la actualidad y, probablemente, lo seguirá siendo en todos los tiempos. No obstante, tales aportaciones doctrinales, y me refiero ahora a las índole penal en concreto, me sirvieron entonces de gran ayuda y soporte dogmático, pese a que, sólo en ocasiones, coincidieran parcialmente con los argumentos defendidos por mí en esa inicial labor investiga-dora llevada a cabo sobre el particular 2.

El asunto primordial a debate en torno a las actividades hostigadoras que integraban esta figura social se centró primordialmente en dilucidar si esa específica modalidad de acoso, ya lo fuera en su versión empresarial, ya en su modalidad funcionarial o administrativa 3, debía o no incluirse expresamente en el CP español como infracción delictiva autónoma, al igual que también se planteó bajo que titulación legal en concreto debería ubicarse, si es que, en realidad, resultaba conveniente hacerlo 4. La reforma penal de 2010 respondió positivamente a la demanda de cierto sector doctrinal, del que personalmente me excluí en aquel momento, al introducirlo como una

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versión específica de atentado contra la integridad moral de las personas, dentro del apartado segundo de su art. 173.1. al castigar este tipo de conductas con idéntica sanción, es decir, prisión de seis a dos años, con la que la reforma de 1995 conminara, con carácter genérico, otros supuestos delictivos de similar índole al que ahora tratamos, es decir, constitutivos de trato degradante, bajo la siguiente y confusa fórmula legal, dirigida a quien “infligiera a otro un trato degradante menoscabando gravemente su integridad moral”.

Concepto y elementos del acoso laboral

Así pues, la nueva figura delictiva sobre acoso laboral o moral en el trabajo quedó desde entonces redactada de la siguiente manera: “con la misma pena serán castigados los que en el ámbito de cualquier relación laboral o funcionarial, y prevaleciéndose de su relación de superioridad, realicen contra otro actos hostiles o humillantes que, sin llegar a constituir trato degradante, supongan grave acoso contra la víctima”. En ningún momento (y puedo asegurar que le di mil vueltas interpretativas) llegué a comprender ni, menos aún, a compartir, su contenido normativo, como me resulta imposible seguir haciéndolo hoy en día, pues no puede resultar más chocante para cualquier intérprete una fórmula legal de redacción tan desconcertante como ésta, la cual, mien-tras, de una parte, sancionaba –y sanciona– con prisión de hasta dos años dichas conductas acosadoras (misma pena del tipo básico del art. 173.1), les negaba, en cambio –como les sigue hoy negando–, la exigencia legal de ser penalmente constitutivas de trato degradante, aunque, eso sí, precisaban ser, a su vez, calificadas de grave acoso contra su destinatario.

Pues bien, salvo que cualquier opinión doctrinal o jurisprudencial más acertada al respecto que la mía propia, que seguro la hay, pueda aclararme el distorsionante contenido legal de un precepto como éste, configurado a base de elementos normativos tan antagónicos como los señalados, no llegaré a ser nunca capaz de entender qué clase de pensamientos concretos rondaban la mente del legislador penal de 2010 al regular bajo semejantes términos jurídicos esta figura delictiva, pues, a mi juicio, si, por expresa exigencia legal, para poder ser tipificada en el apartado 2 del art. 173.1 precisaba el requisito de su “gravedad”, motivo éste, supongo, por el que la ubicó entre las restantes infracciones contra la integridad moral de las personas –dere-

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cho fundamental recogido en el art. 15 de la CE–, lo que resultaba de todo punto contradictorio era añadir a continuación que, pese a concurrir dicha entidad acosadora, la conducta no debía (o no era necesario) que alcanzara la categoría normativa de “trato degradante”.

Ante tan contradictoria redacción legislativa, vuelvo con el paso del tiempo a preguntarme, al igual que lo hice en su momento, ¿acaso un concepto no incluye al otro? ¿acaso los atentados contra la integridad moral de las personas no constituyen, en sí mismos, una concreta manifestación de trato degradante ?; o, dicho de otra forma: ¿qué clase de trato degradante no conlleva una vulneración directa a su integridad moral, siendo precisamente éste el motivo por el que la conducta que lo integra debe ser necesariamente grave?. Eso, al menos, es lo que se desprende de la lectura del art. 173.1. ¿No será que nuestros legisladores penales, el de 1995, primero, y el de 2010, después, no llegaron nunca a entenderse ni a profundizar lo suficiente en el significado de dichos conceptos, por difíciles que resulten ambos de concretar (cosa que de antemano no niego), intentando, cada uno por su cuenta y riesgo, valorarlos y acoplaros a su particular antojo en el marco del citado precepto como manifestaciones concretas de un bien jurídico, comúnmente protegido al amparo del mismo, aunque sin atenerse para ello a unos mínimos criterios de unanimidad y coherencia político criminal, así como de coordinación técnico-legislativa?

Me temo que, salvo mejor criterio, la respuesta más acertada a estas preguntas pasa por reconocer que el legislador de 2010 pretendió, en concreto, preservar la calificación de “trato degradante” para otros supuestos delictivos que, pese a encontrarse igualmente ubicados en el Título VII CP, a su juicio gozaban de una mayor trascendencia penal que la correspondiente a las conductas de acoso laboral e inmobiliario, como figuras delictivas creadas ex novo por él mismo. Me refiero, como es obvio, a los delitos de maltrato habitual de género, doméstico y asistencial, tipificado en el art. 173.2, así como a los delitos de tortura, recogidos en los arts. 174 a 176 CP. Prueba evidente de ello es la mayor gravedad de las respectivas penas impuestas por ambos preceptos para estas infracciones delictivas.

En mi opinión, una de las razones que podrían explicar –que no justificar– tanta incoherencia normativa cabría, al menos en parte, encontrarla en la exhaustiva sucesión de reformas penales que ha tenido que soportar el nuevo CP español de 1995 desde su entrada en

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vigor y hasta nuestros días, tan continuadas y próximas en el tiempo que, sin duda, han tenido que obstaculizar la labor de un “buen legislador”, que, en mi modesta opinión, consiste en “hilar fino” cuando se llevan a cabo sucesivas modificaciones, una tras otra, casi sin solución de continuidad, sea en el ámbito delictivo que sea, como en concreto ocurre en éste que ahora nos ocupa: el relativo a la “integridad moral” de las personas, el cual, desde sus genéricos inicios en 1995 (art. 173.1), ha visto ulteriormente incrementado su contexto legal, primero mediante la introducción por la LO 11/2003 de la figura agravada de violencia doméstica habitual (173.2) y, después, a través de la expresa tipificación de los delitos de acoso laboral e inmobiliario (art. 173.1, 2º y 3º), obra de la reforma operada por la LO 5/2010.

Insisto en que esta valoración personal no pretende en absoluto justificar la labor de nuestros profusos legisladores a la hora de emplear técnicas legislativas inadecuadas, cada vez que, según ellos, toca modificar el CP (que es casi a diario), pero puedo entender (haciendo un gran esfuerzo de buena voluntad por mi parte) que esa misma profusión y continuidad reformista sea la causa originaria de la que, de alguna manera, quepa, al menos en parte, deducir el hecho de que se hayan sentido desbordados en su tarea legislativa y, a la par, abocados al tener que afrontar en espacios cronológicos muy cortos, una modificación penal detrás de otra, sin tiempo apenas suficiente para reflexionar acerca de la materia sobre la que están legislando.

Personalmente, he de decir, que me preocupa enormemente este asunto en general, y mi consejo, como mera investigadora y docente universitaria que soy, se dirige a solicitar del legislador penal español que deje descansar durante una larga temporada a nuestro maltrecho CP, al menos en lo que a la creación de nuevas figuras delictivas se refiere, si bien, como contraprestación a tanta innovación delictiva, podría centrar en cambio un poco más su atención en la conveniencia de derogar de su ámbito ciertas infracciones delictivas que, a fecha de hoy, siguen todavía vigentes en su seno, pese a haberse ido quedando con el paso del...

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