El acoso escolar. un problema social a resolver desde una perspectiva esencialmente preventiva

AutorConcepción Carmona Salgado
Cargo del AutorCatedrática de Derecho penal. Universidad de Granada
Páginas77-136

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1. Planteamiento general del tema y cuestiones preliminares

Hace ya algún tiempo me pronuncié críticamente en relación a las incomprensibles razones político-criminales que motivaron en su día a nuestro legislador para omitir la expresa tipificación en el CP de ciertas conductas hostigadoras, en ocasiones muy graves, como las que vamos a tratar en este Capítulo, al tiempo que regulaba taxativamente en cambio otras modalidades delictivas, de muy similar estructura penal, es decir, de índole acosadora también, la mayor parte de las cuales (por no decir, casi todas) ya han sido examinadas en el presente texto. Me refiero, en concreto, al acoso laboral, al inmobiliario, al sexual, cometido entre adultos, al cibernético-sexual, perpetrado con menores, quedando aún pendientes de estudio el acoso escolar, inminente objeto de consideración a través de las siguientes páginas, así como el denominado acoso persecutorio, creado ex novo por la reforma de 2015 al tipificarlo en el art. 172 ter CP entre las figuras delictivas que integran el Capítulo III de su Libro II bajo la genérica calificación legal de “las coacciones” 30.

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No obstante, y pese a tan extensa regulación, el legislador olvidó hacer lo propio con esta otra clase de comportamientos, de estrecha semejanza estructural con los ya descritos, dada la naturaleza hostiga-dora que lo caracteriza igualmente. Me refiero, como es lógico, a la figura del acoso escolar, más conocida coloquialmente como bulliyng, en desacertada expresión anglosajona, exportada de contextos culturales, sociales y, sobre todo, jurídicos, diferentes al nuestro, aunque con mucha frecuencia empleada por un representativo sector de la doctrina especializada a la hora de referirse a estos hechos.

Personalmente, a partir de este momento no volveré a utilizarla en el presente trabajo, al igual que he rechazado con anterioridad recurrir a los innecesarios anglicismos de mobbing, child grooming, sexting y stalking, en primer lugar porque al provenir dichos términos de un ordenamiento jurídico, perteneciente al sistema del common law cuyos principios informadores no se corresponde en absoluto con los que fundamentan el modelo jurídico español, al igual que el de tantos otros países europeos, integrantes de la CEU, que desde antaño, y me refiero ahora a muchos siglos atrás, que nos llevarían a remontarnos a sus orígenes romanos, se viene conociendo como sistema continental, por el que no cabe identificar fielmente dichos términos gramaticales con la verdadera esencia, como tampoco con el exacto contenido de las conductas sociales y jurídicas que los integran, aparte de que, pese a haberlo ya manifestado en repetidas ocasiones, pero no tengo el más mínimo inconveniente en hacerlo una vez más, se

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trata, a mi juicio, de expresiones extranjeras que encuentran un perfecto parangón terminológico en nuestra propia lengua a efectos de traducción, si es que de ello se trata; segunda razón por la que pienso que no existe necesidad alguna de recurrir a las mismas, como no sea por puro esnobismo o, incluso, con la concreta finalidad de hacer más accesible al lector la comprensión de dichos términos al utilizar estos recursos lingüísticos extranjeros.

Sin embargo, y pese a lo dicho, vaya por delante mi respeto hacia las opciones doctrinales y jurisprudenciales disidentes de la particular opinión que sustento, puesto que vengo observando que, a pesar de todo, se sigue en los últimos tiempos recurriendo a ellas con singular frecuencia a la hora de referirse a las mencionadas conductas. Puede que sea yo la persona equivocada, y, de serlo realmente, acepto, sin el más mínimo problema, mi propia equivocación.

Pues bien, aclarado este aspecto, y retomando el tema central que nos ocupa, es decir, el acoso escolar en concreto, soy igualmente partidaria de que pretender reconducir el significado de este amplio fenómeno social a la común expresión de “matonismo” no responde adecuadamente ni la naturaleza ni al contenido de tan denigrante conducta, perpetrada por y contra menores, sean niños o adolescentes, quienes, amparados por el recurso a la violencia física o/y psicológica someten de forma continuada a determinados compañeros de clase, miembros también integrantes de los mismos centros de estudio (colegios o institutos), en los que todos deben desarrollar conjuntamente sus actividades académicas y de ocio, puesto que conviven y cursan a diario en ellos sus tareas educativas y sus momentos de diversión, pese a que alguno/s (el/los acosadores en cuestión), por razones múltiples, totalmente injustificadas, aunque de gran complejidad, que serán seguidamente analizadas, hayan decidido tomar la drástica decisión de calificarlos y tratarlos como si de seres “inferiores” y especialmente “vulnerables” se tratara, cuando, en realidad, solo son menores o jóvenes, hasta entonces considerados como normales, esto es, nada conflictivos, por la generalidad del susodicho entorno escolar, actuando no obstante de manera agresiva contra ellos con la única y contundente finalidad de utilizarlos para someterlos a sus crueles fechorías.

La cuestión que abordamos no es en absoluto baladí, pese a que el legislador penal español siga hasta ahora desviando “su mirada” y “especial atención” normativa respecto de la comisión de tan de-

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leznables fenómenos sociales y, por ende, jurídicos, centrándola, sin embargo, como ya he adelantado, en otros hechos de similar naturaleza, esto es, de índole asimismo acosadora, aunque, en ocasiones, de bastante menor trascendencia que los que de momento nos ocupan.

Así las cosas, comencemos por el principio. De todos es sabido, que el acoso escolar ni es un hecho aislado ni tampoco socialmente novedoso en estos últimos tiempos; si acaso, puede decirse que constituye un fenómeno social que ha resurgido con enorme profusión en el actual panorama mediático y jurídico, pues, aunque comportamientos de esta índole han existido desde los tiempos más remotos, pese a que, en otras épocas, no hayan sido públicamente puestos de manifiesto, ni siquiera dese el entorno familiar al que pertenecía el menor acosado, quien, consciente y temeroso de las represalias que podía recibir, de uno u otro sector, se limitaba, en muchas ocasiones, a callar y guardar ante sus padres su secreto sufrimiento acosador respecto de lo que le estaba realmente sucediendo en su propio centro de estudios, a título personal sólo puedo denunciar la real existencia de esta triste y lamentable situación de riguroso silencio que, pese a todo, siguen en la actualidad manteniendo algunas víctimas de acoso, así como la falta de intervención de unas y otras instituciones públicas, directamente implicadas en la resolución de este tipo de conflictos, con más motivo aún si éstos trascienden a la opinión pública, como así viene siendo.

Consecuencia de ello fue la imposición social de la denominada “ley del silencio” o “ley mordaza”, que obligaba a unos niños o adolescentes inocentes a padecer en soledad, y sin el más mínimo apoyo ni consuelo familiar e institucional, las inclemencias hostigadoras sufridas por el desarraigado comportamiento hostigador ejercido contra ellos por determinado/s “compañeros” de clase (por llamarlos de alguna forma), que ni siquiera eran advertidos, ni mucho menos recriminados a tiempo, por sus superiores directivos o profesores académicos, como tendría que haber sido.

Tan lamentable proceder omisivo, aunque desde un punto de vista histórico pertenezca al pasado, o, lo que es igual, a tiempos ya remotos, motivo por el que hoy en día resultaría completamente imposible, y, sería, además, de todo punto ineficaz, dispensarles la tutela familiar, escolar y social que en su momento hubieran merecido, sí puede en cambio servir en el presente como reclamo para recordar a la ciudadanía en general, y como a las instituciones directa, y jurí-

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dicamente implicadas en particular en garantizar el mantenimiento de esta labor protectora, que, bajo ningún concepto, deben “bajar la guardia” a tales efectos protectores; tarea, por cierto, en la que deberíamos involucrarnos activamente las personas que integramos una sociedad democrática, puesto que, al fin y a la postre, su persistencia o su definitiva erradicación, de cara al futuro, nos concierne y afecta, de una u otra manera, a todos por igual, lo que en primera instancia implica que el menor acosado debe tener la absoluta certeza de que es un error silenciar esos malos tratos, injusta y cruelmente sufridos por parte de alguno/s de sus “impresentables colegas”, acaecidos dentro de los muros del centro escolar al que pertenezca, ya que, estoy segura de ello, su puntual denuncia, es decir, a tiempo, siempre encontrará el apoyo y el amparo familiar, escolar e institucional que precisan.

Lo contrario, esto es, el ocultar a familiares (sobre todo progenitores), tutores, o directivos del colegio o instituto al que normal-mente asistan la comisión de este tipo de hechos contra ellos, solo contribuirá a retrasar y dificultar la puesta en marcha y la efectividad del proceso neutralizador, a fecha de hoy ya...

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