I

AutorEnrique Álvarez Cora
Páginas109-124

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En los sistemas jurídicos de la Europa moderna, la costumbre tuvo un peso constante según dejan ver los tratados y comentarios doctrinales. Aunque sea difícil precisar la magnitud de su virtud jurídica frente a la ley o las sentencias judiciales, y aun su naturaleza, la presencia de la costumbre tuvo siempre una invencible resistencia a la desaparición, por mucho que otros iura fueran desarrollando su potencia con el empuje de un campo de operación política, como si en la peor de las situaciones, en un panorama de engranajes voluntaristas del poder y su Derecho, la costumbre conservara un sentido de contraste de contenidos para la constatación de una continuidad institucional, o el sentido de una corrección del resto de las fuentes desde la perspectiva de la práctica jurídica.

Junto a esta vitola de fuente jurídica inmarcesible, que ha de permitir incluso, en esa función de vector irrefragable de prácticas, la adjetivación medieval de la costumbre como buena o mala, y también (en su mayor debilidad formal) su verificación moderna como secundum, praeter o contra legem, la costumbre no dejará de ser un indicador interno del sistema jurídico. Es decir, su fortaleza como elemento estructural de las fuentes del sistema jurídico moderno puede ponerse en entredicho, o juzgarse su apariencia sólida y repetitiva como vacua y sujeta al vigor de otros actos jurídicos, pero lo que nunca pierde la costumbre es la agilidad dialéctica que proporciona su concepto, su lazo anudador de juicios sobre el tiempo institucional, y es en este sentido en el que la costumbre genera una razón patológica, porque igual que sirve para describir la constancia de un rasgo institucional civil o mercantil, o la degeneración de una práctica penal, acota una serie o conjunto de actos que no tienen por qué limitarse al ámbito de

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la juridicidad (juridicidad de la autonomía de la voluntad o del orden represivo) sino que también pueden explayarse por el de la antijuridicidad. Por eso la reiteración en el delito, en el crimen, fue considerada por los doctores modernos como una consuetudo delinquendi1. Con esta expresión se estaba transmitiendo con mucha profundidad que la conducta delictiva no nace solo como un desgajamiento de la juridicidad, como una negación de la justicia y como una contravención definida o descrita por la tipicidad legal que tanto en lo civil como en lo canónico, tanto en lo delictivo como en lo penal, imponen los sistemas jurídicos de las monarquías absolutas (directamente por la ley o por

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vía judicial del ministerio de la ley), sino que, de acuerdo con una mentalidad más o menos deudora en su nuez de un profundo iusnaturalismo intelectualista, si no un tanto maniquea, la propia antijuridicidad nace paralela, separada, como brote de una ráfaga de actos que constituyen el mal como pueden constituir el bien, actos cuya repetición no son otra cosa que la costumbre. Es verdad que ese intelectualismo teológico, con riesgo de maniqueísmo, será corregido por el domador voluntarista del poder político, encargado de enfocar el mal por vicariato de Dios, pues el mal crece paralelo al bien, como distintas costumbres, pero solo podemos detectarlo, captarlo y tomar conciencia de su existencia, gracias a una entidad declarativa e interpretativa que es la Iglesia y que es el rey, cuya labor de aclararnos la presencia de la costumbre maldita no tiene otro instrumento, en efecto, técnicamente, que la tipicidad canónica y legal del delito y de la pena, por cierto que junto a una predeterminación eclesiástica y prodeterminación civil del delito como un acto de naturaleza pública desde el punto de vista del interés afectado y de la acción procesal. Esta posteridad del ius y de la iniuria parece recordar, en la formulación de la consuetudo delinquendi, que ius e iniuria nacen del factum y del actus, del hecho y del hecho voluntario que es el acto humano. Y si los actos, en plural, son el origen, la costumbre así lo es equivalente, y guarda esta esencia radical, al margen de que también pueda caracterizarse con otras facetas y significados en el discurso jurídico.

La costumbre del mal, así pues, crece desde la pluralidad de los actos humanos, precipitados por un campo de maldad que la tipicidad política delictiva y penal selecciona y fija. Pero si se singulariza esta visión del comportamiento de la naturaleza humana y se concreta en un solo acto malo, sin tener en cuenta la constelación atómica y plural de los actos malos variopintos, ni el conjunto activo y centrifugador de los males, se contempla el efecto físico llamativo y jurídicamente relevante de que el acto solo, llamado delito único y cierto, alcanza a repetirse. Justamente porque el detector político de la tipicidad es un calificador, y no un interruptor. El delito puede dejar de ser una sola manifestación como acto para explosionar en distintos actos. Aunque, en realidad, entonces, no se trate de un delito en cuanto acto plural (como a veces indica la mala costumbre) porque es humanamente imposible la simultaneidad de actos, sino de una repetición de actos malos, similares o diferentes, por parte de un mismo sujeto, que es el que ha asumido la autoría de la pluralidad de delitos manifiestos. Por eso la costumbre de delinquir aboca hacia una subjetivación, al desve-

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lamiento de una mente criminal solidificada tendente al mal, aglutinado en el lazo del sujeto el torbellino de los males: el cerebro de los actos delictivos repetidos. Y por eso, además, la costumbre de delinquir, en el tratamiento de los doctores modernos, no concede una relevancia dogmática especial al hecho de que los delitos o actos de mal que se repiten sean de la misma tipicidad maléfica o no; puede tomarse en consideración esa coincidencia, sobre todo en delitos en los que se confirme una frecuencia alta, pero lo más importante es el nudo de que tengan como actor al mismo sujeto sin contrarietas temporal. De manera que, una vez percibida la subjetivación que deriva de la sucesión consuetudinaria del mal, el retorno al análisis de los males en sí deja en primer plano la secuencia, la repetición, la reanudación, la insistencia, la reproducción de los actos delictivos, en definitiva el factor objetivo de la costumbre de delinquir.

La consuetudo delinquendi tiene como factor o elemento objetivo la iteración de delitos por parte de un mismo sujeto acostumbrado. La iteratio de los delitos exige que los actos hayan sido hechos (valga esta forma de expresar las cosas para dar a entender que en el hecho queda insuflada la intención) en distintos tiempos, para evitar la contrarietas2. El actus iterabilis se perfecciona en una diversitas temporum en la que se desenvuelve una diversitas factorum, bien se trate de actos que tengan la misma naturaleza delictiva o de actos que incluso tengan la misma calificación típica delictiva concreta, según se parta interpretativamente de una u otra qualitas, necesaria y no accidental, ad esse, en la cadena temporal de su manifestación; entonces, la unitas actus solo podrá ser barrenada por la simultaneidad o por la diversitas in loco que remite a realidades ex eodem tempore. Por lo tanto, el acto iterado propio de la costumbre delictiva es un acto sucesivo por duradero y no el acto instantáneo en el que la diversitas temporum produciría contrarietas3. Al decirlo así, la doctrina jurídica está dibujando una costumbre perfectamente activa, no mera sedimentación de viejos actos o prácticas, sino dinámica en el tiempo. El tiempo se sucede, y la costumbre deriva de la sucesión de los actos presentes en cada seg-

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mento de tiempo. La conexión de estos actos, la posibilidad de entenderlos como parte de una costumbre, exige una armonía o no contrariedad, pero se entiende que su misma localización en tiempos sucesivos es ya pegamento melódico potencial de los actos coincidentes (fijados) en la (tipificada) sustancia delictiva. O sea, el acto es reiterable, como se ha dicho, en cuanto no se produzca eodem tempore; expresado de otro modo, la geminatio del acto requiere un intervalo temporal4. Aunque parezca a primera vista una conexión débil, para la costumbre de delinquir resulta un razonamiento imperioso y funcional puesto que, dada la subjetivación delictiva que enciende la consuetudo delinquendi, lo que más importa es precisar la cirugía que distinga los actos sucesivos e instrumentales que constituyen un mismo delito, de los actos que constituyen delitos en plural sucesivos en el tiempo, pues solo estos últimos pueden entenderse como elementos de la costumbre de delinquir. Por lo tanto hay que dar relieve al factor temporal: el tiempo de la costumbre no es un vórtice sino una proyección agusanada. El tiempo (su transcurso) recoge la consumación o perfección de los delitos pero a su vez provoca la separación de los delitos de perfección dilatada o rápidamente replicados con otros actos delictivos; los actos de preparación delictiva que indican premeditación (y que pueden constituir por sí mismos actos delictivos) o los actos coordinados que puede requerir la consumación de un delito, se arrugan en el puño del acto delictivo único. En la costumbre delictiva, el tiempo sin embargo tiene que abrir un resquicio que separe los actos en fase de perfección (o definitivo conato) para que, en cuanto del mismo sujeto, se distancien, y separen en el tiempo, con el fin de encontrar después al mismo tiempo en el tiempo el vínculo que plasme su reiteración. Pero, si se piensa con detenimiento, al aplicar a la costumbre delictiva la segmentación temporal que se centra en cada delito sucesivo cometido en el tiempo, caemos en una extraña tendencia hacia la consideración de cada segmento de tiempo como un tiempo paralizado, vertido en una probeta, obsesionados por cerrar cada delito en su término ad quem de consumación o perfección, para después sumarlo a un delito que advendrá, en busca de esa vez, repetida, en la que podremos considerar manifestada...

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