Prólogo

AutorCarlos Ongallo
Páginas15-17

Page 15

La primera vez que entré en un periódico quedé asombrado y así me ocurrió la primera vez que entré en una emisora de radio y en un estudio de televisión. También me pasó cuando besé por primera vez a una chica, incluso cuando olí su perfume la primera vez que bailamos juntos.

La primera vez que vi a un famoso al que conocía por televisión le saludé como si lo hubiera hecho toda la vida, pues hasta ese momento lo había hecho toda mi vida detrás del televisor pero nunca había recibido respuesta de él, salvo entonces, que me miró extrañado y se preguntó íntimamente de qué narices podía conocerme, y era de nada. Esa fue la primera vez que comprobé que los famosos miran al horizonte como si la gente que está en medio fuera transparente, pues la vida les acostumbra a que nadie que les reconozca será familiar para ellos, así que obvian las constantes miradas que expresan al viento asombro o bienvenida por parte de quienes se encuentran en la calle, en los bares o en los actos oficiales: quienes les conocen son desconocidos para ellos.

Años después, comprobé también que aquellos famosos lloraban de pena cuando no eran reconocidos en esos mismos lugares donde antes les admiraban, como si su falta de notoriedad fuera un asunto de dolor del alma y no de la ignorancia o de la simple falta de memoria visual de los espectadores. Entonces aprendí a desmitificar el fenómeno de la Comunicación de masas.

La primera vez que entré en “El Norte de Castilla”, por entonces el único periódico que se editaba en Valladolid, creí que todos y cada uno de los que estaban allí eran conocedores de los más íntimos secretos del Estado o del Ayuntamiento, que para mí era lo mismo. Luego comprobé que no eran conocedores de casi nada de lo que a mí me entusiasmaba o admiraba, ni tampoco de las cosas más vulgares: ni siquiera sabían a qué hora cerraban los comercios, pues nunca iban a comprar por la tarde ya que estaban en el periódico.

La primera vez que me asomé a “Radio Popular” creí que cada una de las lucecitas rojas y verdes que se encendían en el control presidido por una cristalera doble que daba a una mesa marrón con tres micrófonos eran la conexión intergaláctica con cualquier punto de España y de fuera de ella. Al preguntar, comprobé que nadie allí sabía por qué se encendía aquello; más bien sólo acertaban al afirmar que los botones del uno al tres de la mesa de sonido servían para abrir los micrófonos, del cuatro al seis para dar paso a los antiguos...

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