La monarquía constitucionalizada por la nación

AutorEmiliano González Diez
Páginas117-166

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1. Breve presentación

Cuando uno analiza con reflexión la agenda de los hechos acaecidos a partir de los años convulsos de 1808 a 1814 no puede, por sindéresis, mas que alinearse a la afirmación de Otto Brunner de que la historia política embrida la realidad constitucional1, al punto de que aquélla va iluminar a la naturaleza íntima de esa profuso racimo de 384 uvas que articulan la ley de leyes, es decir, ese utópico marco constitucional fecundado en 1812.

Pero no es cuestión ni de filosofía especulativa ni de aritmética parlamentaria sino que debemos poner nuestra atención en el contexto de la realidad del poder y en el armazón institucional resultante de aquel Estado liberal diseñado, o mejor interrogarnos por el alcance ideológico de los grupos sociales que van a ostentar formalmente los poderes, de sus circunstancias, de sus capacidades políticas para afirmarlos e imponerlos, de sus intereses sectoriales hasta los no confesables y, en definitiva, de ese conjunto de ideas-eje que se materializarán negro sobre blanco en la redacción intencionada del orden normativo máximo aludido2.

En la mayoría de los presentes en Cádiz parece vibrar la realidad jurídica global de la idea de libertad y de la oportunidad de ser una Nación soberana sin miedos ni ataduras ni limitaciones regias del pasado, decidida a marcar el antes y después ante la bochornosa actitud del soberano ausente y así poner freno al claudicante absolutismo monárquico. Es la autoridad de un orden político resistente cuya legitimidad racional, reside en último término, en seguir siendo una Nación libre e independiente de ciudadanos y no de súbditos. Quizá, ironía de la historia, el hecho histórico de la invasión

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francesa propició la ocasión de adelantar y proponer una nueva convivencia “revolucionaria” dentro de la ley.

Empero no adelantemos los resultados y pongamos nuestra atención en esos momentos álgidos donde se juega el modelo de Estado y se apuesta por un cambio de régimen que tienen como pórtico la crisis política e institucional abierta en 1808 mediante un acto de fuerza en Aranjuez, que derribó de un golpe el poder del todopoderoso Manuel Godoy, y luego las vergonzantes abdicaciones regias y el alzamiento popular ante la ocupación francesa que políticamente rentabilizó una minoría, la burguesía comercial e industrial refugiada en los litorales mediterráneos de Barcelona y Cádiz que harán el resto3; más todavía quedan algunos interrogantes por dilucidar.4En el entretanto, al otro lado del Atlántico, las provincias de Ultramar vieron la ocasión propicia para poner en marcha sus embrionarias aspiraciones emancipadoras mientras a esta orilla se debatía entre la oportunidad del cambio político o por mantenerse en las viejas estructuras ancladas de una Monarquía absoluta airada ante estos inopinados acontecimientos5.

Y en toda esta secuencia de graves hechos convengamos la tensión entre la España finisecular, que todavía saboreaba los placeres del reformismo ilustrado en esa gris etapa absoluta de Carlos IV, y unos sectores sociales minoritarios adscritos a la ideología liberal que aprovechan la oportunidad del vacío regio y la pasión popular enfocada a lo antifrancés para abrirse paso y liderar la guerra patriótica envuelta en la enseña nacional6.

Más todo este panorama resulta ser un fogonazo conmovedor para unas nobles aspiraciones; más cuando uno penetra en la ínsita realidad social diaria observa una falta de sintonía y compromiso social mayoritario que ni se pregunta ni cuestiona los dogmas tradicionales del Antiguo Régimen, sólo se percibe y difunde la preocupación urgente de arrojar al invasor fuera del suelo nacional.

La propia Monarquía absoluta, tan débil como ausente ante un Napoleón prepotente que no tiene dudas en anunciar: “cuando los tuve a todos reunidos en Bayona… tuve el nudo gordiano ante mi y lo corté”, se vio favorecida por la inopinada reacción popular, movilizada por la amenaza extranjera y alentada con consignas nacionales de la factura de una patria en peligro. Todo ello proveyó al pueblo de mil razones para hacer suya, en estas condiciones extraordinarias, una soberanía práctica abandonada por una Corona nada ejemplar y asumir primero la resistencia y luego la conducción de la reacción con la eficacia de unas espontáneas fuerzas irregulares capaces de levantar la nación en armas; eso sí facilitada la respuesta por la colaboración

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de un potente ejército aliado anglo-portugués con la incorporación de españoles que torcieron el brazo armado napoleónico7.

Por primera vez esa masa anónima de españoles toma la iniciativa y se sitúa en el protagonismo del realismo histórico que estampa Francisco de Goya en ese lienzo impactante del fulgor revolucionario. Ahora la España oficial no centra el interés en la impostada figura regia ni en su pomposa familia que vergonzosamente han declinado sus graves responsabilidades a favor de otros intereses8.

Sin duda, falló la autoridad indiscutible, la suprema autoridad, a la que nadie discutía la lealtad ni la obediencia debida y pocos escamoteaban el respeto, nos referimos a la arraigada pieza maestra de la Corona, de la que partía todo el engranaje de la Monarquía absoluta que “cedió el complejo organismo representado por las autoridades centrales y locales, desde el Consejo real a las Capitanías Generales, a las Audiencias…”9. Ello hizo posible, que una vez se hubiera constatado el vacío de poder de esa primera legitimidad originaria y percibida la pasividad institucional de la que hicieron gala las autoridades regias, que los elementos populares se adueñaran de la situación y decidieran arrogarse la soberanía vacante y constituir los nuevos poderes territoriales de las juntas locales y provinciales aunque sin proyectos políticos cerrados ni coordinados, con continuas tensiones y diferencias internas entre ellas y con una simbólica representación revolucionaria pues mayoritariamente se identificaron con la legalidad fernandina10.

En ese terrible año 1808 asistimos a la convergencia de varios indicadores que arruinaron el país. A una crisis dinástica inducida se sumó el levantamiento popular y todo este conjunto desató un colapso de la autoridad estatal y sobre todo una fractura territorial de graves consecuencias para la nación.

2. Una monarquía sin horizonte nacional

Cualquier hombre por su responsabilidad ordinaria y más un monarca situado en el pedestal de la soberanía absoluta, identificada desde Jean Bodin como la suprema autoridad perpetua, inalienable, indelegable e imprescriptible, no puede quedar fuera del juicio de sus contemporáneos11. Y como se

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suele indicar por los biógrafos y por la historiografía del reinado al uso el “asunto” de Fernando VII es sin duda el que más páginas y más duras diatribas han coleccionado en los anales del pasado y no deja imperturbable a ningún lector imparcial.

En efecto, pocas figuras regias han concitado tan apasionados juicios ante el tribunal de la historia a pesar de los meritorios intentos por algunos historiadores de suavizar los dicterios y rehabilitar la figura regia en atención a las graves circunstancias que le tocó vivir12. Pero un rey absoluto, representante de una monarquía sin limitaciones jurídicas ni políticas, con un poder concentrado en su real persona y ejercido por sus secretarios de Despacho, con todo el control sobre unos reinos tan debilitados como sin apenas reservas políticas en sus respectivas esferas de acción, donde todo, es decir, el conjunto de las voluntades políticas, los hechos y las instituciones emanaban única y exclusivamente de él y estaban por ende sujetas y sometidas a su instancia suprema de autoridad absoluta sin resquicio alguno para la iniciativa o la acción individual ni colectiva, no supo estar a la altura de la exigencia pública de la institución de la Monarquía a la que puso en riesgo de extinción.

Este andamiaje político e institucional del Estado le colocaba al joven Príncipe en pleno ejercicio de la Majestad. Fuera de este tratamiento de dignidad, estaba la condición que expresaba el triunfo de la madurez del absolutismo monárquico, en feliz expresión de F. Hartung.

Este es el caso de Fernando VII que con todo a su favor en esta marea histórica del poderío real absoluto que invadía casi toda Europa, sin embargo, los vientos no fueron suficientes para que escapara a las valoraciones contemporáneas sobre su opaco reinado que apenas variaron la crudeza de las calificaciones, salvo la oportunidad, el tono y la intensidad.

Si ponemos el acento en el sector liberal los epítetos se alinean y solapan en tonalidades grises y cada vez más negras. Así es encuadrado como un soberano cruel y feroz para sus adversarios, hipócrita, áspero, artero, desconfiado por naturaleza, taimado, símbolo de la perfidia y de la bajeza humana13. Tampoco los elogios acuden a reducir la triste imagen desde posiciones realistas al que reprochan que su reacción no fuera contundente y concorde con los principios que representaba. Un hombre dubitativo, desconfiado, claudicante en muchas decisiones, un monarca sin objetivos ni ideas, salpicado de prejuicios y sobre todo muy ingrato14.

Ni que decir tiene que los reformistas o jovellanistas a la luz de su retorno al absolutismo puro se inclinan por la decepción del hombre egoísta, miope

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ante las demandas de mejora, incapaz del sacrificio personal para renovar las estructuras del Estado y de acciones decididas para consolidar la Monarquía. Todos coinciden en un punto: la debilidad y torpeza del gobernante que no vio más allá del punto de partida15.

Ciertamente como señalan sus biógrafos16...

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